La curiosa historia del mortero: de objeto esencial en los ajuares a presidir una glorieta
Con casi 40.000 años de antigüedad, este humilde utensilio sigue presente en todas las cocinas

La historia de la cocina se explica también a través de sus objetos: escudillas y cucharas, ollas y trébedes, mazas y morteros. Un recorrido por la historia material de la cultura que nos desvelaría que la cocina está en el origen de la civilización. Cada utensilio es un dechado de ingenio tecnológico que nos ha permitido producir, transformar y conservar los alimentos desde que, en el Neolítico, el hombre se encontró frente a frente con la primera cosecha de grano y tuvo que inventar un mortero.
El paso de la caverna y el nomadismo a la tribu sedentaria que cuida del ganado y las mieses se inició con una primera revolución tecnológica intrínseca al nuevo tipo de alimentos que empezaron a formar parte de la dieta humana de forma recurrente. Los diferentes tipos de gramíneas, semillas y frutos, especias y minerales como la sal necesitaban un procesamiento previo para hacerlas digeribles. La agricultura desencadenó, pues, un pensamiento complejo cuyo fin no era otro que garantizar alimento suficiente para la supervivencia de aquellas primeras comunidades que acabarían conformando las grandes civilizaciones de la Antigüedad.
Este salto en la evolución del hombre dependió de su capacidad para crear y diseñar objetos aparentemente sencillos, toscos y rupestres, pero de una gran eficacia. Quien haya visto triturar mijo o trigo en Etiopía y moler en México la harina de maíz para las tortillas en un metate prehispánico (el mismo instrumento, por cierto, con el que se molieron los primeros granos de cacao) entenderá en ese momento el valor del pan cuando no existen ni molinos, ni norias ni hornos. Y observará ese instrumento de su alacena que cuenta ya con casi 40.000 años de antigüedad con otros ojos.
El mortero o almirez, el metate o el molcajete son tan universales como la propia olla y la cuchara. No hay cocina -ni farmacopea- en el mundo que haya prescindido de él. Sin embargo, su aspecto es hoy distinto. Del rústico diseño del mortero de cerámica de La Bisbal d’Empordà o del almirez de cobre, hemos pasado a robots sofisticados que no solo pican, machacan y trituran, sino que casi nos evitan masticar (el mundo parece haber perdido la dentadura cuando se analizan algunos menús de alta cocina). Nuestras cocinas actuales han sufrido una tecnificación inversamente proporcional al abandono de la práctica culinaria doméstica. Algunas de ellas están tan repletas de tecnología que es difícil recordar que cocinar es una tarea manual que requiere y estimula habilidades psicomotrices básicas, un ámbito educativo, por ejemplo, perfecto para los niños.

El uso de harinas delicadísimas, industriales y ultrarrápidas, los cafés instantáneos en cápsulas, las picadoras que fulminan los ingredientes en tres segundos —¡Un, dos, tres, picadora Moulinex!—, las freidoras sin grasa que ponen en entredicho a la propia técnica de la fritura —sumergir alimentos en grasa—, o las asépticas y multifuncionales procesadoras, amasadoras a juego con la tostadora y un sinfín de elementos que nos facilitan las tareas culinarias han borrado de nuestro pensamiento la acción que precede a los verbos majar, triturar, machacar, emulsionar o picar. Acciones que pueblan los recetarios desde que el hombre se decidió a escribir lo que comían los patricios, los monarcas del Antiguo Régimen o la elegante burguesía decimonónica.
También la cocina popular se nutre de este utensilio humilde, como no podía ser de otra manera. En realidad, era tan valorado que estaba entre los ajuares de las mujeres junto a otros utensilios tan imprescindibles en la vida diaria que solían indicarse en los testamentos para que, una vez que el finado hubiera dejado este mundo, nadie se peleara por un baúl con un caldero, una manta zamorana, unos paños de Flandes o… un mortero de mármol.
Echar una ojeada a los recetarios populares es navegar entre patatas meneás castellanas, hartatunos salmantinos, ajopringues manchegos, allipebres valencianos, salmorretas alicantinas y gazpachos de poleo extremeños saltando de mortero en mortero. Su lectura puede despertarnos una sonrisa benévola, nostalgia o… deseos de homenajearlo, tal y como se le ocurrió al alcalde de Macael, Raúl Martínez, el día que decidieron construir un mortero de 50 toneladas de peso y 5,8 metros de altura y ponerlo en la entrada del pueblo. “En Macael no hay una casa en la que no haya un mortero de mármol blanco Macael”.
La iniciativa, además de alzarse con el Récord Guinness en el año 2015, tal y como cuenta Martínez, respondía también a la necesidad del consistorio de este pueblo situado en el valle almeriense de Almanzora de fomentar el orgullo de sus habitantes por su historia y rendir homenaje al enorme esfuerzo de aquellos marmolistas que tantas fatigas pasaron para conseguir el preciado mármol de sus canteras. Con ese propósito, Macael celebra desde hace siete años a mediados de mayo la recreación histórica de un episodio trascendental en la vida de esta localidad sucedido entre los años 1919 y 1947, periodo en el que dos facciones se enfrentaron por las canteras con un final inesperado y feliz, pues estas pasaron a ser propiedad de sus vecinos: Canteros y Caciques en lucha por el mármol.

Pero, a esta localidad almeriense le esperaba otra sorpresa mejor: el mortero de mármol blanco Macael que ha aparecido entre los restos de una necrópolis romana en el yacimiento de Macael Viejo. “A la espera de que se hagan posteriores análisis, se cree que este mortero puede tener unos 600 años”, cuenta Raúl Martínez. Una joya de la historia de la gastronomía en un enclave que en el 2026 contará con un proyecto turístico singular: el Parque Minero de Macael. De momento, y mientras se construye el parque, los morteros de Macael —duros, bellos e inamovibles— siguen majando el pan y las almendras de los ajopollos almerienses, la puntita de cayena del plato del tabernero y el hinojo de los pucheros de trigo igual que hace seis siglos.
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