Pobreza
El modelo tradicional de medición en Chile consideraba pobre a quien no alcanzaba un umbral mínimo de ingresos. Pero dejaba fuera del radar a personas y comunidades que, pese a superar esa línea, enfrentaban múltiples privaciones
Sorpresivamente, nos enteramos hace poco de que la pobreza en Chile aumentaría del 6,5% al 22,3% si se aplicara un nuevo modelo de análisis a los datos de la encuesta CASEN 2022. Tras el impacto inicial, se aclaró que este salto no refleja un deterioro en las condiciones de vida, sino un ajuste metodológico que visibiliza carencias antes ignoradas por los indicadores de ingreso. El dato es revelador: gran parte de la pobreza en Chile ha estado, hasta ahora, estadísticamente oculta.
El 3 de julio el presidente Gabriel Boric recibió el informe de la Comisión Asesora Presidencial para la Actualización de la Medición de la Pobreza, una instancia creada a fines de 2023. Liderada por el economista Osvaldo Larrañaga, esta comisión reunió a diez profesionales altamente calificados, en su mayoría economistas e ingenieros, que trabajaron ad honorem durante 17 meses. Su objetivo era proponer una nueva metodología de medición de la pobreza, más adecuada para captar las múltiples dimensiones que afectan hoy la vida de las personas.
Durante décadas, Chile definió la pobreza exclusivamente a partir del ingreso monetario de los hogares, contrastándolo con el costo de una canasta básica. El modelo, aunque útil para ciertos fines comparativos, era limitado. En la práctica, ignoraba realidades tan relevantes como el acceso a servicios básicos, la calidad del empleo, la seguridad del entorno o la integración comunitaria. Había consenso en el mundo académico y técnico: el enfoque estaba desfasado frente a una sociedad que había cambiado profundamente.
El modelo tradicional consideraba pobre a quien no alcanzaba un umbral mínimo de ingresos. Pero dejaba fuera del radar a personas y comunidades que, pese a superar esa línea, enfrentaban múltiples privaciones. Así, no se reflejaban ni las brechas territoriales ni las desigualdades estructurales que configuran la experiencia de vivir en pobreza. Fue recién en 2013 cuando Chile incorporó la medición de la pobreza multidimensional, incluyendo inicialmente cuatro dimensiones: educación, salud, trabajo y vivienda. En 2016, se agregó una quinta: redes y cohesión social.
Diez años después, los resultados de esta nueva mirada han permitido visibilizar zonas y grupos históricamente excluidos: comunidades rurales con escaso acceso a servicios públicos, personas mayores sin redes de apoyo, hogares afectados por la precariedad laboral o por inseguridad alimentaria. También ha contribuido a enriquecer el debate público, conectando los factores económicos con dimensiones más complejas, como las culturales, simbólicas e institucionales.
Sin embargo, persisten vacíos significativos. La rigidez de las definiciones técnico-administrativas ha eclipsado otras formas de pobreza: las que no caben en una planilla Excel, pero que se viven día a día. La globalización y la expansión del consumo han modificado la manera en que los individuos se relacionan con la precariedad. Hoy, una persona puede haber salido estadísticamente de la pobreza por ingreso, pero seguir siendo profundamente excluida, tanto en lo simbólico como en lo relacional, porque ser pobre en esta época va mucho más allá de tener poco dinero. En un mundo hiperconectado, donde la exposición constante a modelos de éxito, bienestar y consumo es la norma, la pobreza también es no pertenecer. Es vivir en un entorno inseguro, recibir una educación de mala calidad, tener un empleo informal o sin protección social, carecer de acceso a servicios de salud o de conectividad digital. Es no participar en la vida cultural, no poder ejercer la ciudadanía plenamente ni acceder a espacios públicos seguros y dignos.
La exclusión contemporánea también es afectiva y emocional. Vivimos expuestos a la paradoja de estar hiperconectados tecnológicamente, pero desconectados socialmente. Una persona puede tener un teléfono móvil con acceso a redes sociales, pero carecer de herramientas para usar esa tecnología como vía de movilidad social o desarrollo personal. Esa desconexión, cuando se experimenta a diario, produce frustración, resentimiento y un profundo sentimiento de no pertenencia. Peor aún, muchas veces estas personas no solo quedan fuera del sistema, sino que son estigmatizadas por él. Se las responsabiliza por su situación sin que se consideren los factores estructurales que reproducen la desigualdad. Es el rostro más cruel de la exclusión moderna: ser observado, muchas veces culpado, pero casi nunca escuchado.
Repensar cómo se mide la pobreza no es meramente un asunto técnico o académico, se trata de un imperativo ético y político. La forma en que definimos la pobreza dice mucho sobre quiénes somos como sociedad, y sobre a quiénes decidimos considerar “parte del problema” o “parte del país”. Por eso resulta preocupante la superficialidad con que algunos candidatos presidenciales invocan en sus campañas promesas de “mejorar la calidad de vida” o “alcanzar mayor prosperidad” sin explicar cómo lo harán, ni qué modelo de desarrollo proponen para lograrlo. Ofrecen bienestar en abstracto, pero evitan nombrar la desigualdad, el trabajo precario, la vivienda deficitaria o el abandono territorial. Se llenan de frases optimistas mientras evaden el fondo: ¿cómo enfrentarán la pobreza en todas sus dimensiones? ¿Seguirán midiendo el éxito por el crecimiento del PIB o complementarán con indicadores que realmente afectan la vida cotidiana de millones de ciudadanos?
Sin una comprensión profunda y honesta de lo que implica vivir en situación de pobreza, las promesas de prosperidad quedan reducidas a eslóganes vacíos, carentes de sentido. Y en un país donde la frustración social se acumula, seguir administrando la exclusión como si fuera solo una cifra más puede tener consecuencias graves, no solo en lo social, sino también en lo político. Por eso, actualizar la forma en que medimos la pobreza no solo es necesario: es urgente. Porque sin una mirada más amplia, más humana y más contextual, seguiremos diseñando soluciones para una pobreza que solo existe en los números, pero no en la vida real.
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