Demasiado Bukele
Si se estudiara el método Bukele, saltaría a la vista que El Salvador es un país con una superficie menor a la del Biobío y con menos población que la Metropolitana. También, que la corrupción estaba —¿está?— enquistada en su sistema político

Menuda sorpresa. Para cualquiera que hubiera seguido con algo de atención, las reformas constitucionales que presentó el partido de Nayib Bukele vienen a confirmar una trayectoria de concentración de poder en sus manos. Se trata de un movimiento que comenzó con su llegada a la primera magistratura de El Salvador, escondida tras la promesa de liquidar a las maras. No bastó con encontrar un engaño para ‘renunciar’ al cargo seis meses antes y así reelegirse —algo prohibido por la constitución—; ahora elimina prácticamente cualquier barrera que le impida perpetuarse en el poder. Las garantías democráticas son el precio a pagar con tal de frenar a las pandillas.
Bukele se defiende diciendo que en otros países desarrollados también se pueden reelegir los presidentes o primeros ministros. Lo que no cuenta es que en esos países existe un Poder Judicial independiente y un congreso capaz de contrapesar los poderes del ejecutivo. Tampoco que descabezó a la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema, ni que ingresó al hemiciclo con militares a fin de forzar a los legisladores para que aprobaran un préstamo para financiar su Plan de Control Territorial.
El listado de acusaciones contra Bukele es largo y podría seguir: entre otras, se denuncian detenciones arbitrarias, presidios sin comunicación ni garantías procesales, personas desaparecidas. Tampoco es descartable dudar de la eficacia de los planes para controlar al crimen organizado. Si bien muestra cifras contundentes en cuanto a la disminución de los homicidios, es bien posible que las maras sigan operando en otros mercados ilícitos bajo la protección del Ejecutivo. El negocio solo cambió de rubro.
Sin embargo, a pesar de estas evidencias preocupantes, El Salvador sigue siendo un modelo de referencia para varios en Chile. Muchos políticos —Franco Parisi, Rodolfo Carter, José Antonio Kast y Evelyn Matthei— hablan elogiosamente de Bukele, y han fundado sus planes de seguridad en la figura del salvadoreño. Varios incluso han ido al país centroamericano para conocer más de cerca sus virtudes. Uno de los asesores principales de Kast, Cristián Valenzuela, se preguntaba en La Tercera si “quizás llegó la hora de que Chile conozca a fondo el modelo Bukele y con seriedad se estudien sus fundamentos y decisiones”.
La pregunta que subyace a todo esto es si las democracias liberales son capaces de enfrentar al crimen organizado dentro del marco de sus propias reglas. Al menos en el caso de Bukele, la respuesta es negativa: su modelo fusiona la concentración de poder y la persecución de las redes delictuales. ¿Debemos, entonces, resignarnos a que la única manera de mostrar eficacia es traicionando las reglas? Por cierto que no. El camino, justamente, parece ser el contrario. Solo un Estado en forma, con una maquinaria de prevención y persecución bien ajustada, puede hacer frente de manera sostenida al crimen. Bien se puede estudiar el método Bukele con toda seriedad. Pero para hacerlo, se debe evitar el ademán publicitario-electoral y entender las limitaciones que tiene y los bienes que pone en riesgo, como el Estado de derecho, las libertades civiles o un gobierno limitado.
Si se estudiara bien el método Bukele, saltaría de inmediato a la vista que El Salvador es un país con una superficie menor a la de la región del Biobío y con menos población que la Metropolitana. También, que la corrupción estaba —¿está?— enquistada en su sistema político, y que no tiene mayores problemas fronterizos o migratorios. Nada equivalente a la realidad chilena. Quizás se puede rescatar la voluntad de Bukele, pero no mucho más. Las realidades son demasiado diferentes, por más que a algunos les atraiga reeditar en suelo chileno imágenes de los presos rapados, semidesnudos y en celdas monumentales.
Pablo Zeballos, uno de los investigadores chilenos con más experiencia de campo en este tipo de fenómenos, ha sostenido en diversos espacios la necesidad de proteger instituciones como Gendarmería, Aduanas o las Fuerzas Armadas. También a invertir en inteligencia (un área brutalmente descuidada en nuestro país), control financiero y generar la voluntad política necesaria para empujar los cambios que sean necesarios. No cree que Chile esté perdido, pero sí que se le agota el tiempo. No podemos perder ese escaso margen en discusiones bizantinas sobre modelos que no se hacen cargo del problema (la candidata oficialista Jeannette Jara ha dado muestras de estar perdida en esta materia) ni en la gestualidad de la campaña presidencial, que transforma la crisis de seguridad en una competencia por quién es más duro.
La próxima administración chilena heredará un país donde el crimen organizado excedió el problema de seguridad; es una amenaza institucional. La lentitud en abordarlo erosiona la capacidad del Estado para responder cuando finalmente decida hacerlo. Y hay que pensarlo para nuestro país. No vaya a ser que tengamos demasiado Bukele y muy poco Chile.
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