Una biblioteca que tiene una puerta en Canadá y otra en Estados Unidos (que ahora está cerrada)
Una línea trazada en el suelo divide los pueblos de Stanstead y Derby Line. El primero es canadiense; el segundo, estadounidense. Justo encima de esa línea se levanta una biblioteca. Hasta ahora no ha habido problemas, pero todo ha cambiado con la vuelta de Donald Trump

Sylvie Boudreau calcula que en tres semanas habrá participado en unas 50 entrevistas, algunas para medios internacionales (“suizos, suecos, alemanes, franceses. Hoy tú y unos japoneses. La semana que viene, Al Jazeera”, enumera). Algo bastante inusual para una jubilada canadiense que vive en un pueblo de 3.000 habitantes. Pero el pueblo en cuestión, Stanstead, en Quebec (Canadá), está en la frontera con Estados Unidos y en el último mes se ha convertido en el símbolo viviente de la compleja situación que la Administración de Donald Trump ha creado entre los habitantes de las dos naciones colindantes.

Boudreau es la presidenta del patronato de la biblioteca y ópera Haskell, cuya colección de libros y escenario están ubicados en Stanstead, mientras que la entrada principal y la mayoría de los asientos de la ópera se encuentran en Derby Line, el pueblo del lado estadounidense, en Vermont. Declarado sitio histórico nacional por los dos países, su interior, además de contar con una interesante selección de literatura en francés —lengua oficial en Quebec— y en inglés, está repleto de obras de arte y objetos que dan muestra de la amistad entre las dos naciones. El único signo de división es una cinta negra adhesiva en el suelo que señala en qué parte del mapamundi estás.

A mediados de marzo, Boudreau recibió un correo electrónico de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EE UU con el asunto “grandes cambios”: el Gobierno estadounidense había decidido unilateralmente prohibir el acceso de los canadienses por la puerta principal de la biblioteca. Hasta entonces, para entrar en la biblioteca los residentes canadienses llevaban más de un siglo cruzando al lado estadounidense simplemente continuando su camino por la acera lateral del edificio victoriano, sin necesidad de presentar identificación alguna o someterse a controles fronterizos.
A Boudreau le brillan los ojos cuando habla de Haskell: “Es un lugar de hermandad. Un espacio que Martha Stewart Haskell mandó construir en 1901 con la intención de reunir a las dos comunidades para compartir su amor por la lectura, las artes y la cultura. Un lugar donde no importaba si eras estadounidense o canadiense; las diferencias no tenían cabida aquí”. La misión fundacional hace todavía más significativo el hecho de que, desde hace unas semanas, quienes quieran acceder desde Canadá tengan que hacerlo a través de una salida de emergencia en la parte trasera del edificio, que Boudreau y su equipo han habilitado temporalmente con una rampa de madera y unas alfombrillas.
Algunos vecinos de Stanstead entienden la decisión de los estadounidenses (“no dejarías abierta la puerta de tu casa a extraños”, decía una señora en la panadería del pueblo), pero otros se sienten humillados. Como Nicole Blouin, que accedía malhumorada por primera vez por la nueva entrada para canadienses, a través de la que, en vez de llegar al vestíbulo principal, se aparece en una esquina recóndita de la sección de libros en francés. Resoplando y diciendo en voz alta “¡esto es ridículo!”, Blouin, que se presenta como actriz y escritora, se lamentaba de que las tensiones geopolíticas estén impactando a un espacio para la cultura como este; su cabeza solo puede ir a escenarios distópicos como el de Fahrenheit 451.

Boudreau prefiere mirar hacia adelante. A las pocas horas de recibir el e-mail con el anuncio de la prohibición del acceso a la puerta principal desde Canadá, organizó una campaña de crowdfunding para convertir la salida de emergencia en una verdadera puerta de entrada principal para los canadienses. En 48 horas ya había logrado recaudar 100.000 dólares. Y desde que la historia tomó dimensiones internacionales, las donaciones no han parado de llegar a la biblioteca y al Ayuntamiento de Stanstead: canadienses indignados, estadounidenses abochornados y curiosos de todo el mundo les han hecho llegar más de 200.000 dólares.
“El anuncio del cierre de la entrada principal a los canadienses no me cogió por sorpresa”, confiesa, y añade que llevaba dos años y medio preparándose para este momento. En este tiempo ya había identificado la posible entrada alternativa para el lado canadiense. “La seguridad fronteriza siempre ha sido algo importante para los estadounidenses, también con Biden y con Obama. Da demasiados problemas. Las administraciones anteriores habían sido más permisivas con la biblioteca, pero ahora las cosas han cambiado. Y están en su derecho”. Boudreau sabe de lo que habla; antes de dedicar sus días al patronato de la biblioteca, fue agente de aduanas y guía canina en el puesto fronterizo de Stanstead.

Haskell está en el punto de mira desde que entre 2010 y 2011 un montrealés contrabandease unas 100 armas desde Vermont a Quebec, usando el baño de la biblioteca como escondite para alguna de ellas. Y en el primer mandato de Trump, volvió a las páginas de los periódicos al convertirse en un lugar de encuentro para familias iraníes afectadas por el veto migratorio a ciudadanos de seis países de mayoría musulmana.
La frontera de 8.891 kilómetros que separa Canadá y EE UU suele describirse como la más larga del mundo sin militarizar. El historiador Asa McKercher, titular de la cátedra de investigación Steven K. Hudson en relaciones Canadá-EE UU, la caracteriza como fluida, históricamente fácil de transitar. “Cuando era niño, en los años ochenta y noventa, no necesitabas pasaporte. Para cruzar la frontera bastaba con que el conductor mostrase su carné de conducir. Después del 11-S se empezó a requerir un pasaporte, lo que supuso un cambio importante en la forma de pensar sobre la frontera”, recuerda.

Pese al endurecimiento de los controles tras los ataques terroristas, la frontera entre los dos países norteamericanos ha sido durante mucho tiempo un modelo de gestión, innovación y cooperación en políticas fronterizas. “Dos países ferozmente independientes han demostrado que la soberanía, la seguridad y una frontera abierta al comercio y al tránsito eran compatibles y estaban en el mejor interés de ambos”, escribían recientemente Laurie Trautman, directora del instituto de investigación de política fronteriza de la Western Washington University, y el periodista estadounidense Edward Alden en un artículo para el diario canadiense The Globe and Mail.
Aunque tradicionalmente la inmigración ilegal de Canadá a EE UU ha sido insignificante si se compara con la procedente de la frontera sur, los cruces ilegales casi se duplicaron entre 2022 y 2024, particularmente en un sector conocido como Swanton, que abarca Nueva York, Vermont y Nuevo Hampshire. El año pasado se produjeron 19.300 detenciones de inmigrantes en la zona, un dato preocupante si se contrasta con las 1.000 detenciones registradas dos años antes. Y un incremento que la Administración de Trump ha utilizado para justificar sus amenazas arancelarias.
En enero, el asesinato de un agente de la patrulla fronteriza de EE UU durante un tiroteo en el norte de Vermont volvió a poner el foco de atención en el sector de Swanton, precipitando un viaje a la zona de la recién nombrada secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, tan solo algunos días después. Durante su visita, Noem decidió desplazarse hasta Haskell. “No nos dieron ninguna razón, simplemente nos avisaron con un par de horas de antelación. Y apareció con los servicios secretos, patrulla fronteriza, funcionarios de aduana y hasta con perros antibombas”, cuenta Boudreau.

En un momento del recorrido guiado por el interior del edificio, Noem se detuvo delante de una de las líneas en el suelo que marcan la frontera que recorre Haskell. Burlona, empezó a exclamar “¡Estados Unidos!” y “¡Estado 51!” mientras saltaba de un lado a otro. Lo hizo hasta en tres ocasiones. “Los empleados y voluntarios de la biblioteca no daban crédito”, recuerda Boudreau. El gesto fue tan significativo que medios de todo el mundo se hicieron eco, lo que desencadenó que tres semanas después se anunciase el cierre de la entrada principal a los canadienses.
Las amenazas de Trump de convertir a Canadá en el Estado 51 de Estados Unidos han dominado el tono y la conversación entre los dos países desde que el republicano ganara las elecciones. Aunque, según un antiguo asesor del ex primer ministro canadiense Justin Trudeau, Trump ya utilizó esta idea como arma de presión en su primer mandato, este tipo de comentarios no habían sido públicos hasta ahora.
En los últimos meses, los canadienses han visto atónitos cómo el presidente del país vecino llamaba gobernador a su jefe de Gobierno y publicaba en las redes sociales comentarios sobre una potencial anexión. McKercher, el historiador experto en relaciones entre Estados Unidos y Canadá, no recuerda tensiones similares entre los dos países en la historia reciente: “Tendrías que remontarte a la década de 1860, durante la guerra civil estadounidense”.
La retórica actual de Trump incluye afirmaciones como que la frontera entre ambos países es una línea artificial trazada con regla. En una llamada con Trudeau en febrero llegó a decir que no creía que el tratado de 1908 que la delimita fuera válido. Algo a lo que McKercher responde sin paños calientes: “Trump no cree en el derecho internacional ni en que Estados Unidos deba estar limitado por tratados. En una de sus últimas órdenes ejecutivas, instruyó al Departamento de Estado y a otras agencias estadounidenses a revisar todos los tratados firmados por Estados Unidos para determinar si deberían ser anulados o si el país debería retirarse de ellos. Esto parece reflejar el deseo del señor Trump de conquistar Canadá, de ejercer presión sobre su economía y, quizás, de intentar anexionarla. Y muestra su interés en expandir la influencia estadounidense”.
Para muchos de los canadienses que viven en la frontera, estas tensiones son particularmente difíciles de digerir. Los vecinos de Stanstead, además de Haskell, comparten con Derby Line el agua, una planta depuradora y varios servicios deportivos. “Si no fuera por la frontera, no sabrías que son dos comunidades separadas. Los apellidos de las familias del lado estadounidense suelen ser franceses. Así que, aparte de nuestros amigos, también son nuestra familia. Muchos de ellos tienen familiares que viven aquí y viceversa”, explica Jody Stone, un informático y empresario nacido en Stanstead, que es desde 2021 el alcalde del pueblo quebequense.

Stone asegura que entre sus homólogos estadounidenses la intención es mantener las relaciones amistosas, cercanas y sólidas que habían caracterizado a estos pueblos fronterizos. Y cree que en caso de que el conflicto se agrave, lo único que está en su mano es seguir construyendo y fortificando estas relaciones, para que, de ser necesario, los vecinos ayuden a defenderlos, “ya sea de manera vocal o de cualquier otra forma desde su lado, porque obviamente van a tener mucha más influencia que nosotros”.
Sin necesidad de irse a futuros lejanos e improbables, algunos locales se preguntan si la crisis afectará a sus negocios. Karine Cantin, que regenta una coqueta panadería, tienda de comestibles y albergue con su marido, también habla de una comunidad muy unida, de estadounidenses que en las últimas semanas entran en su tienda, los abrazan y les piden disculpas por el caos que su Gobierno está creando. Y aunque trata de no dejarse llevar por la ansiedad, inevitablemente Cantin se pregunta si las amenazas de Trump llegarán a calar en la población. “Ahora sentimos aún más la urgencia de apoyar lo local, de cuidar nuestros espacios compartidos, como la biblioteca. Nosotros mismos ya vamos mucho menos a Estados Unidos”, concluye.

En marzo, el número de residentes canadienses que regresaron en coche desde Estados Unidos cayó casi un 32% en comparación con 2024. Algo que no se le escapa a Laura-Michèle G. Martin y Frédéric Melanson, jovencísimos dueños de una espectacular casa rural a 600 metros de Haskell. “Un 30% de nuestra clientela son quebequenses que iban a la costa este estadounidense. Así que puede que eso nos afecte negativamente”, dice Martin. Al preguntarle por la amenaza de anexión, Martin menciona algo clave en este tramo de la frontera: “Es una broma de mal gusto. Y aquí, además, somos francocanadienses”. Para los quebequenses, que llevan décadas luchando por mayor autonomía e incluso debatiendo si deberían separarse de Canadá, la idea de perder su identidad para convertirse en un Estado estadounidense resulta aún más inaudito. Este sentimiento se refleja en las últimas encuestas, que muestran un aumento inusual del orgullo patriótico canadiense entre los habitantes de Quebec.


De vuelta a Haskell, Kathy Converse, profesora de literatura inglesa jubilada y voluntaria de la biblioteca, ayuda a Sylvie Boudreau con las visitas de los turistas y, estas últimas semanas, con los periodistas. Los guía con dulzura, mostrándoles las mil maravillas del curioso edificio. “La biblioteca es mi lugar feliz”, dice sonriendo. “¿Es canadiense, Kathy?”, le preguntamos. “No, soy estadounidense. Y estoy avergonzada. Están pasando cosas que nunca pensé que llegaría a vivir”, se lamenta.
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