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Juana Alicia Ruiz, tejedora de sueños y esperanza colectiva en Mampuján

En los tejidos, las mujeres de Mampuján encontraron la respuesta para sanar el dolor por los desplazamientos, las muertes de seres queridos y los abusos sexuales de los que fueron víctimas

Asina ría, Kumo kusa tá? (Buenos días, ¿cómo está?), saluda Juana Alicia Ruiz, de 53 años, en lengua palenquera, esa que aprendió de sus mayores y que carga con orgullo las historias y tradiciones del primer pueblo libre de América, fundado por esclavos africanos fugitivos.

Así se comunicaba con sus diez hermanos mayores, en el rancho grande donde nació y vivió sus primeros años, en la población de Catival, entre San Basilio de Palenque y el corregimiento de Mampuján. Se trata de la subregión de Los Montes de María, en la costa caribe de Colombia, una zona que años después fue azotada por incursiones guerrilleras y de paramilitares, que obligaron a sus habitantes a huir y a las mujeres a permitir violaciones sistemáticas con tal de conservar sus vidas y las de los suyos.

La alegría al recordar su infancia se nota en el sonido de la voz de Ruiz, cuando menciona un territorio donde, aunque sin luz ni modernidades, nada les faltaba. Comían armadillos y conejos que cazaba su papá y los acompañaban con plátanos, yuca, ñame y arroz que cultivaban en los alrededores. Todo era ahumado o salado, pues no se conocían las neveras, y adobaban con manteca de los cerdos que criaban: “No había preocupaciones. Con mi mamá, íbamos a la quebrada a lavar. El jabón era la espuma que sacábamos de las hojas del árbol de carito y el límpido era la ceniza”.

Esa felicidad se comenzó a romper a los seis años, cuando su mamá se la llevó para Caracas, buscando un mejor futuro, mientras el resto de la prole quedaba al cuidado de las más grandes. Conoció el abandono en un cerro del barrio El Manicomio, uno de los más pobres de la ciudad. Su madre la dejaba con unas señoras que poca atención le prestaban, mientras trabajaba como empleada doméstica. Solo la veía unas pocas horas cada quince días, cuando le daban descanso. Tres años después emprendieron el camino de regreso al abrazo con sus hermanos, que era lo más anhelado y sanador. Entonces se radicaron en Mampuján.

Tenía 28 años cuando, el 11 de marzo del 2000, la vida se les partió en dos a su familia y las otras 244 que habitaban la población, a dos horas de Cartagena. De noche llegaron tres camiones con 60 paramilitares. “Hubo masacres selectivas, colectivas, desplazamientos, muertes de líderes y muchas mujeres fuimos abusadas sexualmente. Éramos botín de guerra, una forma de castigar a los hombres. Nos tocó salir con lo que teníamos encima, dejando todo este legado de nuestros ancestros y lo construido desde 1882. Un solo grupo de hombres rompió la estructura organizativa que teníamos, arrasaron nuestra historia en un solo día”.

El dolor por lo ocurrido no las abandonaba a ella y a sus vecinas, pues más allá de la penetración violenta del cuerpo, sentían que les habían penetrado el alma: “Una violación silencia a la mujer, la humilla, la menoscaba”.

Romper el ciclo de la violencia

Dos años después, esas mujeres comenzaron a pensar cómo superar ese trauma: “Porque no parimos hijos para la guerra. Lastimosamente, en países como Colombia, que han sufrido y sufren violencia, se prepara a hombres y mujeres para la guerra, pero no para la paz. Teníamos que romper ese ciclo”.

Querían recordar sin rabia, sin dolor y sin deseos de venganza, para transmitir una cultura de paz a sus hijos. “No estaba dispuesta a que a mis hijas las violaran como hicieron conmigo, sino a que recibieran un legado de paz. Nos reuníamos 33 mujeres a dialogar, para ver de qué manera nos podíamos superar. Solicitamos al Comité Central Menonita una capacitación psicosocial, porque en una angustia como esta sirve más eso, una mano amiga, una palabra de aliento, que un bulto de arroz o una pimpina de aceite”.

Fue cuando llegaron la psicóloga Teresa Geiser y su esposo, Carlos, y les enseñaron estrategias para superar el trauma y aumentar la resiliencia. Ella era artista de telas y comenzó a darles clases del arte del quilting, como se conoce una técnica de bordado en Estados Unidos: “Les propusimos hacer unas historias de verdad, en las que nos viéramos y sintiéramos representadas”, recuerda Ruiz.

Fueron descubriendo que los miedos y temores deben exteriorizarse para exorcizarlos, y así comenzaron los tejidos que, como si fueran pinturas, contaban lo que les había ocurrido. “Eso nos condujo a tener paz con nosotras mismas, con Dios, con nuestra familia, esposos e hijos, con la comunidad y con el Estado, al que odiábamos porque participó por acción y omisión durante la masacre, la crisis y el desplazamiento”.

Una pregunta surgió en las primeras jornadas de tejido: ¿Se pueden sanar heridas con puntadas de amor y con hilos de esperanza? Ruiz responde hoy de forma categórica: “Sí se puede. Decidimos sacar ese odio que te liga al victimario. Cada vez que odiamos a alguien estamos recordando el dolor y también al causante. Cuando decidimos sanar y perdonar, nos hacemos un favor. Todo el tiempo que tengamos amargura, estaremos favoreciéndolo y amarrados a él”.

Así nació la Asociación de Mujeres Tejiendo Sueños y Sabores de Mampuján, que Ruiz lidera. El proceso y los resultados comenzaron a ser un voz a voz que se esparció entre otras comunidades. Mujeres de Sucre, Chocó, Antioquia y hasta Bogotá les pidieron visitarlas: “Salimos a capacitar a otras en esta técnica terapéutica. Ya nos han invitado a Perú, Nicaragua, Estados Unidos, Canadá, Irlanda del Norte y Suiza”.

A siete kilómetros de la población, funciona el Museo de Arte y Memoria de Mampuján, que exhibe sus tejidos y cuenta la historia de resiliencia, a través de entrevistas, audios, fotos y sesiones de cocina. Las piezas de las Mujeres de Mampuján se han exhibido en distintos escenarios: en la sala Nación y Memoria del Museo Nacional de Bogotá; en el Salón BAT de Arte Popular, asociado al Salón Nacional de Artistas; en Expoartesanías. A comienzos de este año, el stand en el que exhibían y vendían sus trabajos en Colombiatex, en Medellín, se convirtió en una de las banderas de la feria.

“Con lazos de amor, puntadas de misericordia, hemos transformado hechos dolorosos en temas alegres, de fortalecimiento organizativo y en este momento nos consideramos mujeres emprendedoras, pujantes, ya no más dolor ni lágrimas. No extendemos las manos para pedir, sino para dar”, reflexiona Ruiz.

Que no las miren con lástima, sino que sigan dándoles oportunidades, eso es lo que quieren. Hoy, además de los tejidos que ahora cuentan historias alegres de la cotidianidad, producen telas hechas a mano; también venden mermeladas que elaboran con frutos de la región y ya tienen registro Invima. El año pasado, Ruiz recibió, de manos del entonces secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, el Premio de Defensores de los Derechos Humanos, por su búsqueda incesante de justicia.

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