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Trabajo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El trabajo también florece

Educar para el trabajo, entonces, no es formar para la utilidad, sino para la capacidad de convertir el saber en acción con sentido. Mostrarle al joven que su esfuerzo puede convertirse en obra

Estudiantes en un colegio de Bogotá, Colombia.

¿Qué ocurre cuando educar y trabajar no están conectados? ¿Qué propósito tiene aprender si lo aprendido no encuentra dónde desplegarse? ¿Cómo transformar el conocimiento en propósito, en expresión, en vida compartida?

Escucho, con frecuencia, voces que aseguran que educar para el trabajo es empobrecer la educación. Como si hablar de empleabilidad fuera una traición al pensamiento crítico. Como si preparar para el mundo laboral fuera incompatible con formar para la vida. Pero ¿no será que lo que empobrece es reducir el trabajo a mera producción, a sobrevivencia, a rutina sin sentido? Por eso es necesario meditar sobre el sentido filosófico del trabajo como parte esencial de la vida.

En La condición humana, Hannah Arendt distingue tres dimensiones del hacer: la labor que sostiene la vida, el trabajo que fabrica lo útil y la acción que nos permite iniciar algo nuevo y dejar huella en el mundo. Solo en esa acción, dice Arendt, el ser humano revela quién es. Y es precisamente ahí donde el trabajo puede florecer: cuando no es solo deber o utilidad, sino acción con sentido.

El más reciente Reporte de educación superior y mercado laboral en Colombia, elaborado por la Universidad EAFIT, revela una desconexión estructural: lo que demandan los empleadores, lo que ofrecen las instituciones educativas y lo que esperan los jóvenes, no terminan de encontrarse. Y en esa fractura se pierde algo más que eficiencia: se pierde dirección.

La desconexión no es solo técnica, es relacional. Se corre el riesgo de educar sin conocer las realidades del ámbito del trabajo. De contratar sin comprender los procesos formativos. De aprender sin confiar en que lo aprendido será útil. En ese vacío, muchos jóvenes transitan su formación sin sentir que tienen un lugar en el mundo.

A esto se suma una paradoja inquietante: se exige experiencia sin ofrecerla. Las universidades forman, pero no siempre acompañan el tránsito hacia lo real. Y los jóvenes enfrentan exigencias que desconectan su etapa de formación de la oportunidad de comenzar. Pero hay cosas que solo se aprenden en el hacer. El primer empleo no debería ser solo aplicación de conocimientos, sino un espacio formativo en la práctica: en el error, la convivencia, el ritmo de la realidad.

El trabajo también forma. Y cuando ese aprendizaje es acompañado, reconocido y compartido, puede volverse transformación.

Educar para el trabajo, entonces, no es formar para la utilidad, sino para la capacidad de convertir el saber en acción con sentido. Mostrarle al joven que su esfuerzo puede convertirse en obra; que su inteligencia, su sensibilidad y su imaginación tienen lugar; que trabajar es también encontrarse.

Eso exige transformar las maneras de enseñar: integrar pensamiento crítico con herramientas digitales, ética con habilidades técnicas, flexibilidad con profundidad formativa. También exige tejer alianzas reales con quienes emplean, sin desplazar el horizonte formativo que le da significado a la educación. Y, sobre todo, confiar en que cada joven tiene algo único por ofrecer, si se le da el espacio.

El informe de EAFIT propone caminos concretos: microcredenciales, aprendizaje por proyectos, reforma curricular con nuevas habilidades, liderazgo adaptativo e inteligencia emocional. También sugiere fortalecer conexiones entre colegios, universidades, empresas y Estado; impulsar políticas públicas que reconozcan trayectorias diversas; y hacer de la universidad un actor activo en la discusión educativa. Más que soluciones técnicas, son formas de devolverle al trabajo su vínculo con el sentido.

Reconectar esas tres orillas —empresa, universidad, juventud— es nuestra verdadera tarea. No basta con alinear perfiles. Hay que reconstruir el lazo que convierte al trabajo en una experiencia significativa: no un destino impuesto, sino una posibilidad de expresión, contribución y transformación.

En una reciente columna, Piedad Bonnett advertía, con razón, sobre el riesgo de subordinar la educación a los intereses del mercado. Coincido: cuando el saber se vuelve simple mercancía, pierde su alma. Pero tal vez la tarea no sea separar educación y trabajo, sino reimaginar su vínculo desde el sentido. Recuperar el trabajo como forma de hacer mundo, no de perderlo. Como espacio para crecer y crear.

Porque cuando el trabajo se vuelve lugar de encuentro —entre lo que sabemos, lo que sentimos y lo que la sociedad necesita—, ya no es solo ocupación: es expresión. Y en esa expresión, tal vez, empieza lo verdaderamente humano.

@eskole

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