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Canonizaciones
Tribuna
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A veinte años de la canonización del Padre Alberto Hurtado: reflexiones para la universidad

En un tiempo de incertidumbre, su figura ilumina la tarea universitaria como una forma concreta de esperanza: enseñar, investigar y servir no solo para el éxito individual, sino para la transformación colectiva

Padre Alberto Hurtado

Hace exactamente dos décadas atrás, el 23 de octubre de 2005, Alberto Hurtado fue canonizado en Roma. Canonizar significa que la Iglesia declara modelos a mujeres y hombres que encierran un modo de proceder y una perspectiva de lo que significa ser cristiana o cristiano. Hace veinte años se declaró santo a un hombre, al que, si bien se le atribuyen milagros, fue particularmente distinguido por una pasión concreta: su lucha por la justicia social que ocurre en la conversión de cada persona, y en la conversión de la sociedad toda. Su figura, ayer como hoy, no pertenecía solo a la Iglesia, sino a todo Chile.

Alberto Hurtado fue un hombre incómodo para su tiempo. Jesuita, abogado, y ante todo un educador que no se conformó con el diagnóstico moral ni con la caridad asistencial. Denunció las desigualdades estructurales, interpeló al mundo político y empresarial, defendió la dignidad del trabajo y soñó con una sociedad en la que nadie se quedara al margen. En 1941 se preguntó con audacia: “¿Es Chile un país católico?”, y su respuesta fue una vida entera dedicada a acortar la distancia entre la fe que se proclama y la justicia que se practica.

Esa pregunta sigue resonando hoy, veinte años después de su canonización, en un país que enfrenta profundas tensiones sociales, desconfianza institucional y un desencanto que erosiona el sentido de lo común. Hurtado no fue un santo de las certezas, sino de las búsquedas. Su santidad no consistió en escapar del conflicto, sino en entrar en él con lucidez y esperanza. Y es en ese contexto donde su palabra puede iluminar un sistema educacional con tantas tensiones y desafíos. No viene mal preguntarse por que diría el padre Hurtado a quienes se forman y formamos hoy en la educación superior, a propósito de este aniversario.

Primero, pensar con profundidad y compromiso, no con neutralidad. Hurtado creía que el conocimiento debía ponerse al servicio del bien común. Para él, la inteligencia no era una forma de prestigio, sino una forma de servicio. En ese mismo sentido, nos recuerda que formar profesionales, siendo una función primordial, no basta: hay que formar personas conscientes, críticas y solidarias. El pensamiento universitario, en su visión, debía ser siempre un pensamiento situado —capaz de mirar el país desde las periferias, de comprender sus heridas y de imaginar respuestas justas.

Segundo, vivir la universidad como comunidad, no solo como institución. Alberto Hurtado entendía que la justicia se construye en vínculos. Frente a la cultura de la competencia y la fragmentación, su ejemplo nos invita a tejer redes de colaboración, diálogo y amistad social. Una universidad inspirada en su espíritu es aquella donde nadie queda solo, donde la excelencia no se mide solo en rendimiento, sino también en el compromiso con los otros: con los estudiantes que enfrentan dificultades, con las comunidades que esperan acompañamiento, con un país que necesita esperanza.

Y tercero, mantener viva la capacidad de indignarse y de amar al mismo tiempo. San Alberto solía repetir que el problema social es un problema de amor. Esa frase contiene una verdad profunda: sin amor, la justicia se vuelve ideología; sin justicia, el amor se vuelve sentimentalismo. La universidad, espacio privilegiado de pensamiento crítico, debe ser también un espacio donde el conocimiento no se divorcie de la compasión.

Veinte años después de su canonización, el Padre Hurtado sigue siendo un referente no porque su vida haya quedado atrás, sino porque sigue abriendo caminos. En un tiempo de incertidumbre, su figura ilumina la tarea universitaria como una forma concreta de esperanza: enseñar, investigar y servir no solo para el éxito individual, sino para la transformación colectiva.

Chile necesita universidades que formen profesionales competentes, sí, pero sobre todo ciudadanos solidarios, comprometidos con el país real, con sus desigualdades, con su diversidad, con su búsqueda de sentido. En eso consiste, quizás, la forma contemporánea de santidad: en vivir la vida cotidiana con responsabilidad, en poner el talento al servicio de los demás, en seguir creyendo —como lo hizo Alberto Hurtado— que es posible construir un país más justo.

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