El dilema venezolano: negociar antes de que las bombas decidan
Cada artefacto que caiga en Venezuela no solo golpeará a Maduro y sus secuaces: también hará volar por los aires la posibilidad de una transición negociada

Más de un mes después del despliegue de la flotilla estadounidense en aguas del Caribe, enmarcado como una campaña de interceptación de cargamentos del narcotráfico desde Venezuela hacia Estados Unidos, el país sigue atrapado en un limbo. La amenaza de Donald Trump de extender los ataques dentro del territorio venezolano no ha despejado el panorama. No hay negociación política. La oposición avanza. Y tampoco se vislumbra una salida militar viable. Ciertamente, la costosa muestra de fuerza ha creado un nuevo escenario. Nicolás Maduro se encuentra aislado y en jaque. Pero, en vez de acelerar el desenlace, el movimiento ha sumido a Venezuela en lo que los estrategas llaman la niebla de la guerra.
En ese espacio ambiguo, Maduro ha actuado con astucia. Lanzó una campaña de resistencia antiimperialista para presentarse como víctima de una agresión externa y decretó un estado de conmoción que le da cobertura legal a la represión. Desde su escondite, la líder opositora María Corina Machado insiste en que el final del régimen chavista está muy cerca, aunque todavía no haya pruebas concretas de ello. Mientras tanto, América Latina mira hacia otro lado. Colombia y Cuba condenaron los bombardeos de cuatro embarcaciones que dejaron 17 muertos; Brasil y Chile invocaron el principio de no intervención llamando a la “solución pacífica del conflicto”; Argentina, Ecuador y El Salvador están con Trump. El resto prefirió callar. En la práctica, este cálculo político deja el terreno libre a Washington.
No siempre fue así. Cuando Estados Unidos invadió Panamá en 1989 para sacar al narcotirano Manuel Antonio Noriega, la reacción regional fue enérgica. México negociaba el Tratado de Libre Comercio con sus vecinos del norte, pero el presidente Carlos Salinas de Gortari se opuso. Venezuela también condenó la intervención, aunque Estados Unidos era su principal mercado petrolero.
El presidente venezolano Carlos Andrés Pérez observó entonces: “Las naciones latinoamericanas no actuaron con el necesario coraje ni con la determinación requerida para enfrentar la crisis en Panamá. Hemos perdido la oportunidad de resolver entre nosotros un problema americano y, al no hacerlo, otros han venido a resolverlo por nosotros”. Treinta y cinco años después, su diagnóstico resuena como una advertencia ante la parálisis actual. Venezuela podría ser otra oportunidad perdida si la región no actúa con coraje y determinación.
Pensando en momentos anteriores de mayor reacción regional, hablé con Jorge Castañeda, excanciller de México y uno de los analistas más agudos de los procesos latinoamericanos. “La dictadura de Maduro es indefendible, incluso para países amigos. Criticar a Estados Unidos inevitablemente parece un apoyo a Maduro, y nadie quiere hacerlo por muy buenas razones”, me dijo. Pero añadió otra dimensión igual de importante: “Trump ha generado múltiples roces bilaterales con todos los gobiernos. Es muy difícil para estos países agregarle a esos problemas la denuncia de las presiones de Trump sobre Venezuela”. En otras palabras, el costo de enfrentarse a Washington hoy es demasiado alto, incluso para gobiernos que rechazan a Maduro.
Castañeda señaló otros dos puntos que evidencian la debilidad latinoamericana: “No hay una homogeneidad ideológica como sí la hubo en los años noventa y a principios de los 2.000. Desde Chávez, la política latinoamericana se ideologizó y las posturas internas comenzaron a influir en las externas. Hoy ni Brasil ni México, las dos mayores democracias latinoamericanas, tienen el liderazgo ni la credibilidad suficiente para negociar con Maduro y con Trump”.
La fragmentación regional acentúa la paradoja: muchos quieren que Maduro se vaya, pero no se atreven a avalar una salida de fuerza que podría desestabilizar la región. El resultado es que, de hecho, la resolución de la crisis venezolana parece estar casi exclusivamente en manos de Estados Unidos.
Recientemente, el enviado especial Richard Grenell confirmó que sigue en contacto con el Gobierno de Maduro por instrucciones de Trump. En el pasado, las negociaciones fracasaron y desembocaron en mayor represión. Sin embargo, muchos comentaristas coinciden en que la dictadura de Maduro no tocará fin sin una presión extraordinaria desde fuera. Ambas cosas pueden sumarse en una negociación efectiva.
Desde Washington, voces como la del exembajador John Feeley plantean un camino menos dramático que los bombardeos. “Estados Unidos nunca ha tenido más de uno a tres patrulleros en el Caribe y siempre alegó limitaciones de recursos, pero ahora el gobierno desperdicia cientos de millones en una fuerza de misiles estratégicos y desembarco anfibio que probablemente nunca se utilice. Debería reorientar esos fondos hacia una flotilla de la Guardia Costera, apoyada por buques de la Armada. Podría usar esos mismos patrulleros para detener la ‘flota fantasma’ de petróleo”.
Feeley cree que el foco debería ser económico y diplomático, no militar. “Podría presionar a Colombia y Brasil para que detengan el tráfico terrestre de oro ilegal que cruza las fronteras desde Venezuela. La presión contra el contrabando de drogas, oro y petróleo perjudicará materialmente al régimen sin el teatro de amenazar con acciones bélicas. Los militares y las fuerzas de seguridad que permiten y colaboran con el crimen organizado se verían acorralados, lo que podría provocar una ruptura con Miraflores”.
La oposición venezolana debería considerar estas ideas. Apostar todo a Trump es una quimera altamente riesgosa. La solución militar podría lograr el objetivo inmediato, pero también convertirse en otra caja de Pandora con repercusiones regionales. Reorientar los esfuerzos hacia una negociación respaldada por la presión internacional y el apoyo militar disuasorio de Estados Unidos ofrece mejores perspectivas. Esta combinación le daría los dientes que hasta ahora la negociación no ha tenido para hacerla efectiva. El punto central sería el reconocimiento del triunfo de Edmundo González Urrutia y el diseño de un marco de transición democrática con garantías básicas.
El gran obstáculo sigue siendo el mismo: cómo asegurar la salida de Maduro y de la nomenklatura chavista en un esquema de justicia transicional. Ese es un dilema espinoso,
pero menos costoso que una campaña militar dentro de Venezuela, que pondría en riesgo vidas inocentes y la integridad territorial del país.
Trump podría llegar a resolver con drones y bombazos una crisis que América Latina no supo enfrentar. Pero cada bomba que caiga en Venezuela no solo golpeará a Maduro y sus secuaces: también hará volar por los aires la posibilidad de una transición negociada. En este momento, negociar es mejor que bombardear. Esa sería una ruta menos costosa.
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