Las víctimas de los 12 Apóstoles: “Ya no tengo miedo a decir que Santiago Uribe mató a mis hermanos”
En Yarumal hay al menos 300 familias afectadas directamente por el paramilitarismo. Un mes después del fallo que reconoce al hermano del expresidente como cabecilla, dicen, empieza la reparación


El 3 de diciembre de 2017, Álvaro Uribe visitó Yarumal para pedir el voto por Iván Duque. Entró a la comunidad antioqueña rodeado de un mar de admiradores que le gritaban “presidente, presidente” y se apelotonaban para ver a su ídolo más cerca. Entre las lágrimas de algunos de sus más fieles votantes y los escoltas que lo sacaban como podían del mitin, se hacía un hueco a codazos doña Olga Torres, una mujer menuda de entonces 41 años, con los brazos en alto y la voz firme exigiendo una respuesta: “Señor Uribe, dígame quién mató a mis hermanos”.
Con las piernas temblorosas, insistió una y otra vez: “Mis hermanos tenían callos en las manos de trabajar en su finca y los mataron como guerrilleros. Son Carlos Guillermo y Omar Darío, los conocía bien. Dígame, ¿quién los mató?”. Después de varias repeticiones, el expresidente volteó a mirarla y le respondió desafiante: “Dígamelo usted que parece que ya sabe la respuesta”. Torres recuerda que el bullicio se apagó y que las piernas dejaron de responderle. Y que, aunque se moría por decirle que había sido su hermano, Santiago Uribe, no se atrevió. Enmudeció y vio como la cabellera blanca se perdía entre la multitud. Hoy, un mes después de que el Tribunal Superior de Antioquia concluyera que Santiago Uribe creó el grupo paramilitar de Los 12 apóstoles para llevar a cabo una “limpieza social”, reza para volver a encontrárselo. “Ahora no tengo miedo de decirle que fue su hermano quien mató a los míos”, zanja.

Omar Darío y Carlos Guillermo llevaban 5 y 16 años, respectivamente, trabajando en La Carolina, una hacienda ganadera de la familia Uribe Vélez que pasó de criar toros de lidia a convertirse en la base de operaciones de uno de los grupos paramilitares más sanguinarios de Antioquia. Eran inicios de los años 90 cuando los hermanos Torres empezaron a notar que las dinámicas estaban cambiando. La plaza de toros fue tornándose un campo de tiro, había metralletas guardadas bajo los colchones, entraban y salían hombres armados hasta los dientes, algunos llegaban encapuchados y apaleados, otros nunca salían… Ambos decidieron presentar su renuncia para seguir dedicándose al campo, en su pequeño terreno ubicado a medio kilómetro de La Carolina, pero el sábado 11 de julio de 1993 —20 días después del aviso de renuncia— fueron brutalmente asesinados. Tenían 22 y 33 años.
Doña Olga lleva 30 años con la imagen nítida de los cuerpos de sus hermanos abrasados por cigarrillos y con los testículos chuzados. Recuerda cómo irrumpieron en su casa 25 encapuchados a los que había visto mil veces antes en La Carolina, ahora con trajes militares, metralletas y lanzagranadas, y ocultos tras pasamontañas. Si cierra los ojos, dice, recuerda lo difícil que fue dejar su casa a la fuerza, escucha a las vecinas cuchichear que “algo habrían hecho” sus hermanos y vuelve a ver a su perro muerto de un disparo por uno de los paramilitares desesperado con los gritos de su madre. El duelo y la revictimización moldearon la vida de los Torres y de cientos de familias más de Yarumal, que se acostumbraron a vivir con miedo a enamorarse de quien no debían, beber de más o decir que no.

El paramilitarismo permeó la historia reciente de este municipio enclavado en los Andes. Desde los 90, este pueblo lechero de 45.000 habitantes cargó con el doloroso estigma de la violencia y la impunidad, y con la ausencia de un relato que reconociera a las víctimas como tal; la sociedad se creyó el discurso de que la “limpia” era necesaria. Así, las estampas campesinas y ganaderas fueron eclipsadas por los atroces asesinatos de un grupo que operaba a sus anchas, con la complacencia de la Policía y el Ejército y el amparo de los apellidos Uribe Vélez, pues perpetraron muchos de sus crímenes cuando Álvaro Uribe, el político de la familia, era gobernador de Antioquia. La justicia que condenó a su hermano menor ha atribuido al “escuadrón de la muerte” al menos 300 asesinatos, una cifra que las autoridades locales elevan a 533. Además, la estatal Unidad para las Víctimas cifra en 10.858 personas el número de víctimas totales, directas o indirectas, un cuarto de la población local.

Sergio Mesa, periodista, abogado y autor de El apóstol Santiago: Uribe, contrainsurgencia y limpieza social, celebra el “valiente” fallo que se atreve a condenar a “uno de los intocables”. “Por primera vez un juez reconoce el dolor de tantos años”, cuenta en una cafetería de Medellín. Mesa, quien también representa legal y gratuitamente a 25 víctimas, espera que esta sentencia sea la primera pieza de un dominó que esclarezca cada uno de los delitos cometidos por Los 12 apóstoles, organización a la que se le atribuyen asesinatos selectivos, desplazamientos, desapariciones y amenazas. Recuerda que, si bien el pasado 25 de noviembre la justicia condenó en segunda instancia a Santiago Uribe a 28 años de cárcel por concierto para delinquir agravado, conformación de grupos paramilitares y homicidio agravado por el caso del conductor Camilo Barrientos, el tribunal de Antioquia pidió en el mismo texto que se le investigue por otros asesinatos y crímenes cometidos por este grupo.
“La Fiscalía tiene insumos suficientes para iniciar investigaciones que hagan justicia en 533 familias y para vincular a otras personas, como a los comerciantes que financiaban la entidad, miembros de la Policía e incluso a Álvaro Uribe”, zanja. “El aura de impunidad de Santiago fue propiciado únicamente por el poder de Álvaro Uribe, quien le dio protección política a su hermano y a otros miembros de la organización”.

El derecho a reconocerse como víctimas
Uno de los puntos claves de la sentencia es que dinamita el discurso de que los asesinatos, que nadie ha negado, fueron casos aislados. El tribunal explica que la ola de violencia en la que se vio sumida Yarumal en los 90 sólo se entiende por Los 12 Apóstoles. El tribunal incluso estimó probada la existencia de una lista negra de la organización criminal con los nombres de los “indeseables” a los que exterminar. Esta es la misma lista que doña Olga recuerda que sacaron del bolsillo los encapuchados el día en que preguntaron por Carlos Guillermo y Omar Darío.
Para las víctimas, la contundencia del fallo es una pomada para las heridas de duelos que llevan décadas abiertos. Por eso, el día en que escuchó la sentencia en las noticias, Sulma María Vásquez Jaramillo, de 56 años, lloró por su hermano Yohany Humberto Vásquez, asesinado el 16 de noviembre de 1994. El joven de 19 años apareció con varios tiros en la cabeza y un pedazo de arepa aún tibia en la mano. Lo mataron por haber pasado la noche con la exnovia de uno de los paramilitares. Aunque doña Sulma había estado con él en el bar 20 minutos antes de su muerte y sabía perfectamente con quién estaba su hermano, desestimaron sus denuncias. “La Policía me decía que le pasó por borracho y yo empecé a recibir amenazas. Me ponían granadas en la puerta de casa y me llamaban al teléfono fijo a preguntarme cómo estaban mis tres hijos”, recuerda aún atemorizada. “Plata no quiero, pero sí que se haga justicia. Quiero que limpien el nombre de mi hermano, que digan que no fue un guerrillero. Quiero que alguien me mire y me diga que lo mataron porque eran Los 12 Apóstoles y podían hacerlo”, exige desde la plaza central de Yarumal.
A pocos metros de allí, el Aula del Nunca Más de Yarumal cobra más sentido que nunca. Una pequeña sala de la Casa de la Cultura atesora decenas de cartas a los muertos, las fotos de sus comidas favoritas y los dibujos de las sillas y las chocolateras vacías. “Me quitaron a mis hermanos. Dios los tenga en su gloria”. “Mataron a mi hijo y sentí mucha soledad y miedo”. “La matera de la casa donde salí desplazada con mi familia”. “Tardé años en volver a renovar mis sueños”. Estas frases sin firmar hablan por todo un pueblo y se convirtió en uno de los pocos ejercicios colectivos de reparación al que dieron forma 60 víctimas.

Para Julián García Maya, gestor de patrimonio del espacio, una de las cosas más dolorosas de asimilar es que muchos yarumaleños justificaron las masacres. “Mucha gente aún defiende lo que hicieron Los 12 Apóstoles y que cree que los que murieron se lo buscaron”, narra. “Legitimamos tanto la violencia en nuestro cotidiano que a las víctimas se les arrebató el derecho a reconocerse como tal, a vivir su duelo y llorar a sus muertos inocentes”. El fallo, cuenta, es una oportunidad para reescribir la historia.
“Tuve que buscar la reparación por mi cuenta”
Al poco de empezar a trabajar para los Uribe Vélez, Carlos Guillermo, el mayor de los 13 hermanos de Olga, llegó a la casa familiar con una palma de cera en un costal. La sembró frente a sus papás y sus hermanos, y les explicó que se mudaba a una casa que le cedieron los jefes. “Nos dijo: ‘Yo me voy, pero cuando vean la palma, hagan de cuenta que estoy”, explica.
Décadas después de su muerte, esta mujer quiso ver a su hermano por todos los rincones, así que montó un vivero de palmas de cera en su propia casa. Hoy cuenta con más de 60.000 ejemplares, entre las semillas que recolecta en Antioquia y las plántulas que luego siembra en la Sierra de Santa Rosa de Osos. El árbol nacional —en peligro de extinción por la deforestación y su uso en el Domingo de Ramos— encontró aquí un pequeño santuario que recibe cientos de niños en salidas escolares, biólogos y víctimas del conflicto. Olga se sienta con ellos durante horas y les explica cómo la extinción de esta palma está relacionada con el borrado de la memoria de sus muertos y los de sus vecinos. “Luego vamos juntos a sembrar palmas. Lo hacemos con toda la intención. Les explico que aprendí a perdonar a través de la tierra porque ya no quería cargar con tanto odio”, explica entre las hojas de palmas medianas que la abrazan.

Con el propósito de recuperar la memoria de sus hermanos, esta guardiana de semillas también está protegiendo uno de los emblemas vegetales del país. “La transformación del dolor se puede, pero a mí no me la ha dado ninguna sentencia ni ninguna plata, la busqué por mi cuenta”, narra conmovida. “Mi papá se murió esperando a que alguien le confirmara lo que ya sabíamos: que a mis hermanos los mataron siendo inocentes, que eran buenas personas. Aunque llega 33 años tarde, esta condena me permite ahora a mí morir tranquila”.
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