La historia torturada
El revisionismo está de vuelta: ya se vio asomar su potencia afectiva y social al momento de conmemorar los 50 años del golpe de Estado, en 2023. Dos años después, es políticamente más desenfadado

Hace algunos días, vi con estupor una entrevista por televisión al candidato presidencial chileno Johannes Kaiser. Tuve que verla dos veces para convencerme de lo que estaba viendo, y de que lo que estaba escuchando no era una pesadilla. Sin siquiera arrugarse ni titubear, el candidato Kaiser no tuvo problemas en reconocer que, de producirse las “mismas condiciones” de entonces, él no tendría problemas en volver a reivindicar el golpe de Estado militar del 11 de septiembre de 1973. Eso no sería nada si en esa reivindicación no se encontraran aceptadas las consecuencias humanas del golpe: miles de muertos y detenidos desaparecidos, decenas de miles de torturados, miedo a gran escala, un plan de exterminio político que no reconoció fronteras geográficas, y un largo etcétera. Es cierto que en la entrevista concedida al periodista Tomás Mosciatti, el propio candidato ultra percibe que se está excediendo y concede que “hay cosas” (¿cuáles serán?) que no debieron ocurrir: pero lo esencial está dicho. Si el golpe de Estado fue inevitable (“eran ellos o nosotros”, esa es la filosofía de la catástrofe que se desprende de las palabras de Kaiser), tampoco eran evitables los asesinatos y las torturas.
El reproche no se hizo esperar, incluso desde la derecha: el senador de derecha Iván Moreira (UDI) calificó como una locura los dichos del candidato. Pero no hay caso: genuinamente, Kaiser no entiende el escándalo que sus palabras pudieron provocar. Sin recular, volvió a reivindicar días después el fondo de su entrevista, aunque reconociendo no estar de acuerdo con las violaciones a los derechos humanos: “¿Estoy de acuerdo con la violación de derechos humanos? No, no lo estoy. No estoy de acuerdo”.
¿Son estos dichos un problema? Para las izquierdas son una tragedia. Para la centroderecha son un traspié, y para los más liberales son dichos inaceptables. Para las dos derechas ultra (José Antonio Kast y Johannes Kaiser) no son un problema, ya que el primero se exime de pronunciarlas en la medida en que el segundo las enuncia y paga todos los costos de hacerlo. Sin embargo, no nos equivoquemos: mucho electorado de derechas, especialmente el más viejo, aún conserva en la memoria el miedo que ellos mismos, sus padres y sus abuelos resintieron durante la Unidad Popular.
Sobre todo, para la mayoría de los chilenos, toda esta discusión es irrelevante.
El problema lo tienen las izquierdas: con razón, estas se ofuscan ante tamaña expresión de revisionismo, lo que las lleva a invocar la fantasía de la lucha antifascista y en contra de la extrema-derecha… en circunstancias que pocos electores se ubican en este tipo de coordenadas.
¿Qué hacer cuando un tema tan doloroso para víctimas y herederos de una tragedia no hace sentido al chileno común y corriente? ¿Hay que reprochar a los chilenos de a pie no fijar su atención en lo que fueron violaciones a los derechos humanos que, con el tiempo, fueron declinando hasta desaparecer casi por completo a partir de marzo de 1990? ¿Qué hacer con las consecuencias que fueron experimentadas por quienes aún recuerdan lo ignominioso 35 años después de inaugurada la democracia (y 52 años después de ejecutado el golpe de Estado)?
Estas preguntas plantean un problema moral de gran envergadura. ¿Se le puede exigir a quienes no vivieron el golpe de Estado y sus efectos entregarle centralidad a lo que ocurrió hace más de 50 años?
No, no es posible.
Para quien se interesa en la historia del tiempo presente, es muy difícil reconocer que una gran mayoría de chilenos es indiferente. El revisionismo está de vuelta: ya se vio asomar su potencia afectiva y social al momento de conmemorar los 50 años del golpe de Estado, en 2023. Dos años después, el revisionismo es políticamente más desenfadado. La izquierda tiene responsabilidad en este clima de la opinión histórica: ha sido un error defender una definición del golpe de Estado de 1973 a partir de la subjetividad de quienes lo sufrieron en carne y hueso, sin permitir que se abriera paso una definición más amplia de los derechos humanos: fue imposible que coexistieran los derechos humanos “del pasado” con los derechos humanos “del presente” y “del futuro”. El asesor presidencial Patricio Fernández encargado de plasmar contenidos más amplios de estos derechos universales en 2023 no pudo lidiar con las agrupaciones de familiares de víctimas: tuvo que renunciar ante acusaciones absurdas de negacionismo, a partir de un manoseo incalificable de un término que no se puede utilizar a tontas y a locas.
Si la historia puede ser torturada, por ejemplo inventando la existencia de 10.000 guerrilleros armados sin ninguna prueba histórica (de ser cierto, Chile habría enfrentado no un golpe en 1973, sino una guerra civil), entonces cabe tomar nota de lo que trajo aparejado el cambio demográfico que el país ha vivido: más de dos generaciones han desaparecido desde 1973, y las nuevas generaciones se mueven con coordenadas mucho más presentistas y, sobre todo, menos ideológicas.
“El fascismo no pasará”, o simplemente “no pasarán”: esa es la frase que la Pasionaria convirtió en un símbolo de la guerra civil española. La repetición de ese eslogan en el Chile de 2025, con una candidata presidencial de origen comunista, garantiza no solo una impertinencia histórica: asegura una catástrofe electoral, con profundas implicancias culturales. Las izquierdas que sustentan la candidatura de Jeannette Jara tienen la difícil tarea, en algún sentido imposible, no solo de “descomunizarla”, sino también de “despolitizarla”. En ese sentido, interpretaciones extravagantes de la historia constituyen una trampa que no será fácil evitar.
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