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Tecnología y sociedad
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Reinventar la ciudadanía: sostenibilidad digital frente a los poderes invisibles de la economía global

Si la tecnología estructura la vida social, debe someterse a principios de transparencia, responsabilidad y control público

Sostenibilidad digital

Vivimos rodeados de tecnología, pero seguimos pensando la ciudadanía como si aún habitáramos en un mundo analógico. Hablamos de derechos, libertades y participación política como si todo ocurriera dentro de un territorio, bajo una bandera y en un horario administrativo. Sin embargo, nuestras vidas ya no transcurren únicamente en un país, sino en una red global en la que los datos circulan más rápido que cualquier decisión democrática.

La paradoja es clara: somos ciudadanos locales que viven dentro de una infraestructura digital global. Y esa contradicción empieza a resultar difícil de sostener.

Europa ha decidido intervenir. Regula las grandes plataformas, aprueba normas sobre inteligencia artificial y promete proteger los derechos digitales. El Reglamento de Servicios Digitales o la reciente Ley de IA son ejemplos de esa voluntad. Pero, aun así, sigue sin abordarse la pregunta de fondo: ¿qué significa hoy ser ciudadano en un mundo donde cada búsqueda, cada desplazamiento y cada compra dejan una huella digital que alimenta economías invisibles para la mayoría?

Porque el mundo digital no es neutral ni transparente. Funciona apoyado en economías ocultas que operan al margen de la economía formal: mercados ilegales de datos personales, redes de desinformación organizadas, minería de criptomonedas con un enorme coste energético, extracción de minerales esenciales para la industria tecnológica, comercio ilegal de dispositivos electrónicos o cadenas de trabajo invisibles que entrenan modelos de inteligencia artificial sin derechos laborales básicos.

Todo eso existe. Todo eso tiene consecuencias.

Y, sin embargo, apenas aparece cuando hablamos de ciudadanía.

De ahí que empiece a ganar terreno la idea de una ciudadanía digital sostenible. No como un concepto académico, sino como una actualización necesaria del contrato social. Una forma de ciudadanía que reconoce que la tecnología no solo amplía derechos —como la protección de datos o la privacidad—, sino que también genera responsabilidades y efectos sociales, económicos y ambientales que no pueden ignorarse.

La figura del ciudadano ha cambiado. Ya no basta con votar periódicamente o ejercer libertades clásicas. Vivimos en un entorno donde decisiones tecnológicas tomadas por empresas, gobiernos o algoritmos influyen directamente en la información que recibimos, en los servicios a los que accedemos y en las oportunidades que se nos ofrecen. El poder, hoy, no reside solo en las instituciones: también en las plataformas.

Durante años hemos pensado la tecnología como algo intangible, casi etéreo. Pero su impacto es profundamente material. Los centros de datos consumen más electricidad que algunos Estados pequeños. El entrenamiento de modelos avanzados de inteligencia artificial requiere una cantidad de energía comparable a la de miles de hogares durante meses. La fabricación de un teléfono depende de minerales extraídos en regiones que poco se benefician del progreso que ayudan a construir. El reciclaje electrónico se ha convertido en uno de los negocios ilegales más rentables del planeta.

Nada de esto aparece en la pantalla cuando encendemos el móvil. Pero todo está ahí.

Por eso, la ciudadanía digital sostenible no es una cuestión de buenas intenciones, sino de coherencia democrática. Si la tecnología estructura nuestras vidas, debe someterse a principios de transparencia, responsabilidad y control público. No basta con regular lo visible; necesitamos entender —y gobernar— lo invisible.

Es necesario avanzar en marcos globales de ciudadanía digital: indicadores de gobernanza tecnológica, participación ciudadana en el diseño de algoritmos o estándares para medir el impacto energético de la inteligencia artificial. La lógica es simple: un espacio digital global exige reglas que vayan más allá de las fronteras nacionales.

El consenso, sin embargo, está lejos. Estados Unidos prioriza la innovación privada. Europa avanza entre la ambición regulatoria y la cautela. China desarrolla un modelo de supervisión estatal intensiva. Y buena parte del mundo se adapta, sin demasiada capacidad de decisión, a un ecosistema del que depende económicamente.

En este escenario, la cuestión ya no es solo cómo regular la tecnología, sino cómo proteger la democracia en un entorno digital que no reconoce fronteras. Y cómo evitar que la transición digital agrande las desigualdades existentes o refuerce nuevas dependencias económicas.

Actualizar el contrato social no es un ejercicio teórico: es una necesidad política.

Y esa actualización pasa, de forma inevitable, por la tecnología.

La ciudadanía digital sostenible plantea algo tan básico como decisivo: que la libertad, la igualdad y la participación política ya no pueden separarse de la infraestructura digital que las condiciona. Y que la sostenibilidad no es un complemento opcional, sino un requisito para que la democracia siga siendo viable en un mundo finito e interconectado.

Puede que aún no tengamos todas las respuestas.

Pero seguir evitando las preguntas ya no es una opción.

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