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A Gusto
Columna
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El Día de la Madre o el día de comprar un trasto para la cocina a quien no sabes qué regalar

Algunos artilugios crean dificultades en la cocina mientras resuelven problemas que nunca existieron. Son más difíciles de limpiar que de usar y no compensan el tiempo que supuestamente ahorran

Dia de la Madre
Maria Nicolau

Si me dejo guiar por Amazon e Instagram estos días previos al Día de la Madre, la cocina de mis sueños es la Batcueva, un espacio amplio y diáfano, a medio camino entre un hangar y una despensa, donde una infinidad de aparatos electrónicos de última generación me esperan en perfecto estado siempre listos para ser usados. Pero pese a contar en mi haber con un fuerte sentido de la justicia, un alma atormentada por los dilemas morales, una infancia difícil y unas cuantas decisiones vitales éticamente cuestionables, no soy un magnate millonario y no tengo un harén de amigos ingenieros trabajando a mi servicio. Mi realidad no se parece tanto a la de Batman como a la del Inspector Gadget. Soy alguien que vive con una cocina pequeña sorteando sus propias torpezas y los obstáculos que el ajuar pone en su camino.

Me gusta el zumo de frutas recién hecho, pero la licuadora que me regalaron hace cinco años por Navidad duerme en una caja al fondo del armario rinconero. Para llegar a ella tengo que apartar y recolocar el resto de los trastos de uso más frecuente, sacarla del envoltorio, desmontarla y pasarle un trapo para eliminar restos de polvo, montarla correctamente de nuevo, encontrar una alternativa al vaso de plástico original que salió un día deformado del lavavajillas, pelar, lavar y cortar los vegetales, usarla, limpiarla, secarla con mimo para que la próxima vez que la use no huela a revenido, volver a guardarla en la caja y devolverla al fondo del armario de donde salió.

Me encantan los bikinis y la sandwichera no me parece una mala idea. Pero la realidad es que, independientemente de las virguerías que sean capaces de hacer cada uno de los diferentes modelos del mercado, el mecanismo que mantiene las dos mitades de la máquina unidas a presión para aplastar los bocadillos siempre es una sufridísima lengüeta de plástico, que también siempre es lo primero en romperse el día que, inevitablemente, el trasto toca tierra. A la práctica, no queda sino fabular qué podría hacerse con ese minuto y medio de tiempo que una ahorraría no teniendo que estar apoyándose haciendo peso, manteniendo cerrado el aparato, hasta que la cena esté lista; procurando a la vez no obsesionarse con los restos de mantequilla y queso derretido que van llenando las rebabas, los muelles de las juntas y las rendijas de un aparato eléctrico que no puede mojarse.

La tostadora de sobremesa americana es hija de un imperio en el que no existe el pan de payés, ni la rebanada gorda, ni, aparentemente, la voluntad de nadie de revivir media barra de pan o un croissant de ayer con un golpe de calor; una criatura caprichosa que cambia la velocidad de tostado según si la miras o no, y un cementerio de elefantes donde van a morir migas y chuscos de pan por siempre inalcanzables al fondo del abismo de un aparato que, de nuevo, no se puede enjuagar bajo el grifo del fregadero.

En la pestaña de recomendaciones para el Día de la Madre de Amazon se agolpan los robots de sobremesa, las licuadoras de pie con nombres astronáuticos terminados en X, nuestras amigas las freidoras de aire (trasto que nadie me va a convencer de que no sea una sartén castañera posada sobre un calentador del baño), o centrifugadores de lechuga eléctricos con precios de centenares de euros. Bártulos cuya existencia se me antoja difícil de justificar en una cocina donde ya haya una sartén, una espátula, un túrmix, un colador, una olla, un par de cuchillos y algo de maña.

Mi problema con estos artilugios no es que seduzcan a la gente y les induzcan a gastar grandes cantidades de dinero en objetos cuyo único propósito real no tiene nada que ver con ayudar en la cocina, sino con satisfacer la necesidad de regalarle algo a quien no sabes qué comprarle. Cada cual es libre de hacer con sus ahorros lo que considere. La cuestión que me turba es que crean dificultades en la cocina mientras resuelven problemas que nunca existieron.

Alimentan la idea de que la cocina es una actividad difícil y compleja, inalcanzable sin ayuda tecnológica sofisticada. Obvian el hecho de que una cocina normal y corriente es un espacio limitado. Son más difíciles de limpiar que de usar y no compensan el tiempo que supuestamente ahorran. La mayoría no son aptos para el lavavajillas o tienen mecanismos delicados. Viven, en definitiva, de entorpecer una actividad que en el fondo es muy simple y está al alcance de todos.

Hasta hace cuatro días, la alternativa a freír eran hervir, planchar, estofar, pochar o asar. El mejor gadget de cocina jamás inventado sigue siendo el sentido común. De cara a domingo, alerta con los gadgets. Cuando regalamos un trasto no estamos regalando ayuda en la cocina, sino empujando a alguien a invertir espacio, tiempo y paciencia.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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