Bukele, Trump y la democracia sin respuestas
Cuando las democracias adoptan los métodos de lo que combaten, pierden su legitimidad y razón de ser

El video bien podría ser una escena de una película de guerra. Es de noche, aterriza un avión de carga de inconfundible gris militar; militares en uniforme de combate desplegándose ordenadamente por la pista de aterrizaje, rodeándolo. Drones filman la escena en alta definición. La música —aunque deberíamos referirnos a la banda sonora— bien podría acompañar una película de acción. Contra una primera impresión, no se trata de escenas ficticias. Son, en cambio, uniformados salvadoreños que bajan por la puerta trasera de un gigantesco avión con presos provenientes de Estados Unidos. Representando con detalle su estatus criminal, estos son llevados a un primer recinto donde son rapados —uno de los fetiches bukelistas respecto a los encarcelados— para luego ser trasladados al CECOT, la cárcel de máxima seguridad y orgullo de Nayib Bukele.
La escena se explica por el acuerdo entre EE UU y Salvador que autoriza a recibir criminales de otros países, cualquiera sea su nacionalidad, en las instalaciones de la mega-cárcel de Bukele. El caso pone de relieve varias de las preguntas que aparecen con la forma de ejercer el poder de ambos mandatarios, una que, en razón de la emergencia, pone en entredicho buena parte de los logros que hicieron grande a aquello que los estadounidenses llaman América. "He who saves his Country does not violate any Law" [Quien salva a su país no quebranta ninguna ley], dijo hace poco Trump, en una problemática afirmación que arriesga desconocer que todo poder, si no quiere volverse despótico, debe tener algún límite. Por cierto, tras estas declaraciones problemáticas hay algo grave ocurriendo, algo que tiene a las sociedades justificadamente preocupadas, asustadas, pidiendo respuestas a sistemas políticos que se han demorado mucho en darlos. Sin embargo, en ese camino de salvar a su país bien puede que Trump termine pulverizando las bases que lo volvieron relevante.
El despliegue cinematográfico puede hacernos perder de vista lo central. Toda esta movilización —no sabemos cuántos militares y policías se requirieron para hacerlo, el video muestra una cantidad importante— fue para trasladar convictos venezolanos y salvadoreños, pertenecientes en teoría a los grupos criminales MS-13 y al Tren de Aragua. A pesar de que Bukele sostuvo en su cuenta de X a propósito de las imágenes que “Todos los individuos son asesinos confirmados y criminales de alto nivel, incluyendo seis violadores de menores”, ya sabemos que hubo al menos un error en la deportación. Uno de los deportados, Kilmar Ábrego García, que tenía estatus protegido en aquel país, fue enviado por error al CECOT, sin posibilidad de recurrir a la justicia, ni que se hayan presentado pruebas concluyentes en su contra. Difícilmente podrá volver a EE UU, pues se haya en un limbo jurídico del que ninguna de las administraciones lo quiere sacar.
El error administrativo con Ábrego muestra algo de lo que intentamos decir: en el esfuerzo (policial, militar, político y comunicacional) por garantizar la seguridad y castigar a delincuentes que están en otra escala de peligrosidad, ambos países mostraron dificultades (que en el caso de Bukele no son nuevas) para garantizar el debido proceso, una base fundamental del Estado de Derecho. Bien entendida, no está al servicio de los criminales, sino que resguarda algo mayor: la posibilidad de demostrar en juicio que una persona es inocente, contando con las instancias necesarias para ello. La estrategia de atrapar todo lo que pueda ser amenazante y lanzarlo al infierno puede terminar quebrando, también, otra máxima occidental: se debe hacer todo lo posible por evitar la condena a un inocente.
Así, no hay nada de casual en el video y las interacciones; nada fue dejado al azar por Trump, Bukele y sus amigos. Cualquiera que esté interesado en limitar el poder discrecional y su uso arbitrario por parte del Estado debiera mirar con sospecha la operación. Las pugnas entre el presidente y las cortes, las detenciones sin justificación, los juicios sin espacio para alegar la propia inocencia o presentar pruebas, y las condenas con justificaciones débiles, cuando no inexistentes, corren el riesgo de volverse la regla. Un conjunto de potenciales “errores administrativos” que bien pueden socavar uno de los logros más importantes de Occidente.
Las preguntas que levanta la operación obligan a mirar la complejidad del fenómeno al que nos enfrentamos. ¿Será, acaso, que la democracia liberal no tiene herramientas para enfrentar al crimen organizado, que nos tendremos que resignar a los Trump y Bukele actuales y futuros? ¿Puede la democracia liberal renovarse sin traicionarse? Responder afirmativamente implica desarrollar mecanismos de persecución criminal efectivos que no sacrifiquen sus fundamentos. No es mera ingenuidad exigir que los sistemas democráticos sean capaces de combatir el crimen organizado sin renunciar al debido proceso, la presunción de inocencia y el control judicial de los poderes ejecutivos. Es, por el contrario, un imperativo: cuando las democracias adoptan los métodos de lo que combaten, pierden su legitimidad y razón de ser. La alternativa no es elegir entre seguridad o derechos, sino reinventar formas de persecución que refuercen, en lugar de socavar, los valores democráticos.
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