América Latina, la maestra de Estados Unidos para sobrevivir al autoritarismo
El autoritarismo ya no es una excepción latinoamericana, sino una realidad continental

¿Está a salvo la libertad de expresión en los Estados Unidos de Trump? Cualquiera que siga las noticias sabrá que es una pregunta retórica. La respuesta es obvia, negativa y rotunda: no, la libertad de expresión no está a salvo. Enfrenta amenazas sin precedentes desde que la Primera Enmienda de la Constitución entró en vigor el 15 de diciembre de 1791, hace 234 años.
Pero hay un detalle curioso: la nueva realidad de la prensa independiente estadounidense se parece cada vez más a la que los medios y periodistas latinoamericanos han enfrentado a lo largo y ancho de su historia. Esa fue la conclusión de Pierre Manigault, director del Evening Post Publishing Company y nuevo presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa, en su discurso de clausura —presentado virtualmente ante los asistentes a la 81ª Asamblea Anual en Punta Cana—. Con la excepción de Canadá, los medios del hemisferio están por primera vez ante desafíos y amenazas comunes.
El diagnóstico de Manigault no puede ser más preciso:
“La experiencia de los medios latinoamericanos enfrentando la censura, las campañas sucias, el acoso judicial y las presiones económicas ofrece valiosas lecciones para los editores y periodistas de Estados Unidos.”
Es urgente que los medios y periodistas estadounidenses se acerquen a sus pares latinoamericanos para intercambiar experiencias sobre cómo lidiar con el autoritarismo sin renunciar al periodismo. “Llamamos a los editores estadounidenses a reconocer que su lucha es ahora nuestra lucha, y a unir fuerzas para crear un periodismo resiliente en el hemisferio”, subrayó Manigault.
Esto no será sencillo, dado el debilitamiento estructural que arrastran los medios, las campañas orquestadas y bien financiadas contra ellos, y la fragmentación extrema del ecosistema informativo estadounidense. Recientemente, se publicaron varios estudios con malas noticias. En 2024 —año electoral y de auge en la evasión de noticias—, 46 de los 50 principales medios del país perdieron porcentajes sustanciales de tráfico. La fuga de audiencia no está directamente asociada a Trump, pero coincide con el despegue acelerado de su proyecto autoritario. Mientras tanto, el tráfico de usuarios del agregador de blogs Substack se catapultó un 48% en el último año.
Otras tendencias son igualmente dramáticas. En 2005, los 7.325 diarios que existían en el país empleaban a 365.460 personas. En dos décadas, esa cifra se ha achicado a 4.490 diarios y 91.550 trabajadores de la prensa. Este cataclismo es resultado del choque del meteorito digital. Pero Trump ha agravado el panorama con una estrategia de desacreditación sistemática.
El presidente no solo posee el megáfono más potente del país —la Casa Blanca—, sino también redes propias como Truth Social, medios de gran alcance como Breitbart News y Fox News, y una milicia de sicofantes que amplifica su narrativa polarizadora a través de redes sociales, blogs, pódcasts y videos.
Una breve colección de citas de Trump ilustrará el punto:
En la primera conferencia de prensa de su segundo Gobierno, le dijo a un reportero de CNN: “No te voy a dejar hacer una pregunta. Tú representas las ‘noticias falsas’”.
En un discurso en un acto conservador en 2017: “Hace unos días les llamé [a medios y periodistas] el enemigo del pueblo. Y lo son. Son el enemigo del pueblo americano”.
En una reunión con la plana mayor de la CIA: “[Los periodistas]… están entre los seres humanos más deshonestos de la tierra”.
Y no podía faltar una reflexión sobre su filosofía de ataque: “Lo hago para desacreditarlos y despreciarlos, así cuando escriban historias negativas sobre mí, nadie les creerá”.
Tener a un presidente en abierta campaña contra la búsqueda de la verdad tiene efectos en la mente de sus seguidores. La mayoría cree a pie juntillas lo que su líder proclama. Pero es mucho peor cuando la virulencia verbal se convierte en venganza. Manigault lo recordó en la Asamblea de la SIP:
“El presidente ha lanzado una andanada de juicios contra algunas de las principales compañías de medios —arreglos multimillonarios en las cortes, una demanda por difamación de 15.000 millones de dólares contra The New York Times y otra de 10.000 millones contra The Wall Street Journal—, todos casos que la SIP ha condenado”. A esto se añaden los llamados a cancelar las licencias operativas de medios que ofrezcan una cobertura crítica (negativa, según el presidente).
Los principales miembros del equipo de Trump están siempre listos para vomitar insultos y lanzar invectivas.
Nada de esto es casual. Las evidencias hablan solas. Durante su primer mandato, Steve Bannon —el Rasputín de Trump— declaró en una entrevista: “Quiero que tomes esta cita textual: los medios de comunicación son el partido de la oposición.”
Trump aprendió e incorporó rápidamente lo peor de América Latina. Manigault lo resume así: “Los retos a la libertad de prensa no están aislados, sino conectados a través de las fronteras.” Pero lo crucial es mirar hacia adelante, entender lo que puede venir y, para eso, hay que recordar la historia.
En Venezuela, Hugo Chávez impuso la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión. Con Nicolás Maduro, se aprobaron la Ley del Odio y la Ley contra el Fascismo, que reforzaron la autocensura y la criminalización de la noticia. En Ecuador, Rafael Correa calcó la ley venezolana y demandó por difamación a periodistas y periódicos exigiendo sumas millonarias.
Estos son casos extremos, pero el ambiente tóxico se ha diseminado con potencia cancerígena desde México hasta Argentina. Javier Milei lanza dardos envenenados e histéricos contra organizaciones y periodistas: “No odiamos lo suficiente a los periodistas”, vocifera. Nayib Bukele, el poster boy de la derecha de mano dura, acosa sin tregua y asfixia a medios como El Faro, Revista Fáctum, Alharaca y Redacción Regional. En Nicaragua, la dictadura Ortega-Murillo ha llegado a despojar de su nacionalidad a cientos de personas, entre ellos periodistas como Carlos Fernando Chamorro. En Guatemala, el llamado “pacto de corruptos” mantiene tras las rejas al fundador del diario elPeriódico, José Rubén Zamora, bajo cargos espurios de lavado de dinero. La dictadura de Maduro tiene a 18 periodistas presos.
En todos estos países la libertad de prensa se ha debilitado bajo los ataques autoritarios. La Red Latinoamericana de Periodistas en el Exilio (Relpex) contabiliza hasta ahora más de 300 profesionales que ha sido forzados a dejar sus países.
Pero no hace falta ser una dictadura para que el deterioro sea evidente. Tras el fin de la dictadura, Argentina se convirtió en un baluarte de la libre prensa en el continente, con calificaciones sobresalientes en los censos internacionales. Gracias a Milei —quien, como Trump, estigmatiza periodistas y desmantela medios públicos—, el país bajó en apenas dos años del puesto 40 al 87 en el Índice Mundial de Libertad de Prensa de Reporteros Sin Fronteras, una de las mayores caídas del mundo.
Nada es idéntico a nada, claro está. Aunque asediada desde el poder y moviéndose en un ambiente cada día más adverso, la prensa estadounidense aún cuenta con la Primera Enmienda y recursos legales y profesionales para hacer su trabajo. En todo el país existen ejemplos extraordinarios de periodismo vigoroso, independiente e innovador. En América Latina también: quizás nunca se ha hecho un periodismo de tan buen nivel.
La pregunta es, entonces, qué puede hacerse para enfrentar la embestida autoritaria. Lo primero es reconocer, como dijo en la asamblea Luz Mely Reyes —directora de Efecto Cocuyo y columnista de EL PAÍS—, que “nadie será premiado por portarse bien”. Es decir, entender que la obsecuencia no garantiza el favor del poder, ni en Washington, ni en Buenos Aires, ni en Ciudad de México.
A partir de esa realidad común, hay al menos tres áreas donde los esfuerzos por defender el periodismo pueden ser efectivos:
Primera: colaboración interregional. Desde la migración y el crimen organizado hasta los aranceles y el medio ambiente, muchas historias tienen relevancia continental. Son historias comunes y deben cubrirse con una mirada amplia que conecte las distintas realidades y geografías que abarca.
Segunda: respuesta conjunta contra la desinformación y de fortalecimiento de la alfabetización periodística. La SIP puede coordinar el desarrollo de estrategias comunes frente a la desinformación. Pero ese espacio debe funcionar también como una caja de herramientas para que los estándares de calidad —verificación, contraste de fuentes, responsabilidad editorial— puedan ser fácilmente adoptados por quienes ejercen el periodismo en plataformas emergentes: redes sociales, pódcasts, newsletters o agregadores como Substack. En otras palabras, crear un espacio institucional que fomente una alfabetización acelerada sobre la importancia de la calidad periodística como sostén de la democracia.
Tercero: una agenda hemisférica para proteger el periodismo libre. Más allá de la defensa reactiva, los medios deben construir, como propuso Manigault, una estrategia común de incidencia que articule universidades, fundaciones y organizaciones de derechos humanos para garantizar las condiciones de un ejercicio independiente del periodismo en todo el continente. Esa agenda podría incluir desde fondos de apoyo y mecanismos legales hasta campañas públicas que refuercen el valor del periodismo profesional en tiempos de desinformación y polarización extrema. En síntesis: pasar de la mera resiliencia a la resistencia activa.
Nadie imaginó que el país que fue el faro continental de la libertad de prensa necesitaría ahora que sus vecinos le ayuden a defenderla, porque el autoritarismo ya no es una excepción latinoamericana, sino una realidad continental. Los embates autoritarios han acentuado esa triste y preocupante hermandad. Nos toca aliarnos para enfrentarlo.
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