Las mujeres trans de La Picota llegan al Museo Nacional: “Hay que cambiar la perspectiva de que todas somos putas, ladronas y basuqueras”
Un grupo de reclusas y pospenadas presenta ‘Correspondencias’, una exposición sobre las formas en las que buscaron reinventarse en la cárcel


La sala Talleres del Panóptico del Museo Nacional de Colombia ha quedado en la penumbra. Acoge, hasta finales de agosto, una exposición proveniente de un lugar sombrío, hermético y peligroso: La Picota, el complejo penitenciario más grande del país para hombres. Un reflector de luz simula el rayo del sol que se cuela por las rejas de la cárcel y que las personas privadas de la libertad anhelan a diario. “Es eso que buscamos, ese rayito que nos caliente”, explica Ana María Medina, coordinadora del colectivo Cuerpos en Prisión, Mentes en Acción. El rayo, sin embargo, se va extinguiendo a medida que rebota en diferentes vidrios fragmentados. La sensación de encierro y encadenamiento se acentúa. Replica lo que sienten las autoras de la exposición Correspondencias, quienes sufren la doble discriminación de ser reclusas y transexuales.
Laura Katalina Zamora cuenta en la inauguración, el pasado 26 de junio, cómo ella y sus compañeras terminaron en un lugar tan hostil. Relata que quiso tener “una vida normal” y que postuló a los 18 años a un trabajo de mesera, pero que la rechazaron por ser trans. “Las palabras fueron: ‘Usted es una marica, no puede trabajar”. Para Zamora, que tiene una condena a 50 años de prisión, esa falta de oportunidades la orilló a ambientes hostiles, expuestos a las drogas, el alcohol y los peligros de la calle. “La sociedad nos reprocha mucho: ‘Ellas solo ejercen la prostitución. Miren cómo se maquillan, cómo se visten, cómo se comportan’. Reproches, reproches, reproches. ¿Pero en qué momento la sociedad se ha puesto a pensar en cómo nos cerró las puertas a la educación, a la salud, a un trabajo digno?”, subraya.
Una vez en prisión, las mujeres trans tienen más dificultades. Sharick Beltrán, que salió de La Picota hace dos años, señala que el abuso sexual que sufren convive con la negación de sus identidades. “Los hombres nos ven como un trozo de carne, quieren comérselo a uno, devorárselo. Y, si no, quieren acabarlo a uno y tirarlo al fondo. Dicen: ‘Eso no existe, no tiene nada que hacer acá. Estamos en un patio de hombres”, explica. Aun así, ella y sus compañeras prefirieron una cárcel masculina antes que una de mujeres. Aby Hernández, que también estuvo presa y hoy lidera el colectivo Las Libertarias, comenta que las mujeres cisgénero también las discriminan y que las cárceles de hombres al menos tienen más posibilidades económicas. “Hay presos con dinero. Las mujeres les cocinan, les hacen el aseo, les lavan la ropa, les prestan servicios sexuales, les arreglan las uñas, los peluquean”, relata.

Parte de la exposición narra estas dificultades. Además del rayo de sol que se extingue, hay una carta de que la lideresa trans Diana Navarro escribió desde la cárcel en 2002 y que es parte de la colección permanente del Museo Nacional. Allí, le expresa su tristeza a su amiga Susana Fergusson: le cuenta cómo en su pabellón de La Picota solo hay compañeros “concentrados en su vida delincuencial” y cómo se vulnera su “derecho al desarrollo libre de la personalidad”. “Piensan que obligándome a usar prendas masculinas, aunque lo mío todo es femenino, me van a cambiar”, denuncia. “Quiero salir lo más pronto posible de aquí. Esto es denigrante y no creo que siquiera el peor de los seres humanos se merezca esto”, dice.
La exposición, sin embargo, busca evitar la victimización. Medina, que salió de la cárcel hace tres años y ahora coordina el grupo, explica que la idea no es que los visitantes sientan lástima. “La gente ya sabe que la cárcel es una mierda y que, sobre todo, es una mierda para nosotras. Lo que queremos mostrar es la forma en la que las mujeres trans se reinventan cada día para enfrentar un sistema que no se pensó para albergar diversidad”, enfatiza. La carta de Diana Navarro, pese a transmitir tristeza, enfatiza sus deseos de estudiar, trabajar y hacer activismo. Nunca renuncia a su identidad. “Antes de aquí era Diana, aquí seguiré siendo Diana y después de esto seguiré siendo Diana, más fuerte, con más experiencia”, afirma.
La creatividad se refleja en la sección Espacios íntimos. Tiene ocho maquetas de celdas: a diferencia de los espacios grises y despersonalizados de la prisión, estas están intervenidas por reclusas que las reimaginaron como lugares más amigables. “La idea es darle un toque de identidad a cada cuarto, un toque desde la identidad femenina que cada una ha asumido”, dice Medina. Hay varias con cortinas que representan la privacidad que desean y hay una con el nombre “Natacha” escrito con una brillantina púrpura en la pared. Algunas tienen pintura rosa en las paredes o los muebles.

Del otro lado de la sala, cuelgan decenas de cartas. Son correspondencia entre mujeres trans en La Picota y personas afuera de la cárcel. Se apoyan mutuamente, aunque no se conozcan en persona. “Espero salir, vernos afuera y, aunque no te conozca, poderte abrazar porque todos somos hijos de Dios”, dice una. “Puedes leer y escuchar tus palabras, y recordar que eres perfecta, que los errores que te llevaron a donde estás ahora no te definen, tu ser es maravilloso”, se lee en otra. A unos pasos, hay hojas en blanco para que los visitantes les escriban a las reclusas.
Salomé Pérez, en tanto, cuenta que la cárcel le permitió hacer su transición. Explica que antes trabajaba como docente de matemáticas y ni se lo planteaba. “No veía viable entrar trasvisteada a dictar clase, sabiendo que estaba educando a personas que ni siquiera habían definido qué querían en su vida, ni siquiera su sexualidad. Entonces me reprimía y optaba por mi profesionalidad”, rememora. Para Pérez, la prisión y la soledad le permitieron enfocarse en ella misma. “Pensé: ‘Yo ya hice mucho por otras personas. ¿Y yo qué? ¿Cómo me siento feliz? ¿Cómo me siento agradada? ¿Acaso voy a esperar a vieja para vestirme de mujer?”, relata.
Salió de prisión hace dos meses, y le frustra que no consigue trabajo. “No ven las habilidades que tenemos, como que pueda nombrar 10 casos de factores o explicar ecuaciones de cuadrática. No se toman el tiempo de conocerte y ya te juzgan con la vista, te señalan”, relata. Aun así, está contenta. Dice que la sociedad parece más abierta que cuando ella entró a la cárcel hace una década, que en ese entonces jamás hubiera pensado en salir vestida con las capas, vinchas y sujetadores dorados que lució en un performance en la inauguración de la muestra. “Estos espacios no se daban, y menos en un museo tan importante”, considera. Afirma que las actividades como la exposición son importantes para producir empatía. “Hay que cambiar esa perspectiva de que todas somos putas, ladronas y basuqueras”, subraya.

Su trabajo es uno de los expuestos en Libertad idealizada, una sección de collages de mujeres pospenadas. Muestra una cueva que representa el sufrimiento de la cárcel y de ser trans. “Sufrí lo que hubiera sufrido cualquier niña negra que se mete en un mundo de blancos”, se lee. Se enfrenta con una mujer desnuda. Es un cuerpo joven, vigoroso, perfecto bajo estándares convencionales. Contrasta con la cabeza, que es una calavera. “Así cambiemos nuestros cuerpos, al morir vamos a terminar todos iguales”, explica Pérez. Insiste, sin embargo, en que el mensaje es positivo. Hay dos símbolos sobre la caverna: un búho que refleja “la sabiduría” necesaria para reinsertarse en la sociedad, y una mano que emerge con la promesa que la artista siente venir de la sociedad hoy en día: “El mundo ha cambiado”.
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