Los hijos de la inmigración en Torre Pacheco, en la diana: “A sus ojos seguimos siendo moros”
La zozobra se extiende por el pueblo mientras los grupos de ultras siguen alentando una “cacería” de inmigrantes

Está prohibido jugar más allá de la sombra que proyecta el portal. De ahí para allá, es ahora tierra prohibida para la familia de Abdelhakem. La calle ahora no se pisa. Estar fuera no es seguro: de una semana para la otra, la gente como él, su esposa, y sobre todo sus cuatro hijos están en el punto de mira. El menor, Iyad, de ocho años, no se aleja un milímetro de su hermana Ikhlass, de 16. Desde dentro les observan sus padres y su hermana mayor, Sara, de 24. Por esa misma acera, ultras llegados de fuera llevan tres noches persiguiendo a los vecinos.
Abdelhakem, el padre, de 57 años, llegó a Torre Pacheco cuando el pueblo murciano no era la mitad de lo que es ahora, en 1991. La localidad no llegaba a los 20.000 habitantes y ahora dobla esa cifra. “Entonces éramos todavía muy pocos marroquíes que estábamos llegando a trabajar”, dice en la sala de su casa, flanqueada por un sofá en forma de U, como se acostumbra en el país en el que nació. Pasó el primer año construyendo un invernadero y después a labrar el campo: a recoger pimiento, brócoli, lechuga. Los que como él venían llegando desde finales de los ochenta y siguieron llegando en las décadas que vendrían han seguido nutriendo la huerta que hoy produce un melón que aclaman en todas partes.
Sara, Ikhlass, Iyad, todos han nacido, se han criado y han ido a la escuela en Torre Pacheco. El más pequeño ya no habla árabe, se ha quedado con el español. A Marruecos no van nada más que de vacaciones. Pero ahora sienten que esta calle no es suya. “Ahora vamos al Mercadona y tenemos miedo”, dice Sara. La batida que han promovido en la última semana grupos de ultras por redes sociales y en la calle les ha pasado por encima. Hace ya días que el ataque al hombre sexagenario en el pueblo supuestamente por jóvenes de origen magrebí ha dejado de ser la razón de la convocatoria y ahora es odio desatado contra los que siempre han estado aquí. “Nosotros, los extranjeros, también hemos levantado España”, dice Sara, que se incluye en el grupo pese a que nació aquí.
Mohammed —que no se llama así pero prefiere identificarse con ese nombre para el reportaje— no lleva aquí toda su vida. Tiene 19 años y es de los que ha llegado hace relativamente poco, hace dos años. Tampoco ha venido con su familia. Llegó solo a bordo de una patera a Cartagena cuando todavía era menor de edad. Fue a dar a un centro de menores en un pueblo vecino en el que acabó cumpliendo la mayoría de edad. Aunque el Gobierno tendría que haberle gestionado los papeles, ha terminado saliendo de allí sin ninguna documentación y acabó en Torre Pacheco. “Hay días que como y días en los que no como”, confiesa. Trabaja al menos dos días a la semana en el campo y el sábado en el mercado, suficiente para conseguirse 150 euros que paga de alquiler. Youssef, de 20 años, que pasa la tarde con él sin hacer mucho, intentó probarse en el campo, pero ya no quiere trabajar allí. El calor es inclemente, no está bien pagado y los jefes, dice, le tratan mal. Ahora mismo no está trabajando. Quiere ser camarero, cocinero o peluquero. En cuanto caiga la noche, tiene previsto meterse en casa. No quiere cruzarse con los ultras que vienen a perseguirles. “Claro qué hay miedo, ¿pero qué voy a hacer?”.
Cuatro noches consecutivas de terror han bastado para ahondar una fractura que ya estaba allí, pero con la que se convivía. El 30% de la población en Torre Pacheco —cifra que da el propio alcalde— es de origen inmigrante, mayoritariamente marroquí. Aunque no hay fronteras invisibles en el municipio y en términos generales se llevan bien, está claro que el barrio de San Antonio es el corazón de la comunidad de origen magrebí. Allí viven unas 4.500 personas, dice el Ayuntamiento, —el 10% de la población del municipio— la gran mayoría trabaja el campo, muchos otros regentan tiendas en el barrio. Hay chavales que pasan el día en la calle. No suele tener mucha presencia policial. Hasta ahora. En las últimas tres noches, Guardia Civil y Policía Local han formado un nutrido cordón policial a la entrada de San Antonio para impedir que los ultras entren a esas calles, como lo hicieron con toda la facilidad el sábado por la noche. En la del domingo, como no pudieron pasar, reventaron un local de kebab en un punto apartado.
Los padres de Salah —prefiere ser citado con ese nombre ficticio— fueron de los primeros en llegar, en 1989. Él tiene 24 años y es en realidad un pachequero de toda la vida. Pero siempre ha habido algo. “A sus ojos seguimos siendo moros”, dice. “Es como cuando estaba en el colegio y los otros invitaban a toda la clase a un cumpleaños menos a mí; eso me pasó y era más por sus padres que por los mismos críos”, cuenta. “Ven que tienes un nombre diferente, que tu madre a lo mejor lleva pañuelo —dice— pero es que el pueblo lo formamos todos, yo soy orgulloso de ser hispanomarroquí”. Ya terminó un grado superior en mecánica y ahora está estudiando derecho. Aunque está en el pueblo, prefiere atender esta entrevista por teléfono, porque por estos días no quiere bajar a la calle. “Que vengan 40 personas, con la cara tapada, con bates, corriendo detrás de ti, quién no va a tener miedo”.
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