Carmen Díez de Rivera, el gran enigma de la Transición
En los primeros años de la democracia llegó a ser una de las mujeres más poderosas de España. Sin embargo, su figura y su legado quedaron desdibujados por el machismo de la clase política y los prejuicios de la sociedad. 26 años después de su muerte, el Gobierno la reconocerá con la Encomienda de la Orden Española de Carlos III


A finales de mayo de 1977, pocos días después de ser cesada como jefa de Gabinete de Adolfo Suárez, Carmen Díez de Rivera recibió una llamada del presidente. Algunos medios de derechas afirmaban que la habían echado de La Moncloa por comunista. La acusaban de ser una espía a sueldo de Alemania del Este y aseguraban que estaba en arresto domiciliario. Suárez la llamó para anunciarle que iba a publicar una nota desmintiendo los rumores. La relación entre ambos no pasaba por su mejor momento. Tras apartarla, el presidente le había ofrecido un puesto como asesora y ella lo había rechazado. Díez de Rivera no quería saber nada de la naciente UCD, no le gustaba la inclusión de tantos funcionarios franquistas en las listas electorales. “Para quitarle hierro al tema, Carmen, he pensado que te voy a dar una Gran Cruz”, le propuso Suárez. “Antes muerta que cogida con una cruz. Cruces ya tengo bastantes. Si insistes en dármela, la rechazaré”, respondió ella.
Casi medio siglo después de esa conversación, que contó la propia Díez de Rivera a su biógrafa, Ana Romero, y 26 años después del fallecimiento de Carmen, finalmente se va a reconocer el papel clave que tuvo la política y aristócrata en la Transición y su trascendencia y legado como la primera y única mujer que ha ocupado el puesto de jefe de Gabinete de un presidente de España. El pasado 29 de noviembre, coincidiendo con el aniversario de su muerte, Pedro Sánchez anunció que el Gobierno va a reconocerla a título póstumo con la Encomienda de la Orden Española de Carlos III, la más alta condecoración civil que puede ser otorgada en este país. Según explican fuentes de La Moncloa a EL PAÍS, todavía no hay fecha para la ceremonia “por un tema de agenda de los familiares”.
El anuncio de la condecoración ha sorprendido a la familia de la llamada “musa de la Transición”, término que acuñó Umbral en las páginas de EL PAÍS y que Carmen detestaba. “Nosotros nos hemos enterado por vosotros, por los medios. Nos llevamos la misma sorpresa que se pudo llevar usted”, afirma Sonsoles Díez de Rivera al otro lado del teléfono. Para la hermana de Carmen, la distinción llega tarde: “A buenas horas, mangas verdes. Esto se hace cuando sales de la política o cuando te mueres. Ya nadie sabe quién fue Carmen. Vaya a preguntar por ahí quién era. Nadie lo sabe. Pero ella hizo lo que creyó que debía hacer y ya está. No lo hizo para que le reconocieran absolutamente nada”.
Sonsoles Díez de Rivera no parece impresionada por el reconocimiento a su hermana ni por lo que representó en la España de la Transición. “Estoy acostumbrada a codearme con todo lo más alto que hay y no nos dejamos pasmar por estas cosas”, zanja.
La periodista Ana Romero, biógrafa autorizada de la política, es más efusiva. “Los reconocimientos llegan cuando llegan y yo me alegro mucho”, dice. “Es normal que llegue tarde porque Carmen no tenía un partido político o una familia que pelearan por su reconocimiento. De esa época, de la Transición, tampoco hubo ningún hombre que luchara por ella. Lo podría haber hecho Felipe González; lo podría haber hecho el rey Juan Carlos; o lo podría haber hecho Alfonso Guerra, con quien Carmen tuvo una relación muy estrecha. Ninguno de esos hombres que trabajaron con ella ha movido nunca un dedo para que se la dignifique”, lamenta Romero, autora de El triángulo de la transición (Planeta), probablemente el libro más completo y riguroso sobre la vida y el legado político de Díez de Rivera.
Se ha escrito mucho sobre el papel de los hombres de la Transición. Pero apenas se ha profundizado en la figura de la única mujer con poder político real y con un papel activo en el desmantelamiento del franquismo y la restitución de la democracia en España. Y cuando se ha hecho, casi siempre ha sido en clave de ficción, a veces con tintes telenovelescos. Ahí están novelas como Lo que escondían sus ojos, de Nieves Herrero; Dejé de pronunciar tu nombre, de Luis Herrero; o El azar de la mujer rubia, de Manuel Vicent; o la obra de teatro Carmen, nada de nadie, de Francisco M. Tallón y Miguel Pérez García. En Anatomía de un instante, la miniserie que acaba de estrenar Movistar Plus+ basada en la novela de Javier Cercas sobre el 23-F, Carmen aparece brevemente, retratada como una simple secretaria.
No hay grandes estudios académicos sobre Díez de Rivera. Tampoco hay calles o plazas con su nombre. “Se habla poco de Carmen porque estuvo poco tiempo en el gobierno. Fue poco tiempo, pero fue ‘el tiempo’. Fueron los nueve meses que vivimos peligrosamente y en los que se desmontó el andamiaje del franquismo. Ella estuvo ahí cuando se aprobó la ley para la Reforma Política; cuando se legalizó el Partido Comunista, tras la matanza de Atocha; y cuando se convocaron las primeras elecciones democráticas”, explica Romero.
Hay otros motivos que explican por qué España la ha olvidado. “Era una mujer en un mundo y en un tiempo de hombres, y luego fue calumniada, vilipendiada, maltratada, descrita como una secretaria, como una espía, como una amante, o como una chica para todo. Es un poco la historia de las mujeres: siempre nos cuesta más”, apunta su biógrafa.
La excesiva discreción de Díez de Rivera tampoco jugó a su favor. Cada vez que alguien la llamaba para hablar sobre su labor en la Transición, decía que no. Ella misma contribuyó a su silencio. Y cuando quiso dar el paso y escribir sus memorias, enfermó de cáncer y murió. Falleció en 1999, solo tenía 57 años.

Pese a esa discreción, Carmen Díez de Rivera e Icaza estaba llamada a tener un papel importante en la extinción del franquismo. La primera vez que puso en aprietos a la dictadura fue el 29 de agosto de 1942, el mismo día de su nacimiento. Su llegada al mundo, tres años después del fin de la Guerra Civil, provocó la indignación de la clase alta y el enfado de Franco y su esposa, Carmen Polo. Era vox populi que la niña no era hija de su padre, Francisco de Paula Diez de Rivera, marqués de Llanzol, sino de Ramón Serrano Suñer, ministro de Exteriores, mano derecha y cuñado del dictador. Franco podía tolerar el affaire de Serrano con Sonsoles de Icaza, la tan admirada marquesa de Llanzol, pero no una bastarda en el seno del régimen. Solo tres días después del nacimiento de Carmen, Franco apartó a su “cuñadísimo” de todos sus cargos.
La segunda vez que Díez de Rivera hizo tambalear al franquismo fue en 1959. Tenía 17 años e iba a solicitar la partida de bautismo para iniciar los trámites para casarse con el amor de su vida, Ramón Serrano Suñer Polo. Su tía, la escritora Carmen de Icaza, tuvo que comunicarle que su futuro marido, sobrino de Franco, era en realidad su hermano. Hasta entonces, las élites del régimen le habían ocultado quién era su verdadero padre. La noticia la destrozó. Se fue de misionera a África, luego tuvo que someterse a curas de sueño en Francia y Suiza y hasta se metió a monja de clausura.
A la tercera, consiguió lo que siempre había ansiado: el fin de la dictadura. El 5 de julio de 1976, con 33 años, Díez de Rivera aceptó convertirse en jefa de gabinete del recién nombrado presidente Adolfo Suárez. El rey Juan Carlos consideraba que la aristócrata, amiga suya y sobrina de Alfonso Armada, era la persona adecuada para darle “validez democrática” y “aperturismo” al gobierno de transición y crear una nueva imagen de España en el extranjero. Era cosmopolita, moderna, hablaba idiomas, y tenía una agenda impresionante. El nuevo presidente, en cambio, estaba demasiado vinculado al viejo régimen y era poco conocido por el gran público.
En julio del 76, recién llegada al gobierno, la flamante jefa de Gabinete habló con un periodista de Blanco y Negro, el semanario de Abc. La conversación fue toda una declaración de intenciones. “Lo peor que nos podía pasar es que nos llegara otro Pinochet”. “La derecha en España ha sido siempre irracional”. “No conocemos a los que de verdad manejan el país y esos son los más peligrosos. Ahí es donde está el verdadero peligro de la ruptura, no en la izquierda”. “Si el capital no cambia de manos, todo seguirá igual”.
El Rey y Suárez se molestaron por esas declaraciones. Según Ana Romero, esa entrevista marcó el inicio de los problemas de Carmen dentro y fuera de la presidencia. “La derecha ya me la juró eternamente”, le reconocería la política a la periodista años después.
Díez de Rivera empezó a recibir amenazas y presiones, pero no dio un paso atrás. En septiembre de 1976, publicó en Blanco y Negro un artículo feminista exigiendo “la descolonización psicológica en torno a la mujer y su integración paritaria dentro de la actividad política”.
Demostró su compromiso con el feminismo dando ejemplo, desobedeciendo sistemáticamente a los hombres que querían controlarla. En noviembre del 76 dio su primera entrevista a EL PAÍS, en la que pidió la legalización del Partido Comunista y admitió la existencia de “una lucha de clases”. Sus palabras disgustaron a Adolfo Suárez, pero ella no retrocedió. En diciembre de ese año, cuando Santiago Carrillo fue detenido, recibió a los comunistas en la sede de la presidencia. Cuando liberaron al líder del PC, se encontró con él y le dijo frente a la prensa: “A ver cuándo nos tomamos un chinchón”. Ese mes de enero del 77, tras la Matanza de Atocha, también hizo presión para que el Gobierno autorizara un funeral público.
Tras meses de tira y afloja, Suárez finalmente legalizó al PC. Esa noche, la del 9 de abril de 1977, Carmen escribió en su diario: “Sábado rojo: se acabó la dictadura fascista”. No sabía que sus días en La Moncloa estaban contados. Casi un mes después, el presidente la iba a cesar.
Ese mayo consiguió que el Rey recibiera a Enrique Tierno Galván. El líder del PSP fue la primera persona de la oposición con la que se reunió el monarca en la Zarzuela. Ese mes, también, se reunió con Pilar Primo de Rivera para anunciarle que el Gobierno iba a “desamortizar” la Sección Femenina. Suárez se lo había prohibido, pero ella siguió adelante. Ante la indignación de la lideresa falangista, Carmen Díez de Rivera, hija biológica de Serrano Suñer, le replicó: “Es mejor así, ahora pasará a convertirse en patrimonio de todos”.

“Carmen demostró más valor que el propio Suárez. Estuvo más lanzada y más decidida. Tenía una visión mucho más realista y demócrata de lo que debía ser la Transición. Tenía claro que el mapa de una España democrática no podía terminar en el PSOE, que había que legalizar los partidos a la izquierda del PSOE y no solo el PC”, explica Jorge Carrillo, hijo de Santiago Carrillo. “Carmen es uno de los grandes personajes de la Transición y uno de los que menos se habla. Ahora parece que la Transición solo la hizo el rey Juan Carlos. Si Juan Carlos hubiera hecho la Transición que quería, la habría parado en el PSOE”, señala Carrillo.
Díez de Rivera no sintió tristeza por su cese. Se sintió incomprendida y decepcionada, pero también aliviada. El día de su despido coincidió con el regreso de Dolores Ibárruri a España. Admiraba a Pasionaria. “Conocí a Carmen en el 77. Cuando me dijeron que tenía 33 años, me quedé con la boca abierta. Yo pensaba que tenía 50. Parecía como si ya hubiera vivido diez vidas”, recuerda Lola Ruiz-Ibárruri, nieta de Pasionaria. “Dolores, mi abuela, se reía hasta de su propia sombra. Para una persona como Carmen, que tenía ahí dentro sus dramas y sombras, Dolores era un ejemplo de supervivencia”.
La “musa de la Transición” siempre fue una gran incomprendida. Los de izquierda le reprochaban que había estado cerca de la UCD; los de derecha decían que era afín al Partido Comunista. Su evolución ideológica fue impresionante. Comenzó en política de la mano de Dionisio Ridruejo y la USDE. Trabajó para Adolfo Suárez, pero se acercó al Partido Socialista Popular de Tierno Galván. Rechazó ser de la UCD, pero volvió a trabajar con Suárez como eurodiputada para el CDS. Y terminó afiliándose al PSOE, aunque nunca se vio a sí misma como una militante socialista al uso.
“Carmen era un cóctel político imposible de definir. Era demasiado grande en todos los sentidos como para reducirla a un partido”, señala Romero. “Era una mujer progresista, que creía en la igualdad, pero también era profundamente católica. Era muy moderna. Una de sus obsesiones eran los jóvenes. Siempre decía: ‘Aquí siempre están los mismos”. Al final de su vida, se definió como “ecosocialista”. Fue una adelantada en la defensa del medio ambiente. En el Parlamento Europeo también luchó contra el tabaco, el turismo de masas o la precarización de la sanidad.
“Era muy conocida en el Parlamento Europeo y una gran desconocida en la sociedad española. Aquí solo se la conocía como ‘la mujer rubia de Moncloa’. No ha sido suficientemente reconocida y se merece este reconocimiento”, dice Francisca Sauquillo, que fue su amiga y compañera en las filas del PSOE. “Yo estuve con ella hasta el momento final de su vida, fui quizá la última persona que estuvo con ella. Carmen era una mujer valiente, que trabajó por la democracia, el feminismo y el ecologismo. Estos dos últimos temas los llevó a Europa cuando nadie hablaba de eso en España”, concluye Sauquillo.
Es difícil saber si Díez de Rivera aceptaría hoy un reconocimiento por su papel en la Transición. “Es una buena pregunta. Yo creo que sí”, responde Ana Romero. “Al menos intentaríamos convencerla porque se lo merece muchísimo”.
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