El fin de los sobrecitos y el regreso de la azucarera
El año que viene estarán prohibidos los sobrecitos monodosis de azúcar. Vuelve la azucarera: esa vasija rechoncha de porcelana, a las mesas de bares y restaurantes


De pequeña, yo también comí a escondidas aspirinas infantiles. ¡Eran tan dulces! Fuimos legión. Tantos, que tuvieron que prohibirlas. Ese día, los niños saboteamos una de las estructuras de control más eficaces y potentes de la historia de la humanidad: el azúcar.
El azúcar ha funcionado como anzuelo y chantaje, como promesa y premio, desde que existe. Rey de la domesticación, ha enmascarado medicinas —“tómate el jarabe, es dulce”—; ha dirigido comportamientos — “o te terminas la verdura, o te quedas sin postre”—, y ha disfrazado venenos y tóxicos: ni té, ni café, ni chocolate, ni muchos licores se habrían consolidado como bienes de consumo masivo sin su correspondiente cucharadita de polvo mágico, o sacarosa. Son demasiado amargos.
Todo esto es posible porque la dulzura es una de las herramientas más poderosas que existen.
Nuestra predilección por lo dulce se ha vinculado a la leche materna, ese primer alimento servido envuelto en calor, olor familiar y el latido de un corazón conocido. Hoy sabemos que esta pasión es innata y no exclusiva del ser humano: las hormigas pastorean pulgones para sorber la melaza que segregan. La Naturaleza programa a sus criaturas para ser golosas desde antes de nacer. Usa la dulzura como bandera sensorial que señala la presencia de calorías, aminoácidos y micronutrientes imprescindibles para la vida en frutas y verduras maduras, elementos que están ahí en cantidades tan diminutas que no son detectables a simple vista.
El vínculo íntimo entre lo dulce y lo deseable es tan profundo, que en infinidad de lenguas y culturas la palabra “dulzura” designa todo lo melifluo, amoroso y bueno de la vida. En español, la definición de dulce es, literalmente, “suave y agradable”. En contraste con actitudes mucho más variadas hacia lo agrio, lo salado o lo amargo, no existe un solo pueblo que rechace lo dulce por desagradable. Ningún otro sabor goza de este estatus privilegiado. A todos nos gusta el jamón ibérico, pero los labios del amado son dulces, sus besos, de caramelo, y la tierra prometida está regada de leche y miel, no cubierta de queso manchego.
En el mundo natural, el dulzor es la banderita de placer infalible que señala lo que nos conviene. Fuera de contexto, puede convertirse en una amenaza para la salud cuando consumirlo es un fin en sí mismo, y desplaza lo que verdaderamente alimenta. Entonces funciona como la zanahoria del asno; pero como una zanahoria verdaderamente fenomenal. En manos de la industria alimentaria, ha sido la varita mágica de transformar productos vacíos de nutrientes y de interés en objetos de deseo.
¿En nuestra rebelión justa contra este abuso, hemos terminado criminalizando la dulzura en sí misma?
Hoy, el camino más rápido al oprobio es entrar en una cafetería de especialidad y pedir azúcar para el café. El gesto de usar azúcar ya no es alimentario, sino moral, casi comparable a fumar en público: un acto que si no es social o ritualizado (en una fiesta, en una celebración, en una ocasión compartida) es tolerado, pero acompañado de mirada reprobatoria.
Su consumo debe justificarse, confesarse o compensarse, aunque seamos amantes del dulce de nacimiento. En este país hemos vivido campañas impulsadas por el gobierno con el lema “el azúcar mata”, mientras no hay casa de abuela en la que no haya un armario que guarda un tarro de cristal lleno de caramelos de los que se pegan en los dientes, para los nietos; ni una madre que no haya ofrecido un helado o un postre especial como recompensa; ni una farmacéutica que no haya añadido dulzor a un medicamento infantil.
El año que viene entra en vigor el nuevo Reglamento 2025/40 sobre Envases y Residuos, aprobado por la Unión Europea. Estarán prohibidos los sobrecitos monodosis de salsas, leche, vinagre, aceite y, sí, azúcar. Vuelve la azucarera: esa vasija rechoncha de porcelana, a las mesas de bares y restaurantes.
Esto me causa una alegría que va más allá del regocijo de ver desaparecer esos impertinentes sobrecitos marrones de tres gramos de azúcar teñido, por siete de papel y cien de la superioridad moral que da el color marrón a todas las cosas, desde que en los noventa el blanco se convirtiese en la marca del mal.
Siento calor en el corazón al ver que dejamos atrás la cultura del “un solo uso” y que vuelven los tiempos de las cosas bonitas hechas para el uso comunitario y para durar. Y me parece importante recordar que no hay nada de malo en gozar de la dulzura en su justa medida. Es lo natural y esperable en todos nosotros. La naturaleza dictamina que una manzana dulce, que ha llegado al punto óptimo de maduración, es mejor que una que no lo es. Una vida sin dulzura, ni literal ni metafórica, es una vida objetivamente más triste.
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