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La nueva pelea entre Ayuso y el Gobierno central se libra ahora en La Cantueña

La Comunidad de Madrid ampliará el centro de acogida y se suma a Valencia y Murcia en pedir la expulsión de migrantes “con dificultad para integrarse”

El Centro de menores de La Cantueña, entre Fuenlabrada y Parla, antes de su rehabilitación.
Jacobo García

Desde fuera, La Cantueña es un lugar en mitad de la nada donde lo más cercano es un polígono industrial. El edificio podría pasar por un viejo internado al que han lavado la cara, un organismo oficial en desuso o lo que es, una construcción de la que todas las administraciones se olvidaron durante 25 años hasta que hace un año la Comunidad de Madrid decidió invertir allí ocho millones de euros para cambiar las verjas oxidadas y los grafitis, levantar camas y cocinas y meter a unos 100 menores. Ese es su aspecto exterior, pero dentro, en el centro de primera acogida de menores no acompañados, se gestiona, sin embargo, un “polvorín” y un futuro gueto, dicen quienes ahí trabajan y alucinan con la nueva vida que tiene.

En este rincón periférico de Fuenlabrada, se levanta una mole de cemento de cuatro alturas que iba a ser un centro de interpretación de la naturaleza y terminó siendo un centro de acogida con una capacidad para 96 plazas, todas ocupadas con chicos llegados en los últimos meses desde Marruecos, Malí, Guinea-Conakri y Senegal. El centro, gestionado por una empresa concesionaria, está pensado para ser transitorio, pero muchos de sus residentes acaban pasando allí meses enteros o un año, como en el de Hortaleza. La Comunidad de Madrid ha anunciado planes para ampliar sus instalaciones ante la posible llegada de 700 nuevos menores desde Canarias, como resultado del acuerdo para redistribuir a estos jóvenes entre las comunidades autónomas. Una decisión que el gobierno regional ha recurrido al Tribunal Constitucional.

El día a día en La Cantueña es tan espeso como las alubias que se sirven. Hay comidas a horas fijas, talleres formativos, salidas programadas, vigilantes privados y educadores sociales que se multiplican para cubrir las carencias. El ambiente, según describen uno de los 90 trabajadores del centro, “oscila entre lo precario y lo explosivo”. “Estamos al límite”, cuenta una trabajadora social que prefiere no dar su nombre. “No hay personal suficiente para cubrir tantos turnos, muchos chicos tienen traumas o adicciones que no se están atendiendo y la convivencia es difícil con tantos adolescentes. Hay mucha tensión, mucho encierro”. A la escasez de personal o la falta de actividades al aire libre de un centro que funciona al límite de su capacidad se añade la tensión entre subsaharianos y magrebíes. “Los marroquíes se creen los dueños del centro”, se queja un joven congoleño.

Los trabajadores temen identificarse por miedo a represalias, los sindicatos no tienen presencia en un centro de reciente creación, la oposición no ha podido entrar y lo poco que se sabe del centro en que previsiblemente llegarán 700 jóvenes más en las próximas semanas. Lo poco que se sabe sale de frases cortas de quienes no tienen muchas ganas de hablar: trabajadores y menores. “No tenemos ni idea de lo que está sucediendo dentro del centro”, dijo el alcalde de Fuenlabrada, Javier Ayala. “Todo es secretismo en torno a este lugar”, añadió el responsable de Comisiones Obreras.

La última pelea, ocurrida el último día de marzo, obligó a intervenir a la Policía Nacional y terminó con 12 de los jóvenes detenidos por un delito de riña tumultuaria. La reyerta comenzó alrededor de las 14.00 horas en el comedor, donde volaron los extintores y las bandejas, contaron testigos de la pelea. Cuando los educadores y personal de seguridad intentaron intervenir, también fueron agredidos. El incidente terminó con siete trabajadores y dos menores heridos.

“Fue algo puntual, pero simbólico”, admitió un trabajador del turno de noche. “Hay miedo, hermetismo y mucha rotación de personal con sueldos de miseria”, explicó Lorena Morales, diputada del PSOE en la Asamblea y una de las personas que mejor conoce la situación en los centros de acogida de la Comunidad de Madrid. “La pelea no fue más grave porque Dios no quiso”. Cuando hace casi un año la presidenta Isabel Díaz Ayuso anunció el proyecto, lo describió como un “centro de referencia para la integración y formación” donde se enseñaría a los jóvenes español, las normas del Estado o cómo lograr la inserción sociolaboral.

Las dos peleas, la que se vivió dentro del centro y la que mantienen el Gobierno central y el autonómico, han servido a la Comunidad de Madrid para pedir la expulsión de cuatro de los menores que participaron en la pelea mientras estudia “otros muchos” de expedientes más de menores con “dificultades de adaptación” para pedir su expulsión del país. La Comunidad de Madrid no tiene competencias de este tipo, pero la ley habilita para pedírselo al Gobierno. El portavoz, Miguel Ángel García, anunciaba de esta forma a primeros de este mes un nuevo tono en política migratoria de la Comunidad de Madrid y que incluye la palabra “expulsión”, en sintonía con lo que se escucha en Murcia o en Valencia, gracias a los acuerdos con Vox.

El segundo foco de tensión con La Cantueña tiene que ver con el reparto que se hará dentro de la Comunidad de los casi 700 que llegarán desde Canarias. Díaz Ayuso ha dejado ver que todos los menores irán a La Cantueña, hoy al 100% de ocupación, lo que no gusta al ayuntamiento socialista de Fuenlabrada, que pide que los jóvenes sean distribuidos por otros municipios. Según el vicepresidente del Colegio de Educadores Sociales de Madrid, Adolfo Rodríguez, “los centros de menores masificados suponen un modelo caduco. Deberían ser más comunitarios, lugares en los que los niños participen de las actividades y del día a día de los barrios. Este tipo de lugares dificultan que, por ejemplo, puedan ir andando al colegio. El cambio debe apostar por centros más pequeños, de unos 10 o 12 niños como máximo. De esta forma, el profesional puede apoyarles mejor. Tienen que ser lugares con atención más individualizada para lograr una atención adecuada”, dijo. Pero como sucede con casi todos los debates que tienen que ver con Madrid, el asunto se elevó rápidamente al contexto nacional.

Óscar López, ministro y líder de los socialistas madrileños, llamó “racista y xenófoba” a Ayuso. “¿Se imagina que el Gobierno central hubiera dicho todos (los menores no acompañados de Canarias) a Madrid?”, criticó. Por su parte, la Comunidad de Madrid calificó de “cínico” al alcalde de Fuenlabrada por no querer que lleguen a su municipio los jóvenes que trae el presidente de su partido.

Polígono Cobo-Calleja, el lugar más cercano del Centro de menores de La Cantueña. Foto: Santi burgos

La Cantueña es un lugar polémico desde que hace un año la Comunidad decidió que este era el lugar. Fuenlabrada protestó, dijo que el edificio era suyo y Ayuso respondió ‘manu militari’ con el artículo 163.5 alegando “motivos de urgencia o interés general”, para instalar ahí el centro sin necesidad de acuerdo entre administraciones. Este miércoles la justicia volvió a dar la razón a la Comunidad de Madrid porque interpreta que el Ayuntamiento socialista no estaba haciendo uso del edificio. Fuenlabrada, sin embargo, lo interpretó como un ataque a la ciudad por socialista y Ayuso justificó la decisión por el descontrol migratorio de Pedro Sánchez. En resumen, mismos argumentos que hace un año cuando ni siquiera se hablaba de Canarias.

Mientras tanto, en el centro, la vida sigue ajena al enfrentamiento político que generan los casi 100 chicos y los otros cientos que vienen en camino. La gestión de La Cantueña se adjudicó a dedo por 20 millones de euros al Grupo El Castillo, un heterodoxo grupo que le apuesta a cualquier cosa que dé dinero. Igual que gestiona una veintena de centros de la tercera edad, enfermos mentales, discapacidades psíquicos o centros de acogida…, pero también hoteles en Austria, residencias universitarias o el cultivo de sandías y calabazas en Senegal. En el interior trabajan más de 100 personas, entre ellos 24 educadores sociales, 20 ayudantes educativos, 16 mediadores interculturales, cinco monitores de talleres y tiempo libre y cuatro trabajadores sociales, además de guardias, administrativos, cocineros, un médico, un psicólogo y tres maestros de primaria para cubrir 24 horas diarias los siete días de a semana, según dice el acuerdo para la contratación. En el edificio, los módulos están separados por vallas metálicas y los dormitorios compartidos están llenos de literas con armarios que pueden cerrarse con candado. En las paredes hay murales con frases optimistas —”Tú puedes cambiar tu historia”— que contrastan con la desesperanza en los pasillos.

Fuera del centro, nada más poner un pie en la calle, los chicos se encuentran con la autovía de Toledo, la A-42, con tres carriles por sentido. No hay ni una tienda, ni una casa, ni un instituto, ni un centro de salud, en muchos metros a la redonda y a 600 metros están los primeros edificios y unas naves industriales con grandes letreros en chino. Una isla en mitad de la nada. Los más aventureros se lanzan a clases de español por la tarde que la organización Somos Acogida tiene a Ciudad de Pegaso. “Dos horas y media en ir y otras dos horas y media en volver caminando”, dijo Emilia Lozano, presidenta de la organización, que los recibe y escucha cada día.

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Sobre la firma

Jacobo García
Antes de llegar a la redacción de EL PAÍS en Madrid fue corresponsal en México, Centroamérica y Caribe durante más de 20 años. Ha trabajado en El Mundo y la agencia Associated Press en Colombia. Editor Premio Gabo’17 en Innovación y Premio Gabo’21 a la mejor cobertura. Ganador True Story Award 20/21.
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