La educación, un muerto en el campo de batalla
Un acto tan común como ir al cine se ha convertido en una aventura no precisamente agradable


Pasa sin revuelo una noticia aparecida en el diario Levante. “Descalabro en las oposiciones docentes de Valencia", dice el titular. De 18.000 aspirantes a las 1.607 plazas de profesor de Secundaria, una gran parte —aunque no consta la cifra— ha suspendido por faltas de ortografía. Muchos no podrán hacer media para el segundo examen. Lo que se le pide, de momento, a un formador es que conozca la materia en la que va a formar (por ejemplo, Lengua española). Dentro de unos años, cuando el analfabetismo funcional sea lo procedente, ya veremos. La educación (pública, privada, da igual) se ha convertido en un coladero. La ignorancia supina, antes patrimonio de los muy desfavorecidos, es ahora la norma. La ostentan orgullosos los altos cargos, los ricos (nuevos y viejos), los jóvenes, la mediana edad. O hay un vuelco pronto, o volveremos a las cavernas. Cavernas con wifi, eso sí.
No soy conspiranoica. No pienso que haya un grupo de multimillonarios decidiendo cómo hacernos aún más dependientes. Sí pienso que hay que mirar a quién benefician las cosas para saber quién va a poner más peso a un lado de la balanza.
Esto, que no solo lo pienso yo, lo ratifico en un acto tan común como ir al cine, ahora convertido en una aventura no precisamente agradable. Hay gente que se descalza, dejando que sus olorosos pies atufen la sala entera. Hay gente que habla en voz alta. Tenemos a los que no desactivan las notificaciones luminosas del reloj. Los que miran el móvil. Los que miran el móvil con sonido (stories de Instagram, TikTok). Los adolescentes que no se pueden estar quietos con las latas de bebidas energéticas. He visto a gente roncar, y se han enfadado cuando otro espectador les ha llamado al orden. La última vez fue hace una semana, viendo 28 años después. A los veinte minutos de película, el espectador que tenía al lado empezó a ver Instagram, a ver qué salía. Examinó fotos de péndulos (a saber por qué) mientras el brillo de su pantalla me impedía concentrarme en la película. Le llamé la atención y, para mi sorpresa, guardó el móvil. Al día siguiente miré, como cada semana, las exiguas recaudaciones de las salas, esas que dicen que desaparecerán dentro de veinte años. A veces pienso que esto de la educación es arrastrar un muerto por un campo de batalla, en concreto por una que hace tiempo que perdimos.
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