Perder el vínculo con lo que nos echamos a la boca
El consumo de alimentos procesados ya alcanza la mitad de la dieta habitual. Se está perdiendo el conocimiento de lo que comemos y el vínculo con el entorno


Según lo que se come y lo que se bebe, así se actúa y se piensa. Recorriendo alguno de los 39 ecosistemas que posee Perú, el viajero se da cuenta de que el ser humano se ha alimentado de su entorno y, cuando por incapacidad ha terminado de agotarlo, se ha lanzado a masticar los de otros. Ha ocurrido miles de veces en la historia humana, pero éramos menos y menos rápidos.
Con el tiempo nos hemos convertido en coleccionistas de paisajes que no entendemos, que diría el escritor Ander Izagirre, precipitando la sensación de que si esto es así, hemos perdido dos de los factores que daban forma a la personalidad comunitaria: lo que nos echamos a la boca y la comprensión y vinculación con el espacio que nos provee. Se observa en la pérdida de personalidad y complejidad de la alimentación en los países con mayor desarrollo económico, donde el consumo de alimentos procesados supera el 50%, artículos que actualmente van ganando espacio a los alimentos frescos en las góndolas de los supermercados. La prosperidad obtenida durante el último medio siglo nos exime de tener que abastecernos de víveres como nuestros ancestros, con la salvedad de que seis frutos silvestres acumulan más variedad de nutrientes que trescientas clases de galletas elaboradas con los mismos tipos de ingredientes. El investigador del CSIC en el Instituto de la Grasa Javier Sánchez Perona desliza en su libro Los alimentos ultraprocesados un dato bastante significativo sobre su naturaleza: se estima que el 50% del presupuesto de muchos de estos productos se destina al envasado, el 40% al marketing y solo el 10% a los nutrientes que los integran. Y no cabe duda de que si no se presta atención a las materias primas, mucho menos a su procedencia.
Durante la revolución industrial, las mejoras en los procesos de producción agrícola posibilitaron salir del cultivo de subsistencia hacia una agricultura comercial. A su vez, la forma de vender las mercancías ha ido cambiando, desde la compraventa directa del agricultor y el ganadero al comerciante hasta la comercialización a gran escala en transacciones descentralizadas en el ámbito mundial. Esos negocios globales, con precios fijados incluso antes de que las cosechas se siembren, son los que surten a muchas de las corporaciones alimentarias de los productos básicos esenciales que requieren para manufacturar los artículos que llegan al consumo. Se impone una agricultura de precisión, apoyada en nuevas tecnologías y en el uso de tratamientos más eficientes con vistas a alcanzar explotaciones más sostenibles, menos vulnerables a los riesgos climatológicos que comprometen el suministro de mercancías económicas y, sin duda, más rentables. Todo ello tutelado por la apremiante necesidad de proporcionar al comercio internacional mercancías a bajo coste.
Son tendencias y desafíos de unas reglas de juego que suscitan tanta esperanza como inquietud e indeseadas tensiones en los precios, que explotan los especialistas en transacciones de naturaleza especulativa. El Banco Mundial estima que por cada punto que se incrementa el coste de los alimentos por la subida de alguna de las variables, 10 millones de personas caen en la pobreza y, con ello, en la inseguridad alimentaria. El reverso de esta trama del agronegocio de los monocultivos y las commodities agrícolas dibujan dependencias de todo orden. La invasión de Ucrania afectó a una treintena de países en África y Oriente Próximo que dependen del trigo ruso y ucranio, aireando la amenaza del desabastecimiento y provocando resonancias que descomponen silenciosamente una memoria rural que custodiaba el legado emocional y la idiosincrasia de sociedades con un patrimonio hortícola y ganadero ancestral.
El apremio de producir y distribuir provisiones al menor importe amenaza la diversidad agraria y ganadera, la heterogeneidad de las especies y, por consiguiente, uno de los rasgos que marcaban la caracterización de la identidad de los pueblos. En este momento, buena parte de los habitantes comen de la misma manera en países que dependen de la importación de alimentos procedentes de los mismos orígenes. Se ha perdido el entorno que nos provee, disuelto tras la mercantilización de la indiferencia y la eficacia utilitarista. No puede haber agricultores y ganaderos tradicionales si no hay consumidores a los que les importen sus argumentos. Y cuando no se pone interés en la cultura, solo queda el centro comercial. ¿Es eso lo que de verdad queremos?
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