El poder de las mayorías silenciosas
Colombia ve aflorar las pulsiones más hondas de odio y resentimiento colectivo, pero muchos ciudadanos se resisten a caer en el binarismo maniqueo de las redes sociales

La sentencia penal contra el expresidente Álvaro Uribe, proferida por la jueza 44 del Circuito de Bogotá (28 de julio), y la muerte del senador Miguel Uribe Turbay (11 de agosto) tras una agonía de dos meses, han configurado una prueba de fortaleza para la democracia y la sociedad colombianas. En nuestro país no es usual que los expresidentes comparezcan ante la justicia —como sí ocurre en lugares como Argentina, Brasil o Perú—, y desde 1990 no se producía el asesinato de un precandidato presidencial.
Estos dos hechos, sumados, operan como un auténtico tsunami con capacidad de abrir la Caja de Pandora de una nación marcada por sombras históricas, odios heredados y prejuicios no resueltos. La reacción del Centro Democrático mostró hasta qué punto persiste la disposición a responder con visceralidad antes que con ponderación. Las declaraciones del expresidente Uribe, llamando hipócrita al expresidente Santos y responsabilizando a Petro, marcaron el tono de una espiral de agravios, donde sus seguidores parecían competir. La familia de Miguel Uribe, al pedir al Gobierno abstenerse de asistir al funeral, reforzó la percepción de que la tragedia personal se había convertido en un recurso político y electoral, como en efecto lo ha confirmado el padre del senador asesinado, al ofrecer a Uribe el legado de su hijo para que busque la victoria electoral en 2026.
En este escenario, las intervenciones externas no ayudaron a contener la tensión. Las palabras del secretario de Estado Marco Rubio, al descalificar a Petro y tildarlo de “errático”, no solo exacerbaron el ambiente, sino que revelaron la facilidad con que la coyuntura colombiana puede ser instrumentalizada por la política exterior de Washington. La descalificación de la jueza 44, incluyéndola en la categoría de “jueces radicales”, es una afrenta a la independencia judicial. De momento, la Casa Blanca no ha ido tan lejos como en Brasil con el caso Bolsonaro, aumentando hasta en un cincuenta por ciento los aranceles como represalia. Lo preocupante es que esa narrativa no recibió un rechazo de los partidos ni de los precandidatos presidenciales, lo que muestra una peligrosa insolidaridad institucional. A su vez, el subsecretario de Estado, Cristopher Landau, encuadró el asesinato dentro de un supuesto patrón hemisférico contra líderes conservadores, una especie de conjura internacional.
Si uno se atiene al conjunto de estas declaraciones, podría concluir que la investigación penal por el homicidio de Uribe Turbay está de más: los responsables ya habrían sido identificados sin necesidad de pruebas. Estas actitudes deslegitiman a las instituciones judiciales y siembran en la opinión pública un ambiente de desconfianza que se proyecta directamente sobre el proceso electoral.
En esos tres días de duelo, Colombia vio aflorar las pulsiones más hondas de odio y resentimiento colectivo, confirmando la fragilidad del consenso democrático. Por fortuna, las mayorías no se dejaron arrastrar hacia la violencia callejera. A pesar de que había todos los ingredientes para ello. Salvo algunos incidentes aislados, prevaleció la calma, en parte gracias al comportamiento prudente de la fuerza pública. Sin embargo, esto no elimina el riesgo de que la campaña electoral derive en violencia y en una mayor fractura social. La posibilidad de que se cumpla la tercera ley de Murphy —“si algo puede ir mal, irá mal”— no es descartable en un escenario de tanta pugnacidad de la dirigencia. Todo apunta a que las elecciones del próximo año estarán presididas por la emocionalidad y por una agenda programática diluida, donde el debate de ideas corre el riesgo de ser desplazado por la lógica de la revancha y la descalificación personal.
Cómo ganarle la partida a la fatalidad
El gran reto de Colombia consiste en superar las fracturas políticas y sociales. En 1991, el país logró un consenso amplio que dio origen a la Constitución, abriendo una esperanza a la paz y a la civilidad del debate público. Treinta y cuatro años después, ese consenso parece erosionado: el mapa político actual se asemeja a un tríptico en tensión. De un lado, los seguidores del presidente Petro; de otro, quienes veneran al expresidente Uribe como el salvador frente a la amenaza narco-comunista de las Farc; y, finalmente, una franja mayoritaria que se conecta y desconecta de la política, de manera intermitente.
El sistema político pareciera haber entrado en una dinámica centrífuga: en lugar de atraer ciudadanos al debate, los expulsa porque les produce hartazgo. Lo que debería ser un espacio centrípeto —un imán para la deliberación pública— se ha transformado en un ring cerrado para profesionales de la política, más interesados en saldar cuentas y cobrar venganzas que en construir un proyecto de país. Paradójicamente, en esa dinámica reside la fuerza de las mayorías silenciosas, al abstenerse de participar en la contienda de los extremos que ni dan ni piden cuartel los deja sin el quórum necesario. Ahora bien, este retraimiento no puede prolongarse indefinidamente: el próximo año tendrán que expresarse en las urnas, y en medio de la fragmentación no se perfila un liderazgo capaz de representarlas.
La clave de las elecciones de 2026 parece residir en esa franja inorgánica, amorfa y desideologizada. No es un “centro” político anodino y hueco, sino una tercería con capacidad de reconciliar a los colombianos, de dialogar con todos los actores comprometidos con la legalidad y con la democracia. El concepto de “mayoría silenciosa” (silent majority) invocado por Nixon en 1969 durante la guerra de Vietnam, ciudadanos que no protestaban contra ella ni aparecían en los medios, pero que, según él, apoyaban su política de continuar la guerra hasta lograr una “paz con honor”, puede resignificarse en Colombia. No como un apoyo pasivo a favor de nadie, sino como una fuerza política activa, capaz de resistir el binarismo maniqueo de las redes sociales: me gusta/no me gusta, verdadero/falso, izquierda/derecha con el que se quiere formatear la mente de los ciudadanos para conducirlos a las urnas.
Colombia necesita algo distinto de lo que hoy existe. Requiere una visión de país que impulse reformas estructurales, fortalezca las instituciones democráticas y proyecte una modernización incluyente. No puede seguir ostentando la medalla mundial de bronce en desigualdad, detrás de Sudáfrica y Namibia. Ni una pobreza monetaria del 31,8% y una pobreza extrema del 11,7%. Tener una corrupción casi sistémica y amplias zonas del territorio a merced de grupos irregulares armados, que controlan rentas y economías ilícitas. Un acuerdo de mínimos en torno a estos puntos debería servir de base a un nuevo pacto.
En esas mayorías silenciosas, hoy dispersas, está el poder transformador de Colombia y la garantía de su futuro.
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