¿Y dónde está el piloto?
Dónde y, además, cómo. En el vía crucis que son ahora los vuelos comerciales, es clave contar con un piloto de sobrio proceder

¿Le pasa a usted, como a mí, que a veces cree que la vida se parece a un viaje en avión? Siempre estamos estrechos e incómodos. Nada es gratis. No se recibe lo que se quisiera tener. Se respira cierta tensión en el ambiente. Hay sobresaltos. Uno se la pasa encomendándose a alguien “superior”. Y eso, que parece terrible, es lo menos malo.
Lo verdaderamente aterrador son los demás. Todo el mundo tiene las alertas de su teléfono activadas. Hablan a voz en cuello. Alguien pasa por el corredor golpeando con sus tres morrales a los de los asientos de pasillo (siempre tratando de hacerle “el quite” a la disposición que permite solo una pieza de mano).
¡Qué decir de los pequeñines! Los papás entretienen a sus niños con juegos estruendosos y los críos lloriquean y dan alaridos, sin que nadie los controle (eso va en contra de la libre determinación infantil). Los niños, en los aviones, son como los impuestos: se padecen. Está mal visto no soportar el exceso de patanería de los hijos ajenos. Máxime si son “hijos” de cuatro patas, que a veces resultan juiciosos y, otras, hasta mordisco pegan.
Más dicha: patean constantemente el asiento de atrás y mueven de manera enfermiza la mesa auxiliar, que va pegada al espaldar de uno. El de al lado nos mete el codo entre las costillas o nos pone sobre las piernas algo de la chaqueta que lleva en su regazo. Un tipo oye reggaetón a todo volumen. Dos compañeros de silla hablan chillando. Otro de más allá tamborilea con los dedos. Un flaco huesudo de dos metros nos acomoda media tibia en nuestro espacio.
La falta de maneras sí que brilla en los baños y sus diminutas dimensiones, tanto físicas como humanas. El bizcocho del sanitario está salpicado con orina. Un par de toallas desechables, húmedas y repugnantes, nunca faltan en el piso. El lavamanos rebosa de espuma. Nadie asea.
Esas cosas suelen pasar en los aviones, excepto una que no existe: pilotos ramplones. No sé si se trata de algo que tenga que ver con una impecable educación de academia o con la distancia en que operan, separados del ecosistema del fuselaje, pero los hombres y mujeres que comandan los vuelos comerciales sí que conservan las formas.
Nunca, pero nunca, y jamás de los jamases, en un vuelo el piloto dirá por el megáfono que un pasajero recibe plata sucia, porque es corrupto; que hay periodistas indeseables en la nave, proclives a la calumnia y la mentira; que un rubio en Ejecutiva es esclavista; que en la segunda fila hay unos empresarios ladrones, de esos que exprimen a sus trabajadores; que varias personas pretenden entrar a cabina, tomar el control del aparato, y sacar al piloto a las patadas; que la aerolínea no les va a reconocer a los pasajeros las millas a que tienen derecho; que la tripulación bien puede insultar a los viajeros a través de redes sociales; que abordaron unos funcionarios indeseables, pues dejaron una ciudad sin agua, no contribuyeron con recursos para vacunar a la población y se gastaron el presupuesto en sistemas de transporte masivo que el piloto considera ineficientes; que le incomodan un par de juristas de altas cortes que, con sus decisiones, controvierten las obsesiones del piloto o que, en algún rincón del avión, hay un HP. Sí, un flamante HP en el HK.
Capoteando las tempestades que implica ser colombiano, repito, me siento en un caótico trayecto. Pero hay mucho que agradecer. Gracias a nuestros pilotos comerciales por no extraviar la compostura. Gracias por no excederse con el café. Gracias por no amenazar con atornillarse al asiento de cabina y volar cuanto se les venga en gana. Gracias por la discreción y el decoro. Gracias por no ponernos a pelear a los pasajeros, unos con otros. Gracias por mantener siempre la ruta sin desviarse hacia lo profundo del “etnocosmos” y, finalmente, gracias por no dejar que se les raye la aguja… del altímetro.
***
Retaguardia. El presidente merece respeto. Lo dictan la razón y la ley. El desconocimiento de esa situación solo nos lleva a debilitar las instituciones. Pero cuestionarlo, criticarlo, hacer apreciaciones sobre sus decisiones, evaluar su conducta o pedir de él transparencia en todos los escenarios (incluido el de su estado físico y mental), no es faltarle al respeto. Y los colombianos, de manera independiente a su ideología, credo, condición u ocupación, también deben ser objeto de ese mismo respeto por parte de quien ejerce la presidencia. Confundir el libre derecho de expresión con el insulto y la calumnia es atisbo del desastre. El respeto en forma de embudo no es compatible con la democracia; acaso con el despotismo.
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