Es la hora del juicio ciudadano
Escuchamos dos sentencias sobre el juicio contra el expresidente Álvaro Uribe. Mientras los ciudadanos voten por líderes que pactan con grupos ilegales, la impunidad será doble
Hemos escuchado dos sentencias del poder judicial sobre el juicio contra el expresidente colombiano Álvaro Uribe. Una condenatoria, proferida por la jueza Sandra Heredia el pasado 28 de julio. Y la absolutoria del Tribunal Superior de Bogotá, este 21 de octubre, que, según lectura del magistrado Manuel Antonio Merchán, se fundamentó en que “ante la ausencia de prueba directa o inferencia sólida, prevalece la presunción de inocencia”. Esa puesta en escena del poder judicial por prolongadas horas, que tuvo a gran parte del país en vilo escuchando los argumentos técnicos de los magistrados, viene a corroborar el acierto de Gabriel García Márquez al escribir en su Proclama por un país al alcance de los niños que “en cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo”.
De allí que la dramaturgia judicial, hasta ahora en dos actos, no haya terminado y asistiremos a un tercer acto ante el máximo tribunal, la sala penal de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), pues los abogados de las víctimas presentarán demanda de casación, que será el cierre del telón de este prolongado litigio. Un cierre que seguramente tardará años y devuelve la investigación a la instancia en donde tuvo origen: la CSJ, la cual eludió el entonces senador Uribe Vélez al renunciar a su fuero de congresista. Que ironía y vueltas que da la vida, pues el Tribunal desestimó pruebas valiosas aportadas por la CSJ, máxima instancia judicial, incluyendo la interceptación legal de un número telefónico que reveló circunstancialmente conversaciones sobre la comisión del delito de soborno a un testigo, Juan Guillermo Monsalve, ilícito que a la postre terminó condenando al abogado del expresidente Uribe, Diego Cadena, junto con otras pruebas e inferencias sólidas. Pruebas y hechos que al parecer no tuvieron en cuenta para nada dos magistrados del Tribunal, Manuel Merchán y Alexandra Ossa, más sí la magistrada Leonor Oviedo, expresando en su salvamento de voto las razones en derecho para hacerlo. En virtud de dicho salvamento podemos apreciar que estamos frente a una sentencia absolutoria contraevidente, pues a partir de las argucias de la razón probatoria de los dos magistrados citados, se desconocen hechos probados en forma inobjetable, como la penumbrosa relación del expresidente Uribe con el “aboganster” Diego Cadena, según su propia definición como litigante.
Una sentencia judicial contra evidente
En otras palabras, el delito sí existió, pero una de las pruebas legalmente decretada por la CSJ fue desestimada por los magistrados del Tribunal Superior a partir de su valoración y con fundamento en una especiosa jurisprudencia a favor del ex presidente Uribe y los argumentos de sus abogados. De esta forma se “burlan las leyes sin violarlas” y, lo que es más importante, se “violan sin castigo”, como magistralmente lo expresó nuestro nobel, quien afortunadamente desertó a tiempo de la carrera de derecho en la Universidad Nacional, pues comprendió que de nada vale el dominio de las leyes y sus incisos si con ello se niega la realidad y la verdad. Esa distancia insalvable entre la verdad judicial y la fáctica es lo que revela de cuerpo entero la sentencia absolutoria del magistrado Manuel Merchán y la magistrada Alexandra Ossa en quienes prevaleció, sin duda, esa alma de leguleyo que exhibieron sin pudor y mucha jurisprudencia en la sentencia absolutoria. Por el contrario, la magistrada Leonor Oviedo con su salvamento de voto reivindica el derecho y la ley como fundamentos de la justicia. En efecto, consideró que estaba plenamente demostrado “que el abogado Diego Cadena, en nombre de Álvaro Uribe, sostuvo reuniones con el exparamilitar Vélez en la cárcel”. Además, que “el delito de soborno en la Picota se consumó con actos orientados al alterar el testimonio. En el episodio de Neiva, también me aparto de la postura de mis compañeros, y considero que se configuró el delito. El material mostró la existencia de un plan estructurado para lograr la retractación en las declaraciones en las que Monsalve vinculó a Uribe con la creación de estructuras paramilitares. Lo acreditable en el proceso confirma que no se trató de un acercamiento espontáneo sino una estrategia a cambio de modificar su testimonio. El relato de Monsalve fue coherente y detallado”.
Por eso la genialidad de García Márquez estriba en que nos demostró, con su portentosa imaginación, que la ficción está muchas veces más cercana de la verdadera realidad que los relatos oficiales y judiciales de la misma. Seguramente por ello es que su obra está siendo censurada en los Estados Unidos y se restringe la lectura de Cien años de Soledad a los jóvenes en los colegios, no vaya a ser que les aporte la suspicacia e imaginación para que descubran quién los gobierna. Nada menos que un exitoso empresario condenado por 34 cargos criminales, algo que supera incluso el realismo mágico de García Márquez, pues así Trump, con su rubicunda soberbia y robusta humanidad, quedó revestido de inmunidad presidencial y total impunidad. Es intocable pese a su culpabilidad. Va vestido de mandatario, pero en derecho su traje debería ser el de un presidiario.
La importancia del juicio ciudadano
Pero estas paradojas y contradicciones entre los fallos de la justicia y la impunidad de los gobernantes no son solo responsabilidad de los jueces, sino sobre todo de los ciudadanos que los eligen. La justicia no puede sustituir a la política y la responsabilidad ciudadana. Es una especie de disonancia cognoscitiva y ética lo que lleva a millones de ciudadanos a votar por candidatos con semejante identidad cacocrática y delictiva, instalándolos en pedestales de impunidad, con tal de que estos defiendan sus intereses, prejuicios, fanatismos ideológicos y hasta religiosos. Sin importar los medios que utilicen para ello. Desde las mentiras hasta los crímenes, revestidos con las banderas del nacionalismo, como Trump lo hace con MAGA o Netanyahu con el sionismo de ultraderecha. También la aporofobia y la xenofobia, que exacerban el miedo a los pobres y los extranjeros, como ya lo hace incluso el canciller alemán Friedrich Merz. De esta forma, casi imperceptible, la democracia va degenerando en cacocracia, pues millones de ciudadanos eligen a los más diestros en el manejo del miedo, los prejuicios y el odio, a quienes prometen protección y seguridad con más cárceles y mano fuerte, expulsión de migrantes y hasta la salvación nacional. Así lo hace Milei con la motosierra como símbolo de sus políticas para cercenar el Estado y los derechos sociales conquistados por los argentinos. En nuestros predios, Abelardo de la Espriella apela con publicidad circense y militar a la fiereza de un tigre para intimidar a sus adversarios y supuestamente salvar la nación. Lo hace con máxima impostura quien ayer fuera defensor de Alex Saab, el cómplice de Maduro en la defraudación y saqueo de Venezuela, y hoy se nos presenta como el futuro “Salvador de Colombia”. De lograrlo, sería un caso espeluznante de “fraude presidencial” auspiciado por una extrema derecha populista como revancha contra el fallido “Gobierno del Cambio”, por haber generado éste expectativas irrealizables en cuatro años: “La paz total” y “Colombia, potencia mundial de la vida”.
La ciudadanía, juez de última instancia
Por eso no hay que olvidar que el juez de última instancia es el ciudadano, pues con su voto podrá condenar al ostracismo y la derrota a quienes la justicia no puede hacerlo por tecnicismos y argucias legales. Porque lo que cuenta en la política es la responsabilidad del gobernante por sus acciones u omisiones en el ejercicio del cargo, que afectan al conjunto de la sociedad, independientemente de la buena o mala intención que éste haya tenido. Sin duda las banderas de la “seguridad nacional”, la “seguridad democrática” y “la paz total” son inobjetables, pero si sus resultados fueron miles de ejecuciones extrajudiciales, “falsos positivos” o mayor inseguridad y el control de grupos criminales en vastas regiones del país, será el juicio ciudadano en las urnas quien tendrá la responsabilidad de condenar o absolver a quienes han promovido dichas políticas y estrategias o persistan en continuarlas. No hay que confundir la responsabilidad política con la culpabilidad penal. La responsabilidad penal es individual, subjetiva y depende de pruebas irrefutables, en parte por eso la sentencia del Tribunal Superior de Bogotá fue absolutoria. En cambio, la responsabilidad política es pública y constitucional: corresponde a todos los ciudadanos evaluarla y juzgarla, especialmente en el caso de quienes aspiran ser reelectos en el próximo Congreso de la República. Así lo establece el artículo 6 de la Constitución, según el cual “los servidores públicos son responsables por omisión o extralimitación en sus funciones”.
Trump y Uribe, casos similares
La reelección de Donald Trump confirma la importancia de esta distinción: después de ser condenado por 34 delitos en un proceso penal, más de 77 millones de votantes lo absolvieron en las urnas. Por eso Estados Unidos está siendo gobernado por alguien con una larga historia de desprecio por la legalidad interna e internacional. Colombia vivió una historia similar en 2006, cuando Álvaro Uribe fue reelecto tras una reforma constitucional aprobada mediante el delito de cohecho, lo que dio origen al escándalo de la “Yidispolítica”. Pese a las condenas de altos funcionarios de su Gobierno, como sus exministros Sabas Pretelt y Diego Palacio, entre muchos otros, Uribe obtuvo una mayoría electoral que le otorgó legitimidad política e inmunidad penal. Esta impunidad política se profundizó con el encubrimiento de crímenes cometidos por funcionarios cercanos a Uribe. En el caso del DAS, la condena de Jorge Noguera por el asesinato del profesor Alfredo Correa de Andreis, las interceptaciones ilegales a periodistas y magistrados, y la protección de quienes él llamó “buenos muchachos”, son parte de esa trayectoria. A ello se sumó la Directiva 029, que facilitó los falsos positivos. Y aunque no haya una prueba penal directa contra Uribe —como tampoco la hubo contra Ernesto Samper en el proceso 8.000 o contra Juan Manuel Santos en el caso Odebrecht y la financiación ilegal a su segunda campaña—, la responsabilidad política sigue intacta. Mientras los ciudadanos sigan votando por líderes que pactan con grupos ilegales o poderes de facto, la impunidad será doble: penal y política. No es solo responsabilidad de quienes gobiernan, sino también de quienes los eligen. Por eso, el juicio que importa es el que deposita con responsabilidad y conciencia de lo público cada ciudadano en la urna. Porque más allá de la sentencia judicial, lo que se definirá en las próximas elecciones es si como sociedad seguimos tolerando la impunidad o decidimos romper el vínculo entre política y crimen, independientemente de la derecha, el centro o la izquierda. Si avanzamos por fin hacia la democracia o, por el contrario, con la coartada de las elecciones, seguimos profundizando esta cacocracia tan estable como criminal, amparada en una Constitución nominal.
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