Maremma, por la Toscana que mira al mar
En esta región de Italia aún hay rincones poco masificados. Aquí esperan también pequeños pueblos medievales, rica gastronomía, aguas termales, viñedos y espacios naturales


Deben de existir pocas marcas turísticas con mayor reputación que la Toscana italiana. Citas a esta región y cualquier interlocutor imagina paisajes bucólicos, campiñas onduladas de vides y olivos y bellos pueblos medievales encaramados a los cerros. Y la postal es cierta. Como también lo es que, debido a esa fama, pocos destinos están tan masificados y amenazados por el turismo sin freno como la Toscana. Pueblos como San Gimignano, Certaldo o Volterra, en particular, y toda la ruta entre Siena y Florencia, en general, alcanzan cotas de saturación difíciles de encontrar en otros lugares de Italia; y mira que el país tiene sitios petados de turistas.
Los turistas somos tan gregarios y dados al seguidismo que nos empeñamos en ir siempre a los mismos sitios y en la misma época. Olvidando que, en muchas ocasiones, existen lugares igual de interesantes, posiblemente no tan lejos y con la mitad de agobios.
Es el caso de la Maremma, tan “toscana” en sus paisajes y pueblos como el resto de la región, pero ignorada por ese turismo de masas que busca la foto más que la experiencia. Basta un ejemplo para ilustrarlo: en San Gimignano —que con 7.800 habitantes recibe más de tres millones de turistas al año y hasta aquí llegan 160 autobuses cada día—, el Ayuntamiento y las asociaciones vecinales están desesperados por encontrar soluciones que frenen el impacto del turismo en la vida local. Mientras tanto, en Pitigliano, en mi opinión, el pueblo más bonito de la Maremma, hay un solo hotel, el Ayuntamiento pasa olímpicamente del turismo y varias mujeres emprendedoras han montado una asociación de comerciantes para tratar de promocionarlo. El sol y la luna, a un palmo de distancia.

La Maremma es una zona geográfica con personalidad cultural, pero límites imprecisos: abarca toda la zona de Toscana que mira al mar Tirreno, en la provincia de Grosseto, pero que también toca algo de la región del Lacio por el sur y de las provincias de Livorno y Pisa por el norte. Queda a hora y media en coche al norte de Roma, o a menos de 50 minutos si accedes a Italia por el puerto de Civitavecchia (hay un ferri de Grimaldi que une diariamente Barcelona con este puerto italiano, en el que puedes llevar tu coche, tu moto o tu autocaravana).
El primer pueblo con encanto que aparece viniendo desde el sur es Capalbio, un puñado de casas de color cemento en lo alto de una colina, rodeadas aún por la vieja muralla medieval. Las calles son estrechas, peatonales y laberínticas, con fachadas desconchadas y sin enlucir. Ejemplo palpable de esa bella decadencia que solo le sienta bien a Italia… y a Portugal. Los dos únicos edificios que sobresalen son la iglesia San Nicola, de exterior humilde, pero con un interior repleto de elementos decorativos desde el románico al gótico y el renacentista, y el castillo de los Aldobrandeschi —los señores feudales de la comarca—, al que hay que subir para disfrutar de ese famoso paisaje que ha hecho conocida a la Toscana en todo el mundo, y que parece haber sido trazado con escuadra y cartabón por un paisajista.

En Capalbio es muy recomendable el restaurante Il Frantoio, a las afueras del casco medieval. El lugar es una antigua almazara de aceite con una barra estupenda para tomar el aperitivo, y cuenta con un jardín precioso ambientado como las antiguas tabernas toscanas. Su fachada completamente cubierta de hiedra es, en sí, una preciosidad.
Una de las artistas que se enamoró de esta comarca fue Niki de Saint Phalle, escultora y pintora franco estadounidense que, tras visitar el Park Güell en Barcelona, quedó prendada de las formas gaudinianas y las incorporó a su obra. En unos terrenos que le cedió la familia Agnelli, propietaria de FIAT, creó durante 20 años una intervención al aire libre de esculturas inclasificables, hechas con cerámica, espejos y otros materiales. El Jardín de Tarot es un sitio muy loco que es otra de las visitas imprescindibles en Capalbio. Es una especie de jardín de Bomarzo pero sin monstruos, aunque en realidad esas formas extrañas y curvilíneas no son más que el reflejo de otros monstruos: los que acompañaron toda su vida a Saint Phalle, desde los abusos sexuales de su padre cuando era niña hasta sus múltiples enfermedades.

Después de la primera parada es hora de subir a Pitigliano. Es un pueblo de origen etrusco que se alza sobre una gran extrusión de tufo (toba caliza), tan cortado a pico que nunca hicieron falta murallas para defenderlo. Recuerda a Castellfollit de la Roca, el pueblecito del pirineo gerundense. La puerta de entrada a Pitigliano da a una plaza no muy grande, pero que luego es el espacio más diáfano de toda la villa. A ella se asoma el poderoso palacio de los Orsini, antes de los Aldobrandeschi, una fortaleza de aires renacentistas que alberga hoy un par de museos visitables. A partir de ahí, empieza el laberinto medieval. La estructura urbana de Pitiglaino son dos calles que convergen en la pequeña Piazza del Doumo, Via Zuccarelli y Corso Roma, llenas de tiendas de artesanía y productos astronómicos, y con docenas de callejones laterales que las unen llenos de rincones encantadores. Pitigliano es una estampa sacada del tiempo, no hay elementos que rompan la estética del medievo, cuando la vida transcurría a otro ritmo.

Todas las casas de Pitigliano tienen bodegas y almacenes excavados en la roca porque el espacio era un bien preciado en la exigua superficie del espolón de toba. Excavada parcialmente en la roca está también la sinagoga del Ghetto Ebraico, el templo del barrio judío, comunidad que fue muy numerosa aquí a lo largo de 500 años. Las viviendas, hechas también de tufo y amontonadas una encima y al lado de la otra, forman al atardecer una masa tan compacta con el espolón de toba que las sustenta que no se diferencia donde acaba la obra de la naturaleza y empieza la del hombre.
Pese a ser Toscana y un pueblo tan bonito, en Pitigliano no vi masas de turistas. Las cifras de negocio tampoco avalan que aquí haya llegado la masificación. Hay 30 restaurantes, varios apartamentos turísticos, pero un solo hotel, La Bartolomea, un lugar encantador en pleno cogollo medieval, al lado del Duomo. La familia Paoli restauró varias casas viejas para crear un alojamiento con personalidad propia. La matriarca de la familia, abuela de la actual generación, regentó durante décadas el único hostal que hubo en Pitigliano. La mujer, con 100 años, aún hacía la pasta fresca para toda la familia los domingos y dejó la impronta de la hostelería a sus sucesores. Para comer o cenar, recomiendo el restaurante La Rocca.
Quedan aún otros muchos pueblos deliciosos en la Maremma. Como Sovana, de apenas 100 habitantes y con una sola y rectilínea calle, al final de la cual, en vez de desembocar en un prado con vacas, lo hace en una soberbia concatedral románica, la de San Pedro y San Pablo, que ya la quisieran muchas grandes ciudades. ¡Cosas que solo pasan en Italia!
Otra opción es Saturnia, el pueblo de las aguas termales, que cuenta con un hotel-resort de lujo con piscinas de mármol travertino llenas de aguas medicinales a 37 grados todo el año. Las mismas aguas que se pueden disfrutar un poco más abajo, pero gratis, en las famosas termas públicas de Saturnia, una serie de pozas cristalinas de blanca toba caliza que recuerdan a las de Pamukkale, en Turquía.

También destaca el pueblo de Montemerano, a 20 kilómetros de Pitigliano, otra villa mínima, con solo una plaza, pero famosísima y concurridísima porque tiene un restaurante con dos estrellas Michelin: Caino.
La Maremma es también paisaje y naturaleza. Como el que forman miles de hectáreas de viñedos pulcramente alineados. Visitar una bodega y participar en una cata es otra de las actividades en el catálogo. Casi todas las bodegas locales elaboran vinos muy afamados y reconocidos en el mercado con uvas vermentino, viognier y trebbiano para los blancos, y sangiovese y ciliegiolo para los tintos.
En cuanto a espacios naturales, destacaría dos. El lago de Burano, una laguna costera del altísimo valor ecológico, entre las ciudades de Ansedonia y el río Chiarone. Lo llaman el oasis de Burano, por el sotobosque de lentiscos, mirtos, brezos y enebros que lo tapiza y la enorme variedad de aves acuáticas que viven aquí o que lo usan en sus migraciones. Se puede explorar a través de un par de senderos marcados y descubrir con prismáticos desde sus observatorios de madera.

La otra gran mancha verde es el parque regional de la Maremma, o parco dell’Uccellina, unas 9.000 hectáreas costeras que se extienden hasta la vecina provincia de Livorno, con marismas, dunas y pinares, y caracterizada por su variedad de paisajes y ecosistemas. Se pueden alquilar bicicletas para recorrer sus senderos o hacerlos a pie. El parque tiene 25 kilómetros de costa, con largos arenales y zonas de rocas.
Aunque las mejores zonas de baño de la Maremma están en el monte Argentario, una península entre las ciudades de Albinia y Ansedonia, con los ingredientes perfectos para la postal mediterránea: pinadas, roquedos calizos y calas recogidas de aguas transparentes a las que no ha llegado el urbanismo salvaje. Es la Toscana que mira al mar. La otra Toscana.
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