Kumquat
“Presenciar su disfrute me traería el mismo gozo que si lo estuviera probando yo”

Hace unos días, mientras abordaba la fastidiosa tarea de guardar en cajas la ropa de invierno para dejar espacio a la de verano, me topé con unos pantalones negros de lino de corte japonés, una adquisición del año anterior que había olvidado que tenía. Sé que me los puse en varias ocasiones a lo largo del verano pasado por ser especialmente cómodos y de mi gusto, sin embargo, solo soy capaz de acordarme y visualizar con nitidez una de las veces en las que lo hice: el día en que le di a probar a mi padre un kumquat en el ascensor.
El episodio vino de golpe a mi mente mientras los colgaba en la percha. Aquel día amanecí en un hotel de Valencia, una hora después de perder un tren. El día anterior había estado visitando los jardines cítricos de la Fundación Todolí, en Palmera, un paraíso botánico que alberga en su huerto más de 500 variedades de cítricos, donde el aire huele a neroli y de los árboles cuelgan esferas jugosas de diferentes formas y tonalidades, cada una de ellas con nombre propio y apellido. Recuerdo recorrer los senderos del huerto junto a su fundador, Vicente Todolí, e ir escuchando con atención sus historias y anécdotas, tan singulares e inabarcables como la colección de cítricos que alberga su laberíntico huerto. En un momento concreto, Vicente me tendió la mano para ofrecerme un kumquat; el mejor que he probado y que probablemente probaré. Estoy segura de que se trataba de un kumquat excepcional (considerando donde estaba y quién me lo ofrecía), pero también sé que el recuerdo que mi cerebro registró de aquel sabor está altamente condicionado por el contexto en que lo probé, que revistió el bocado y multiplicó por mil su intensidad: así funciona la modulación emocional de la memoria. Se trataba de la primera vez que probaba este pequeño cítrico (popularmente conocido como “naranjas de la China”) que se come sin pelar y de un bocado. He probado otros muchos después de aquel, siempre intentando reconstruir el intenso disfrute que sentí aquel día en el jardín de cítricos, pero nunca lo he conseguido. El estallido de sabor repentino, semejante a morder un globo de agua que inunda la boca de notas ácidas que son, a la vez, profundamente dulces, si a algo sabe el verano, es a aquello.
Vicente me tendió un kumquat más, que guardé cuidadosamente en mi bolso como quien guarda un tesoro, para ser capaz de disfrutarlo de nuevo más tarde, en un momento apropiado. Cuando al día siguiente llegué a Madrid quedé con mi padre. Mientras esperábamos al ascensor en el edificio de mi casa, palpé en mi bolso el kumquat que había guardado el día anterior, y se lo ofrecí a mi padre mientras subíamos; por sensibilidades paralelas, sabía que él viviría la misma experiencia de descubrimiento que para mí había supuesto el probarlo el día anterior, y que presenciar su disfrute me traería el mismo gozo que si yo misma estuviera probándolo de nuevo por primera vez. Sus ojos brillaron y fueron, de pronto, los de un niño. Ahí estaba la emoción del descubrimiento. Recuerdo con nitidez la escena: la amígdala (que en el cerebro, se encarga de calibrar la emoción que producen ciertos episodios y en base a ello, el hipocampo le da más o menos prioridad al recuerdo) lo calificó como altamente emocional. Esa es la fuerza con la que operan los sabores, tanto los que disfrutamos, como los que elegimos descubrir con aquellos a los que queremos. La memoria gustativa es un lienzo compartido.
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