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ENVEJECIMIENTO
Tribuna
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Masculinidad y envejecimiento: reparando hombres rotos

Vivimos en una cultura que cría a los hombres para ser fuertes y autosuficientes, pero que rara vez les enseña el valor de la pausa, del cuidado o de la comunidad

Dos hombres juegan a las cartas en un albergue privado para ancianos en Santiago, Chile, en una fotografía de archivo.

Recuerdo a un familiar querido que murió hace poco. Se pasó la vida en la oficina y el trabajo lo era todo: su rutina, su identidad, su manera de estar en el mundo. Pero al jubilar, algo dejó de andar bien. El ocio, en vez de alivio, le trajo una especie de intemperie. Pasaba las horas acostado, viendo videos que el algoritmo le ofrecía sin preguntar, como si no supiera muy bien qué hacer con todo el tiempo que ahora le pertenecía.

Pienso en él cuando leo que la población envejece. Según los primeros resultados del Censo 2024, en las últimas tres décadas la proporción de menores de 14 años ha disminuido un 40%, mientras que la de mayores de 65 creció un 212%. El llamado índice de envejecimiento, que mide cuántos adultos mayores hay por cada cien menores, pasó de 22 en 1992 a 79 hoy. Además, los hogares formados exclusivamente por personas de 65 o más se han casi triplicado, mientras que los unipersonales aumentaron de 8,3% en 1992 a 21,8% en 2024. Vivimos más, vivimos solos y vivimos con menos niños: datos brutales que obligan a preguntarnos si estamos preparados como sociedad para abordar este cambio demográfico.

¿Qué pasa con los hombres después de los setenta? Muchos parecen quedarse sin un lugar propio, sin saber cómo habitar el tiempo libre. Suelen tener pareja, hijos, amigos, pero fuera del trabajo y la familia no encuentran un espacio donde simplemente estar. No tienen un taller, un club, un hobby, una mesa compartida con otros. El barrio les resulta ajeno, y el único respiro que se permiten es el fútbol o la televisión. Al final, ese vacío afectivo suele caer sobre sus parejas —si las tienen—, que terminan cargando con la demanda constante de compañía, atención o sentido.

Vivimos en una cultura que cría a los hombres para ser fuertes y autosuficientes, pero que rara vez les enseña el valor de la pausa, del cuidado o de la comunidad. Aprenden —se supone— a ser proveedores, pero no a sostenerse entre ellos; a construir casas, no refugios. Y así, con el tiempo, los vemos envejecer encerrados en departamentos solitarios, incapaces de llamar a un amigo para conversar, mientras las mujeres de su misma edad circulan por grupos de tejido, clubes de lectura o reuniones a tomar once. No es un detalle menor: en Chile, los hombres se suicidan cinco veces más que las mujeres.

En 2022 visité el programa Escuelas de Hombres al Cuidado en Colombia, que reúne a hombres a reflexionar sobre sus emociones y relaciones. No es terapia ni reeducación forzada, sino un espacio donde la masculinidad se transforma sin culpa ni vergüenza. Más interesante aún me pareció la experiencia de los Men’s Shed, que conocí el año pasado en Tartu, Estonia: un taller comunitario donde hombres se reúnen a trabajar la madera, reparar objetos, tallar, pulir, cortar y crear. El primero nació en Australia para combatir la soledad y el alcoholismo entre hombres mayores, y hoy existen en todo el mundo. El de Tartu cuenta con 240 miembros que llegan con ganas de soldar, lijar y compartir.

Esta carencia de vínculos sanos y vidas activas no es solo un rasgo de una masculinidad empobrecida; es una crisis de salud pública y un problema de género que debemos atender. No solo pensando en el presente sino en las generaciones que vienen, para que cuando envejezcan no se marchiten. Hoy la agenda pública sigue tratando la crisis de la masculinidad como un asunto colateral. Se abordan sus efectos desde la denuncia y la sanción, pero no las causas. Se reacciona ante la violencia, pero no se previene desmontando sus estructuras.

Si queremos una sociedad más sana y empática, necesitamos espacios donde los hombres puedan encontrarse sin la carga del deber o la competencia desatada. El Censo no es solo un recuento de números, sino el espejo de una sociedad. Ojalá sepamos responder con creatividad y cariño al imperativo de cuidarnos y acompañarnos, porque si no lo hacemos, otros discursos —más duros, más simples, más crueles— ocuparán ese espacio.


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