Salir del restaurante con hambre
Después de comer en el último restaurante de moda, según la crítica gastronómica en Barcelona, me he comido un kebap


Finalmente, ha llegado el día. Después de comer en el último restaurante de moda según la crítica gastronómica en Barcelona, a la salida me he tenido que parar en el turco de la esquina a comprarme un kebab. Me he quedado con hambre.
El mito cejijunto por excelencia de los noventa, eso del pasar hambre en las mesas de alta cocina, que nunca fue verdad, se está haciendo realidad hoy en la gama media-alta urbana. De las capillitas del producto fundadas por los que antaño fueron aprendices talentosos en los grandes templos, se sale, cada día más a menudo, como se sale de misa de doce: con el espíritu tocado por la gracia, y el estómago roncando por un pollo asado.
A la mesa van llegando bocados, platitos bonsái, pequeñas construcciones que estimulan la imaginación y la salivación, con alma de aperitivo. Ponen la maquinaria estomacal en marcha, alimentan las ganas de comer y te predisponen a una conclusión que nunca llega. El ágape resulta tan frustrante como una bacanal de coquinas. Yo podría zambullirme en un barreño lleno de ellas como un perro en una piscina de bolas y, enloquecida de gozo, rechupetear hasta perder la noción del tiempo. Pero, llegado cierto punto, un cabracho frito, un arroz de galeras o un suquet de rape tendrían que venir a zanjar el tema, a saciarme y a salvarme de salir frustrada y cabreada.
Sé que hablar de hambre en relación a restaurantes llamados gastronómicos es de mala educación. El hambre nos iguala a las bestias, y a los restaurantes finos no se va a comer, sino a vivir una experiencia gastronómica. También sé que hoy, todo el que se precie tiene que hacer cocina de producto. Pero producto no son sólo tres guisantes lágrima con una lasca de sardina ahumada a veintitrés euros la ración. Las patatas también son producto, como lo son la cabeza y el hígado del rape que, por cierto, hacen unas fideuás y unas cazuelitas de campeonato. El verdadero producto no siempre es el más caro. A veces es el mejor tratado. Estamos desterrando los hidratos de carbono de las cartas y nos está quedando una restauración gastronómica profundamente antipática, que ejerce la creatividad contra el saber popular y el sentido común, en vez de alimentarse de ellos, y que, por necesidad, ofrece raciones de modelo a precios de tinta de impresora.
No es fácil mantener un restaurante a flote estando como está la vida —que luz, agua y gas se han puesto por las nubes, que el personal cada vez hace menos horas, que ir a la pescadería es como ir a la joyería—, pero el arroz se inventó para poder vender cuatro camarones con margen, los fideos son la posibilidad de hacer negocio con un plato de galeras, y seis boquerones en vinagre son un aperitivo, pero seis boquerones bien fritos son un pequeño plato. Ejecutar todas estas recetas excelentemente no es ni fácil, ni sencillo, ni tiene menos mérito que lacar una anguila.
Mucho se ha escrito sobre las dificultades que afrontan los restaurantes gastronómicos de hoy, y el dilema parece ser aumentar precios, reducir raciones o disminuir calidad. Pero de este espejismo de dilema se sale con más cocina. La mejor técnica no es la más novedosa, sino la más adecuada. De las estrecheces de presupuesto en la cocina profesional se sale como se ha salido toda la vida en todas las cocinas: con tubérculos, legumbres y cereales.
A menudo me invade la sensación de que las cartas de algunos restaurantes son más el escaparate de una trayectoria profesional, la presentación de un currículum, que una experiencia pensada para el cliente. Aparentemente, el cocinero sufre por cuestiones que a la gente normal no nos importan lo más mínimo, y quizá es necesario aclarar una obviedad: yo voy al restaurante por mí. No necesito que nadie me demuestre ni cuánto sabe, ni cuántas técnicas domina. No estoy aquí para aplaudir, ni para apaciguar inseguridades ajenas, ni para hacer sentir a nadie que su esfuerzo ha merecido la pena. Mi esfuerzo es pagar los setenta euros el cubierto que el ágape me va a costar, y estoy pensando en lo mío.
Si seguimos dejándonos llevar por esta deriva de la restauración hacia la frugalidad performativa y la disociación entre cocina y hambre, llegará el día en que con el currículum del chef y los enunciados de los platos baste, y una pueda vivir la experiencia gastronómica de ir al restaurante, sentarse, escuchar, leer, pagar y largarse. Yo he venido a comer, señores. A comer.
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