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Tomás González, el escritor de lo importante

En 2025 ganó el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, que otorga el Ministerio de Cultura de Chile. Su obra, dijo el jurado, es una de las más sólidas y contundentes de la literatura colombiana contemporánea y un tesoro escondido de las letras hispanoamericanas

Habla muy bien de Tomás González que ante la pregunta sobre su liderazgo en la literatura haya contestado que no tiene perfil de líder, y que lo único que le interesa es que no que se le enfríe más la novela que está escribiendo desde su casa en Guatapé por andar contestando las entrevistas que se le han represado por el Premio de Narrativa Manuel Rojas, que acaba de ganar en Chile, y por la publicación de su último libro, Vista desde el abismo. Su título da cuenta de que, en su madurez –si no ya desde la publicación de su primera novela, Primero estaba el mar, y en un trabajo sostenido, honesto y persistente sin muchos aspavientos publicitarios y sin aparecer hasta en la sopa–, González sigue revelándonos algo que nos acerca a lo primordial, a la esencia misma de las cosas.

Envigadeño de nacimiento, de familia grande, llena de mujeres, y sobrino de Fernando Gómez Ochoa, uno de los más importantes pensadores colombianos, este escritor nacido en 1950 ha publicado una docena de novelas, media de cuentos y un libro de poesía. Tiene el don de escribir de manera tan asombrosa y sencilla cualquiera de los tres géneros, que cuesta creer que abandonó la Ingeniería –la carrera respetada en su familia– porque “no tenía la precisión para las matemáticas”, cuando hace que sobre cada palabra recaiga un peso exacto, de forma que la estructura completa se mantenga sólida y además bella, sin acabados ni adornos.

González no ha dejado de acercarse a lo importante con la sencillez de las palabras y de la vida misma desde que publicó Primero estaba el mar. Fue la época en que se fue a vivir a Bogotá para estudiar Filosofía (carrera de la que tampoco se graduó) y trabajó como cantinero en el mítico bar de salsa El goce pagano, mientras su mujer lo apoyaba como la más fiel de las mecenas. Y a pesar de que el título de su ópera prima está en pasado imperfecto, esa masa inmensa de agua sigue estando en muchos de sus relatos, no sólo como telón de fondo sino como testigo de un sueño de juventud que se convierte en una pesadilla.

Las palabras con las que ha ponderado la importancia de su tío podrían aplicarse perfectamente para describirlo a él mismo: “Ni el mejor ni el peor, pero sí el más personal e independiente de cualquier largarteo, pose o filiación”. La suerte de revelaciones que aparecen de repente en sus páginas nunca tienen visos políticos o temas de moda. Todo pasa y nada pasa en el universo narrativo de Tomás González. Sólo alumbran algunas certezas muy simples porque, como él mismo lo afirma, “a veces la ficción se acerca más a la verdad de las cosas que los hechos mismos”.

González marca el pasar del tiempo humano a partir de la gestación de un ternero en el vientre de una vaca, la distancia irreconciliable que surge en una pareja a partir de una tiza con la que dividen los espacios de la casa que comparten, o el resentimiento hacia un padre autoritario por medio de una tormenta. Las relaciones humanas más complejas se despliegan ante el lector con un viaje familiar al mar para llevar a la matrona vieja y necia a ver ballenas, o en una travesía de carretera para ayudar a un hijo a practicarse la eutanasia. Su obra está, eso sí, plagada de agua y de verde, quizás por sus múltiples viajes al Pacífico, porque vivió mucho tiempo envuelto en esa vegetación exuberante que brota en Cachipay, o porque durante años vivió en carne propia la voracidad de la jungla de cemento que es Nueva York, a donde migró con su esposa y trabajó como corrector y traductor para una revista que dirigía Heriberto Fiorillo, aunque antes le tocó hacer un paso obligado por una Miami “árida culturalmente hablando y de horizontes espirituales muy estrechos”.

Y no es que González pretenda ser ningún gurú. Existen líderes que no están interesados en que nadie los siga. No les importa que hablen de ellos porque todo lo que han querido decir lo escribieron ya. Su obra es la compuerta que los protege del mundo y que, a la vez, los conecta. Así es Tomás González. A través de su pluma, la contemplación de la realidad más nimia y costumbrista se transforma en un retrato profundo, íntimo y universal que nos deja ver el poema que está sucediendo en nuestras vidas y que pasa desapercibido mientras la atiborramos de influenciadores o de asuntos muy serios que en realidad no importan.

Ya lo dijo mejor Margaret Atwood: “Interesarse en un escritor porque te gusta lo que escribe es como interesarte en un ganso porque te gusta el foie gras”. Entre tanto estrellato encandilante y rimbombante que fabrican las redes sociales (y muchas veces, las editoriales), la obra de González sí es un faro para quienes leemos (y escribimos) buscando algo que va más allá de una historia bien contada, y que tiene que ver con la arquitectura de las palabras y la belleza de las cosas iluminadas de una u otra forma por ellas. Larga vida a Tomás González y a su obra.

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