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En colaboración conOEI
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una democracia confundida

En Chile pasamos en muy poco tiempo del deseo de expandir la democracia a las ansias de orden. Hay quienes le llaman “la resaca”. El fantasma de Pinochet ha vuelto a rondar

La preocupación por cómo los sistemas democráticos se están corrompiendo internamente recorre Occidente. La frase de Norberto Bobbio “nada es más peligroso para la democracia que el exceso de democracia” parece estar haciéndose realidad… Al menos si entendemos la democracia como una serie de instituciones diseñadas a fines del siglo XVIII para superar el orden monárquico y generar un sistema de gobierno en que la voluntad ciudadana es administrada por elites de distinto tipo y procedencia capaces de representar y modular sus intereses diversos.

Con la Primera Guerra Mundial terminaron de caer las monarquías europeas, pero el siglo XX estuvo marcado por nuevos totalitarismos y dictaduras de distinto signo. La década de los noventa comenzó con la caída del Muro de Berlín y de la Cortina de Hierro, que en Chile coincidió con el fin de la dictadura pinochetista. Como si fuera poco, irrumpía la internet con el sueño de convertirse en una plaza pública de dimensiones insospechadas, donde una interconexión sin precedentes consolidaría “el fin de la historia y el último hombre”, dejando atrás las luchas ideológicas que marcaron la Guerra Fría. Fukuyama obviaba que, derrotado el comunismo, al capitalismo y a las democracias liberales, en esta nueva fase histórica, luego de tres décadas de una pax virtuosa, les correspondería vérselas consigo mismo, con las nuevas dificultades que genera un mundo en que se expande el consumo, el acceso a la información y el anhelo masivo de participar en la toma de decisiones. Mucho más lúcido resultó el disidente húngaro Árpád Göncz, quien, en la víspera del funeral de Imre Nagy, en junio de 1989, le dijo a Timothy Garton Ash: “Me alegro de haber vivido para ver el final de esta catástrofe -se refería al comunismo-, pero quiero morir antes de que empiece la próxima”.

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Si algo caracterizó el estallido social que tuvo lugar en Chile a fines de 2019 fue el discurso antiélites, un cierto espíritu carnavalesco que rompía las estructuras de autoridad. Moros y cristianos se vieron emocionalmente envueltos, cada uno a su manera. Durante los meses que duró, hubo saqueos a lo largo de todo Chile y el espacio público fue arrasado, pero también aconteció la manifestación ciudadana más grande de que se tenga recuerdo en el país: mundos invisibilizados salieron a mostrarse, se explicitaron demandas latentes, frikis de todo tipo expusieron sus particularidades con orgullo, no pocos empresarios reconocieron que habían estirado mucho la cuerda y una emoción democratizante que pujaba por rediscutir nuestro acuerdo comunitario se expandió de tal manera que en el plebiscito realizado el 25 de octubre de 2020 casi un 80% votó a favor de una nueva Constitución escrita por un órgano especialmente elegido para ello, sin la participación del Congreso.

Yo fui parte de esa asamblea constituyente. Hija de la revuelta, parecía la oportunidad perfecta para actualizar nuestra democracia. Fueron electos para confeccionarla muy pocos militantes de partidos políticos. De los 155 escaños, 103 correspondieron a independientes, buena parte miembros de movimientos sociales, promotores de alguna causa (ecológica, feminista, indigenista o rabias de otro tipo. “¡El pueblo unido avanza sin partidos!”, gritaban muchos en el hemiciclo.

Los votantes prefirieron elegir a uno que se les pareciera en lugar de proyectos coherentes y llevaderos. La idea de que por fin participarían los históricamente desplazados en la definición de nuestro principal acuerdo comunitario excitó el sueño de una democracia inaudita. Las ansias de revancha, sin embargo, se impusieron por sobre la voluntad de encuentro, y quienes llegaron para reivindicar una vida de desprecios despreciaron a quienes culpaban de su marginación. Lejos de conseguirse un clima constructivo, se impuso la descalificación. En lugar de buscarse la razón del otro, primó la autorreferencia. En la dispersión existente, colmada de excentricidades, en vez de anteponer la construcción de un proyecto común, los altisonantes de distinto tipo se apañaron entre sí. Sabían reclamar, pero no construir.

Su fracaso fue estruendoso. Un 62% rechazó esa propuesta constitucional. Lo que ahí sucedió da para varias novelas y para miles de estudios. Mientras me tocó vivir ese proceso, más de una vez pensé en Moby Dick como metáfora de la democracia, esa ballena que deja multitud de muertos y heridos entre quienes la persiguen, y que, llena de arpones y cicatrices en el lomo, permanece inalcanzable.

Su experiencia dejó claro que en un momento determinado los movimientos sociales pueden conseguir la representatividad que los partidos han perdido, pero no son capaces de dar la gobernabilidad que estos proveen.

Después vino otro proceso constituyente de signo contrario, esta vez manejado por los partidos políticos y liderado por la extrema derecha. Se impuso la reacción y también se excedió, pero nadie lo recuerda. Al lado de la dimensión enorme del primero y su frustración -el desastre más grande del que tenga recuerdo la izquierda chilena desde el golpe de Estado- pasó casi desapercibido. Hoy los mismos republicanos de José Antonio Kast que no fueron capaces de llevar a buen término el segundo intento, cuando tenían todo para conseguirlo, podrían ganar la elección que viene.

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Hoy, en Chile, la totalidad de los partidos políticos representan a una ínfima minoría de la población. Ya no son lo que fueron: esas organizaciones intermedias sin las cuales los individuos que compartían una idea de sociedad no conseguían hacerse oír, porque ya casi todos tienen teléfonos celulares que les permiten al menos la ilusión de participar en foros enormes; una ilusión, dicho sea de paso, no necesariamente más fantasiosa que la de hacerlo a través de una asamblea partidaria, aunque ciertamente mucho más caótica. Como no imaginamos aún la sustitución de los partidos como estrategia de organización política, no nos queda otra que lamentar su debilitamiento -que paradójicamente coincide con una tendencia a multiplicarse- y aspirar a que mejoren su presencia en la comunidad, la capacidad de traducir sus anhelos, su funcionamiento interno… Pero quizás no vuelvan a ser lo que fueron.

El principal problema de la libertad de expresión ya no es la censura, sino su manipulación. Quienes pretenden manejar la información han pasado de controlar lo que se dice en los medios a desvirtuar la verdad de los hechos que estos intentan establecer. Hoy, en nombre de la libertad de expresión, se ataca y desprecia al periodismo. En las redes sociales se enfrentan jaurías humanas. ¿Cuándo y cómo llegará la ley a ese far west ?

Estos son solo algunos ejemplos de cómo no es volviendo la vista atrás que cuidaremos la democracia por venir. El Gatopardo recomienda abrirse a los cambios necesarios para que eso que se intenta proyectar no muera con sus formalidades, pero en estos tiempos de transición y extravío lo viejo patalea y el porvenir se demora.

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En Chile pasamos en muy poco tiempo del deseo de expandir la democracia a las ansias de orden. Hay quienes le llaman “la resaca”. El fantasma de Pinochet ha vuelto a rondar. No literalmente, pero esa pulsión autoritaria que justificó el golpe de Estado de 1973, bajo una forma mucho menos dramática, asoma de nuevo. El estallido, la Convención y la Unidad Popular de algún modo pasaron a confundirse en un juego inconsciente, no explícito, como un eco fantasmal que retorna transfigurado ante el miedo a nuevas amenazas de descontrol. La idea del caos (Pinochet siempre hablaba del caos) que justifica la mano dura. Kast nos quiere convencer de que Chile lo vive hoy, que estamos en la ruina, que los delincuentes están por apropiarse de todo, que la corrupción institucional está desbordada, que los valores patrios están en peligro, que Boric entrega un país en el suelo. Promete un gobierno de emergencia para un país repleto de retos pendientes pero lejos de la calamidad.

Para colmo de las fantasmagorías, de los espejeos y de los equívocos, su contraparte es Jeannette Jara, una comunista en tiempos en que el comunismo está muerto, una comunista incómoda y a contrapelo de su partido que, en su línea oficial, envió condolencias por la muerte del “compañero” Kim Jong-il, lamentó la caída de Bashar al-Ásad, mantiene viva su defensa del régimen cubano y se cuida de no condenar a Nicolás Maduro. Una comunista que representa a la más amplia coalición de partidos de centro y de izquierda desde el retorno a la democracia , pero con menos apoyo ciudadano que nunca. Por estos días, no son las ansias revolucionarias el problema de la izquierda chilena, sino la carencia de ideas frescas y convincentes, la ausencia de entusiasmo y la falta de fe en sí misma.

Se habla de polarización, pero la verdad es que la sociedad no está tensionada. Políticamente, es mayor la desidia que la furia, y la desconfianza que la combatividad. Los discursos altisonantes reinan en el ámbito público, pero rara vez en las conversaciones privadas. Todos los candidatos coinciden en que los temas de mayor preocupación son la seguridad y el crecimiento económico. Los asuntos que apenas tres años atrás estaban al centro del debate nacional (un nuevo pacto con la naturaleza, los derechos de las mujeres, la valoración de la diversidad, los derechos sociales…) desaparecieron de la pauta.

Si en la elección de Gabriel Boric muchos votaron por él en segunda vuelta para que no saliera Kast, es muy probable que esta vez sean muchos los que voten por Kast para que no gane Jara. Cunde el “en contra” más que el “a favor”. Lo extraño es que no se percibe gran preocupación en el ambiente. Recién ayer el republicano resultaba un peligro insoportable y hoy parece aceptársele como un dato de la causa. Racionalmente, abundan los que les parece nefasto, pero lo comentan con una calma que no lo trasunta. Si Boric no fue el revolucionario que amenazaba ser, parecen callar; quizás Kast tampoco sea el reaccionario que pinta. Los discursos rimbombantes han dejado de conmocionar. Da la impresión de que nadie cree mucho en nada y que la política contingente es un juego de máscaras. Ojalá no nos llevemos una sorpresa nefasta cuando quien gane la presidencia se la quite.

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