Un paseo por el barrio de Las Letras de Madrid
Las mejores plumas del Siglo de Oro, de Cervantes a Quevedo y Lope de Vega, pasaron por estas calles céntricas, estrechas y hoy peatonales, donde se mezclan las referencias teatrales y poéticas con algunos de los mejores bares de la ciudad


“¿No es cierto ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?”. El viajero que camine por la calle Huertas de Madrid estará más tentado de mirar al suelo que a las fachadas que le rodean. A lo largo de toda ella van apareciendo en letras doradas, cual pistas de un juego de orientación, citas famosas de la literatura española. Estamos en el barrio de Las Letras, en su calle más emblemática, una vía peatonal en ligero ascenso desde plaza del Ángel hasta la de Platería de Martínez, siempre llena de ambiente y con alguno de los bares más icónicos de la ciudad, en la que se rinde homenaje a sus vecinos más ilustres. Miguel de Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina… las plumas más excelsas del Siglo de Oro de la literatura española moraron, escribieron, deambularon y bebieron en algún momento de su vida en este céntrico barrio de Madrid, convertido hoy en uno de los preferidos para el ocio nocturno, de los bares y tabernas y de las actividades teatrales y literarias. Las Letras es el corazón dramaturgo de la ciudad.
Si tuviéramos que enmarcarlo en el plano de la ciudad, diríamos que el Barrio de Las Letras está en pleno centro, emparedado entre otras dos apetitosas zonas para el forastero curioso: el eje Sol-Gran Vía, por un lado, y el Paseo del Arte (es decir, el de los museos), por otro. Sus fronteras naturales serían la calle de la Cruz, al oeste; la Carrera de San Jerónimo, al norte; el paseo del Prado, por el este, y la calle Atocha, por el sur.
Si el eje del barrio es la calle Huertas, el centro cosmogónico de este universo urbano-literario es la plaza de Santa Ana, uno de los escasos espacios diáfanos que esponjan el entramado de Las Letras, orlada por fachadas del siglo XIX, llena de terrazas y vida a cualquier hora. Es un lugar perfecto para ir de tapeo a probar unas croquetas o un bocadillo de calamares bajo la solemne mirada de dos estatuas, una dedicada a Calderón de la Barca y otra a Federico García Lorca, constatación de la esencia poética del lugar. En uno de sus laterales se alza el Teatro Español, en el mismo solar que ocupó el corral de comedias del Príncipe, inaugurado en 1582, donde se estrenaron las mejores comedias de los autores del Siglo de Oro. Cinco siglos de historia teatral de España condensados en el mismo espacio urbano. Todo un récord de continuidad.

No fue el único espacio escénico del barrio. También estuvo aquí el Teatro de la Cruz, hoy ya desaparecido, el otro gran corral de comedias popular de este Madrid castizo cuyo recuerdo se mantiene en una placa en una fachada de la calle de la Cruz, cerca de su confluencia con la plazuela del Ángel. En él se estrenaron obras inmortales como El sí de las niñas, de Fernández de Moratín, El barbero de Sevilla, de Gioachino Rossini o el celebérrimo Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, al que se hacía cita al inicio de este texto.
Las calles del barrio son estrechas y, muchas, peatonales. El lugar perfecto para caminar —sobre todo en los rigores del estío, que en Madrid se emplea a fondo— y dedicar tiempo a ese pasatiempo tan viajero que es descubrir rincones con encanto. El callejón del Gato, por ejemplo, con sus espejos deformantes, aparece en un pasaje de Luces de Bohemia, de Valle-Inclán. En el número 11 de la calle de Cervantes se encuentra aún la casa (hoy un recomendable museo) donde vivió Lope de Vega, el “fénix de los ingenios”, desde 1610 hasta su muerte, acaecida en 1635. “Mi casilla, mi quietud, mi huertecillo y estudio”, escribía sobre su vivienda el autor de Fuenteovejuna y El perro del hortelano.
La iglesia de San Sebastián, por ejemplo, en la calle Atocha, tiene casi tantas vinculaciones literarias como celestiales. Data de mediados del siglo XVI. En ella reposan los restos de Lope de Vega; fueron bautizados Tirso de Molina y Jacinto Benavente —bien es cierto que con 287 años de diferencia—, y se casaron Mariano José de Larra o Gustavo Adolfo Bécquer.

En el convento de las Trinitarias Descalzas (Lope de Vega, 18), obra insigne del barroco español, muy cerca de la calle Huertas, fue enterrado en 1616 Miguel de Cervantes, que vivió y murió en el número 2 de la calle que hoy lleva su nombre. Y más coincidencias, frente a ese convento de las Trinitarias donde hoy reposan los restos del autor de El Quijote vivió Francisco de Quevedo, otro de los autores más destacados de la literatura española, a quien se recuerda en una gran placa emplazada en la fachada del edificio actual.

¿Y dónde imprimían todos estos futuros genios de las letras sus primeras obras? Pues… ¡en el mismo barrio! En 1586 Pedro Madrigal abrió en el número 87 de la calle Atocha, donde hoy está la Sociedad Cervantina, una imprenta en la que se publicó a principios de 1605 la primera edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. A la muerte de Madrigal, su sucesor, Juan de la Cuesta, trasladó el negocio al número 7 de la vecina calle de San Eugenio. Como se ve, en aquella época las mudanzas no eran muy lejanas y todo sucedía en el palmo de terreno que abarcaba el barrio. En ese nuevo taller se imprimió la segunda parte de El Quijote (1615), además de varias obras de Lope, Tirso y Calderón. La Sociedad Cervantina ha restaurado aquel taller de impresión con una réplica de la imprenta de Juan de la Cuesta, tan exacta que incluso hoy funciona y permite a los visitantes ver y comprender el proceso de edición de una obra literaria del Siglo de Oro.
Pero no nos engañemos. Para una gran mayoría de turistas que deambulan por Las Letras, Don Quijote es una marca de queso y Quevedo, un cantante de reguetón. El barrio es el kilómetro cero de la marcha de ese Madrid que nunca duerme ni descansa. De, posiblemente, la única capital europea en la que un martes a las dos de la madrugada están todos los bares abiertos y a reventar y los coches se atascan en sus calles.

El catálogo de garitos es más amplio que el de comedias del Siglo de Oro. Además, unos pegados a otros. Hay bares tradicionales de añejos mostradores de madera, barriles con taburetes y vaso de caña como La Dolores (plaza de Jesús, 4), Los Gatos (calle de Jesús, 2), la Cervecería Santa Ana (plaza Santa Ana, 10) o La Venencia (Echegaray, 7). Coctelerías pijas y de luces tenues como Santos y Desamparados (Costanera Desamparados, 4), La Analógica (Huertas, 65), Lovo (Echegaray, 20) o Salmon Gurú (Echegaray, 21), donde puede sonar desde el mejor jazz a temas indie-rock. O lugares eclécticos e inclasificables como Viva Madrid (Fernández y González, 7) o Decadente (Fernández y González, 10). En fin, que si no has pasado una noche por la calle Huertas… es que no has estado en Madrid.
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