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El sueño roto de Adama y Mami Keita: la historia de una madre y su hija de cinco años que se ahogaron tras volcar un cayuco en El Hierro

Siete personas murieron el 28 de mayo cuando la embarcación en la que viajaban se dio la vuelta llegando ya a puerto. EL PAÍS ha localizado en un pequeño pueblo de Guinea-Conakri a la familia de dos de las fallecidas en el trágico accidente

Mami Keita, de cinco años, y su madre, Adama, de 27, muertas el 28 de mayo frente a las costas de El Hierro.
José Naranjo

En la mañana del 28 de mayo, un cayuco con 152 personas a bordo, entre ellos 45 mujeres y 29 niños, es avistado a unos 11 kilómetros de la isla canaria de El Hierro. Un barco de Salvamento Marítimo acude hasta el lugar y acompaña a la barca hasta el puerto de La Restinga. Todo va bien, el mar no está muy agitado y el cayuco navega sin problemas. En el momento del desembarco, ya en el puerto, los pasajeros se precipitan hacia una de las bandas y el cayuco se da la vuelta. Y lo que podría haber sido solo un contratiempo se convierte en tragedia. La embarcación oculta tres compartimentos de madera en los que viajan hacinados las mujeres y los niños. Unas cajas grandes que se usan para guardar el pescado y que supuestamente iban a servir para proteger de las inclemencias del trayecto a los más vulnerables se torna de pronto en una trampa mortal. Salir de ahí resulta imposible para algunos, que acaban ahogándose ante la impotencia de los equipos de salvamento y de todos los que los rodeaban. Cuatro mujeres y tres niñas mueren en el accidente y las imágenes, retransmitidas en directo por la Televisión Canaria, dan la vuelta al mundo.

Adama Keita y su hija Mami, de apenas cinco años, murieron ese día en aquel cayuco.

A 2.000 kilómetros de allí, en su pueblo natal, Kolaboui, en Guinea-Conakry, se fueron enterando poco a poco de lo que había sucedido. La noticia llegó a través de las llamadas de los supervivientes cuatro días después de la tragedia, pero nadie reunía el valor de contárselo a la familia de Adama. Ese mañana, Djeinabou Kamara, su madre, se levantó temprano para ir a vender al mercado. Su hermana Mariama salió a comprar. “La gente nos miraba raro”, recuerda. “Veía que hacían corrillos y estaban comentando algo, pero se callaban a nuestro paso. Saludé a una amiga de Adama con la que suelo hablar un rato, pero ese día pasó de largo. Yo me preguntaba qué estaba pasando”. Hasta que un vecino les dijo algo de un naufragio. La peor de las sospechas se confirmó sobre las tres de la tarde, cuando una de las supervivientes, desde Canarias, les dijo que Adama y Mami habían muerto ahogadas.

De izquierda a derecha, Mariama Keita, Moussa Keita y Djeinabou Kamara, hermana, tío y madre de Adama Keita, en la habitación de ella en Kolaboui (Guinea Conakry).

“Nos quedamos en shock, no sabíamos siquiera que se habían ido”, explica Mariama. “La mamá no podía parar de llorar y estaba muy preocupada porque le habían dicho que, donde los blancos, si no compras la tierra para ser enterrado, entonces incineran tu cuerpo. Afortunadamente, nos dijeron que ambas habían sido enterradas y nos enviaron incluso un vídeo con sus tumbas. Esto fue un pequeño alivio, pero la pena por la pérdida de las dos va a estar siempre”.

Según el relato de los supervivientes, el viaje duró unos diez días e incluyó una parada en Mauritania porque se les habían acabado los víveres. En un vídeo que sobrevivió a la tragedia se puede ver a Adama y Mami en las primeras horas de la travesía, la primera aún bromeando y la pequeña jugando con un móvil. Decenas de personas las rodean protegidas del sol bajo unos plásticos. Ninguno podía imaginar cómo iba a terminar aquel viaje.

Adama tenía 27 años. Dicen que era alegre, sonriente, popular. Siendo una niña perdió a su padre, Djibril Keita, enfermo de una diabetes que apenas se pudo tratar. Su madre sacó adelante como pudo a sus cinco hijos, pero Adama no tuvo otra opción que abandonar la escuela y ponerse también a trabajar. Hacía un año que se había ido a Conakri, capital del país, donde se buscaba la vida vendiendo vestidos, camisas y trajes de mujer. “Siempre quiso darle a su hija la vida que ella no pudo tener. Quería que Mami estudiara, que fuera independiente, que tomara sus decisiones. Sabíamos que quería irse a Occidente, pero no así, no tan rápido”, asegura Mariama Keita.

Pese a su juventud, tenía ya dos hijas. La mayor de ellas, Kalissa, de 13 años, está en Túnez con una tía. La pequeña, Mami, de cinco, se había quedado en Kolaboui a cargo de su abuela y de su tía Mariama mientras Adama intentaba salir adelante en la capital. “Mami era una niña especial, era mi piedra preciosa”, asegura Mariama. “Nada podrá llenar el hueco que deja en nuestras vidas. Era la alegría de esta casa ahora triste y apagada”. Moussa Keita, tío paterno de Adama que asumió ser sostén de la familia tras la muerte de Djibril, asiente con la cabeza y se mueve incómodo en la silla. A su avanzada edad, corta y vende madera como ha hecho durante toda su vida en un pequeño taller que funciona a trompicones. Apenas les da para comer.

Se escucha un ruido largo, creciente y cada vez más ensordecedor. Un tren cargado de bauxita, la gran riqueza mineral de Guinea-Conakry, pasa a 30 metros de la casa. Las gentes de Kolaboui no giran la cabeza. Ni se inmutan. Lo han visto transitar miles de veces a lo largo de su existencia. Algunos vecinos trabajan para la compañía minera, pero la mayoría ven salir ese tesoro sin que les roce el más mínimo beneficio. Entre las calles de tierra y las casas a medio hacer, un adolescente hace malabares en un monociclo por ver si cae algún billete mientras, desde lejos, le observa un grupo de jóvenes que fuma Kush, una mezcla de cannabis con opiáceos que se ha convertido en la destructiva droga de moda en África occidental.

En este pueblo, cruce de caminos entre las lenguas de asfalto que llevan a las ciudades de Boké y Kamsar, la tentación de Europa es poderosa. Antes, el viaje podía durar semanas o incluso meses, cruzando por tierra hasta Senegal o Mauritania para coger el cayuco o yendo por el desierto hasta Túnez para intentar el Mediterráneo. Miles han transitado esos caminos. Pero desde el pasado mes de abril hay barcas que salen directamente desde Guinea-Conakri hasta Canarias, una travesía durísima y peligrosa para cubrir una distancia de más de 2.000 kilómetros pero que puede reducir el periplo a menos de dos semanas. La noticia fue saltando de boca en boca, de pantalla en pantalla, hasta llegar a los ojos y los oídos de Adama. Y la semilla del viaje, esa vieja idea que le rondaba desde hacía tiempo, germinó de repente.

Todo sucedió en un suspiro. A mediados de mayo, una amiga de la familia pasó por la casa a recoger a Mami y llevarla junto a su madre. Nadie sospechó nada. “Adama ni siquiera pasó a despedirse, debió ser muy duro para ella”, recuerda Mariama. En el puerto pesquero de Kamsar, a unos 30 kilómetros de Kolaboui, decenas de cayucos que se usan para la pesca o el transporte yacen con placidez en el agua mientras las mujeres venden el pescado en medio del desordenado trajín de gentes que van y vienen. Fue de aquí de donde zarpó la embarcación al amparo de la noche. A bordo, decenas de hombres, mujeres y niños, familias completas espoleadas por el sueño de salir de esta pobreza, siguiendo los pasos a las piedras de bauxita que también emigran al norte.

El cayuco en el que fallecieron Adama y Mami Keita en la isla de El Hierro a finales del pasado mayo.

Mariama se lamenta por la forma en la que tienen que emigrar sus compatriotas. “Si no tienes dinero es imposible conseguir un visado, pero para la mayoría quedarse no es una opción”, reflexiona. “Para la gente pobre que tiene el sueño de dar un futuro a sus hijos, como era el caso de Adama, emigrar en cayuco es muchas veces la única salida que ven, aunque pongan en peligro su vida”.

Adama y Mami ya no están, pero su rastro se intuye por todas partes. En el extraño silencio de su casa familiar. En la tristeza apenas contenida de Djeinabou, que prepara una bolsa de anacardos para llevar al mercado mientras se traga las lágrimas. En el arrastrar de pies de Mariama, que barre la habitación y hace las camas, buscando maneras de llenar el vacío. En la bicicleta rosa tirada en una esquina del salón sin muebles ni televisor. En las miradas esquivas de los vecinos y en las risas que ya no se escuchan. Desde aquel domingo de mercado en que la noticia acabó por llegarles, esta familia no encuentra consuelo. Los cuerpos de Adama y Mami y sus sueños rotos reposan para siempre sepultados en dos nichos blancos de un cementerio a más de 2.000 kilómetros de distancia.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).
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