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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Torre Pacheco: manual para una revolución involuntaria

Harán una trampa discursiva y mezclarán la precariedad y el miedo, para trasladarlo a un conflicto racial

Altercados protagonizados por grupos ultra en Torre Pacheco este sábado.
Mohamed El Amrani

Lo que ha pasado en Torre Pacheco no es un hecho aislado. Como hace unas semanas en Salt (Girona), y como en tantos otros lugares invisibilizados, es la consecuencia de años de abandono, desigualdad y políticas que solo reaccionan cuando ya es tarde. Para entender cómo se llega a este punto —cómo se llega al escenario perfecto para que todo estalle— basta seguir unos cuantos pasos. Primero hace falta un barrio donde se concentran pobreza crónica. Mejor si está estigmatizado, olvidado, con equipamientos al límite y escuelas donde la segregación sea la norma. Le podemos añadir precariedad, desafección institucional y políticos que miran hacia otro lado. Eso sí, que no falten discursos vacíos sobre convivencia, y donde parezca que con decirlo eso ya exista.

Luego haría falta algo que lo encienda todo. En Torre Pacheco fue una agresión brutal y desalmada: un ataque a un anciano que le dejó heridas que merecen toda profunda condena. No hay justificación posible. La violencia siempre es inaceptable. Ese ataque provocó la rabia de todos los vecinos. Porque ahí es cuando aparecen los de siempre. Los que convierten el miedo en herramienta política. Luego harán una trampa discursiva y mezclarán la precariedad y el miedo, para trasladarlo a un conflicto racial. Y lo harán sin escrúpulos, marcando una división entre los vecinos del pueblo e ir “casa por casa” a buscar migrantes. Y de repente ocurre lo más peligroso: hay quien empieza a creérselo. Llámalo batalla cultural o relato, pero esa idea de enfrentamiento racial entre vecinos que han convivido durante décadas ahora cala. ¿Resultado? Un enfado en base a un discurso indefinido, cómodo, viral. Que no resuelve nada, pero ofrece culpables inmediatos. Mientras tanto, la política que debería estar construyendo convivencia, llega tarde. O ni llega. La frustración no se disuelve, se enquista.

Toda esta instrumentalización nos ha llevado a convertir los problemas socioeconómicos en batallas raciales donde se normaliza perseguir a personas migrantes, por el simple hecho de serlo, llevándonos a tiempos oscuros. Cuando se simplifica la complejidad de la exclusión en una lucha identitaria entre “nosotros” y “ellos”, no solo se pierde el foco: se pierde el rumbo. España ha construido, con todas sus imperfecciones, un modelo de convivencia basado en relaciones vecinales, complicidades y redes informales que no suelen ocupar portadas, pero que sostienen barrios enteros. Esa es la noticia. Frente al ruido, también existen manifestaciones —menos virales, pero más valientes— que defienden la convivencia sin matices, que llaman a las cosas por su nombre. La fuerza de este país está en la gente que se mira a los ojos y se reconoce en sus debilidades y fortalezas, la que va más allá del enfrentamiento y entiende que la lucha no es racial, es social. Porque los manuales que explican cómo se rompe todo, tarde o temprano, deben convertirse en manifiestos sobre cómo volver a construir un futuro compartido.

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