Democracia extinguida y juventud encarcelada con Bukele
El Salvador es un país pequeño, pero su experiencia encierra una advertencia global: no hay seguridad que justifique la anulación del Estado de derecho

La democracia salvadoreña ha muerto. La Asamblea Legislativa que es leal a Nayib Bukele expidió el Acta de Defunción este jueves, por 57 votos a favor y tres en contra, al aprobar un cambio constitucional que permite la reelección indefinida del presidente, extendiendo su mandato a seis años. Se elimina la segunda vuelta y las elecciones municipales y legislativas serán concurrentes a la elección presidencial.
Bukele ya había logrado ilegalmente su reelección en 2024, a través de una Suprema Corte y Tribunal Electoral controlados por él. Su abrumadora mayoría en las urnas no es un reflejo de una democracia vigente, sino del colapso de esta. Con la reforma, el presidente Bukele tiene la perspectiva de permanecer en el poder hasta 2033, controlando todos los espacios políticos. La eliminación de la segunda vuelta es importante porque ante la debilidad y descoordinación de los partidos tradicionales ARENA y FMLN, aún y cuando Bukele recibiera en la próxima elección poco más de una tercera parte de los votos, continuaría siendo presidente.
La democracia salvadoreña murió gradualmente antes de este golpe final. Después de 40 meses en régimen de excepción, Bukele ya había eliminado todas las protecciones de derechos civiles de los salvadoreños. En ese país no hay Estado de derecho, hace tiempo que desapareció el debido proceso, la presunción de inocencia es una ficción y no hay defensa legal. Las cárceles del régimen están a reventar —el 1,9% de la población, la tasa de encarcelamiento más alta del mundo. La realidad es que El Salvador es hoy un régimen de excepción sin contrapesos, sin competencia electoral, sin derechos.
Al discutir el caso de El Salvador se habla con frecuencia de todas las vidas que han sido salvadas con la reducción de los homicidios desde la llegada de Bukele al poder. Es verdad que mediante el régimen de excepción Bukele ha logrado desactivar a las temibles pandillas, que tenían aterrorizada a la población por homicidios, violencia y extorsiones y que gobernaban las calles y actividades económicas de un gran número de vecindarios en El Salvador. Muchísimos salvadoreños aprecian profundamente esta nueva paz, el poder caminar seguro por las calles, el no tener que pagar extorsión, ir seguros a la escuela sin miedo a ser asesinados. Ante el significativo aumento de la seguridad, es entendible que muchos en El Salvador aprueben a Bukele.
Pero por lo general no se habla de los presos inocentes que se encuentran en las cárceles sin acceso a un juicio, a abogados defensores, sin poder ver a sus familias, incomunicados. Probablemente, una tercera parte de quienes están en la cárcel en El Salvador son demostrablemente inocentes. De lo único que son culpables es de ser pobres, de haber estado en el lugar donde ocurrió una redada, de tener un corte en la ceja, vestir de cierta manera o tener actividades de organización social. Bukele ha admitido públicamente que ha liberado 8.000 personas inocentes, de los 80.000 arrestados durante su régimen, un margen de error “aceptable” para él, pero claramente no para las víctimas y sus familias. A los detenidos se les acusa de “asociación ilícita”, sin ninguna evidencia más que la acción de un policía o alguien del ejército que pueden arrestar a cualquiera, en todo momento, en cualquier lugar, sin orden de aprehensión, ni evidencia, usualmente llenando “cuotas” de arrestos.
El hecho más preocupante es el efecto demostración que el régimen de Bukele está propiciando en el resto de América Latina y el mundo. Los mandatarios democráticos no han podido articular con claridad qué es lo que se ha perdido en El Salvador. En parte, esto se debe a que, como con otras recesiones democráticas que se viven a nivel global, la dictadura salvadoreña no se estableció por un golpe militar o un evento de interrupción repentina de la democracia. La estrategia de “mano dura” de Bukele es popular porque ha sido efectiva en mejorar la seguridad, cambiando la cotidianeidad de muchos ciudadanos en las zonas urbanas. También le ha ayudado su enorme capacidad mediática y propagandista.
Pero lo que pocos han observado es que, como en otros regímenes autoritarios en la historia, el régimen de excepción de Bukele reprime cualquier oposición de manera terminante y cruel, mediante la amenaza y el uso del horror carcelario. La mayor parte de los periodistas independientes, incluyendo El Faro, así como los luchadores de derechos humanos, como Cristosal, han tenido que salir del país en las últimas semanas temiendo por su integridad física, mental y emocional.
Los cercos de seguridad se han ampliado hacia lugares como Chalatenango y Cabañas, que no tienen nada que ver con la violencia criminal de pandillas o narcotráfico, con el argumento de que los despliegues militares buscan extirpar a los últimos “terroristas” que se refugian en zonas rurales. La realidad es que esas redadas y muestras de fuerza militar se han realizado en los bastiones de oposición al régimen, en los lugares con mayor apoyo histórico a la guerrilla y al partido del FMLN. O sea, lo que el régimen más teme no es el regreso de las maras, sino la posibilidad de que surja cualquier tipo de oposición organizado o movimiento social.
Bukele, un publicista exitoso, sabe manejar como pocos sus redes sociales y su imagen internacional, mostrando la famosa cárcel de CECOT como su modelo de racionalidad y eficiencia del Estado. Esta propaganda ha velado la realidad de la tragedia humana de lo que sucede en las otras cárceles de El Salvador, en donde toda una generación de jóvenes, muchísimos de ellos inocentes, son torturados, ultrajados y hambreados todos los días. Un número inaudito: 1 de cada 10 hombres entre 25 y 34 años en El Salvador está encarcelado.
Bukele ha venido realizando una serie maniobras para aterrorizar a la población. Esas maniobras son menos visibles que las celdas publicitadas frente a los medios o los prisioneros tatuados ordenadamente acomodados en patios. La principal maniobra de terror es que Bukele ha convertido sus prisiones en los lugares del máximo hacinamiento humano posible. Estas cárceles no son visitadas por reporteros ni influencers.
Quienes han estado prisioneros en ellas no pueden hablar libremente de las condiciones que sufrieron, pues sus procesos continúan sin resolverse y pueden regresar a la cárcel en cualquier momento que lo determine el régimen. Mariona (la Esperanza), Izalco, Santa Ana y las otras cárceles de El Salvador, fueron construidas para albergar alrededor de 10.000 reos. Aun con pequeñas ampliaciones de capacidad, esas cárceles ya estaban totalmente desbordadas desde 2019, cuando tenían una sobrepoblación de unos 20.000 reclusos por arriba de su capacidad.
CECOT se construyó oficialmente para 40.000 prisioneros, aunque hay que entender que las condiciones contempladas para ese número consideraban que las personas recluidas tendrían que tomar turnos durmiendo en alguna de las 256 celdas para 156 prisioneros cada una, pues las camas solo tienen capacidad para 80 personas, mientras que los restantes tendrían que estar de pie o en otros espacios. Los 90 metros cuadrados de las celdas de CECOT implican que el espacio disponible es de 0,66 metros cuadrados por prisionero. Los estándares internacionales dan como mínimo diez veces más espacio. CECOT está llena como a la mitad de esa capacidad, porque no sería una buena publicidad para Bukele presentar frente a los medios las condiciones de hacinamiento que implican vivir en 0,66 metros cuadrados por persona.
Para entender qué significa comparativamente dicho espacio, cabe mencionar que las barracas de Auschwitz tenían 17.5 x 8 metros, con 168 prisioneros, lo cual significaba 0,86 metros cuadrados por prisionero. En El Salvador, el hacinamiento caracterizaba ya las “bartolinas”, celdas de castigo en las estaciones de policía, donde se tenía a las personas en prisión preventiva, y muchas veces a sentenciados cumpliendo años de sus penas. Ahora, las prisiones de El Salvador tienen que albergar alrededor de 108.000 personas.
Quizá unos 20.000 presos se encuentran en CECOT. Pero la mayor parte están en las otras cárceles. Personas liberadas de estas prisiones reportan que las celdas disponen de alrededor de 0,33 metros cuadrados por prisionero, implicando que una parte de los prisioneros duerme alternando pies y cabeza, otra parte se apoya sentado con la espalda a la pared, y otra parte toma turnos de pie. No se sabe cuántas personas han muerto en estas condiciones carcelarias, cuántos están al borde de la muerte por inanición, ni las repercusiones psicológicas de residir en un espacio así.
El Salvador es un país pequeño, pero su experiencia encierra una advertencia global: no hay seguridad que justifique la anulación del Estado de derecho, ni popularidad que legitime la represión. Las democracias no mueren solo en las urnas: también mueren en las cárceles, en el silencio de los inocentes, y en el olvido de quienes debieron alzar la voz.
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