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Una investigación rechaza que el microbioma cause autismo: “No está justificado dedicar más tiempo y recursos a esta hipótesis”

Un estudio identifica “graves deficiencias, inconsistencias y contradicciones” en las propuestas que vinculan el origen de este trastorno con una alteración del ecosistema microbiano intestinal

Jessica Mouzo

Pocas cuestiones científicas levantan tanta polvareda como el origen del autismo. La ciencia sabe que tiene una base genética, pero desconoce las causas exactas. Y mientras sigue buscando respuestas, van brotando ideas rocambolescas y bulos recurrentes. Como aquel fraudulento artículo del médico británico Andrew Wakefield en el que apuntaba, hace ya 25 años, que las vacunas causan este trastorno del neurodesarrollo. O el anuncio reciente de Donald Trump vinculando, sin ningún tipo de evidencia científica, el origen de esta condición con la ingesta de paracetamol en el embarazo.

En medio del ruido de charlatanes, buscan su hueco también investigaciones científicas serias e hipótesis más plausibles. Aunque el debate no está cerrado y tampoco ahí, en el campo académico, parece que es oro todo lo que reluce. Una investigación publicada este jueves en la revista Neuron, del grupo Cell Press, ha metido el dedo en la llaga científica y ha tirado por tierra una de las hipótesis más populares y aparentemente solventes sobre las posibles causas del autismo: aquella que vinculaba el microbioma intestinal con el origen de este trastorno. La investigación ha identificado “graves deficiencias, inconsistencias y contradicciones” en los estudios que abonan la teoría de que el autismo está causado por alteraciones en el ecosistema de microbios que puebla el intestino.

Los autores creen que esta tesis ha llegado a un punto muerto y alertan contra la tentación de simplificar una condición cuyo origen y desarrollo es mucho más complejo que todo eso.

Dice Kevin Mitchell, neurobiólogo del desarrollo en el Trinity College de Dublín y primer autor del estudio, que “hay una especie de misticismo extraño en torno al autismo que no parece aplicarse a otras afecciones del neurodesarrollo”. Desconoce de dónde viene, admite, pero cree que lo que realmente impulsa hoy la proliferación de teorías especulativas alrededor de este trastorno es el aumento de diagnósticos —la prevalencia mundial pasó de 773 casos por 100.000 habitantes en 1990 a 788 en 2021—. “Esto parece exigir una explicación, algún factor ambiental que deba estar causando este incremento”.

En realidad, apunta, hay “pruebas sólidas” de que este incremento se debe a cambios en las prácticas diagnósticas —más precisión para detectar los casos—, y “no a un aumento real de la afección subyacente”. Pero con las cifras descontextualizadas sobre la mesa, la prevalencia elevada de problemas gastrointestinales en personas con autismo y un interés social creciente en torno a este trastorno, el campo para las conjeturas más simplistas está sembrado.

Y es ahí, en ese contexto, en el que la hipótesis del vínculo causal entre el microbioma y el autismo cobra fuerza: cada año se publican decenas de artículos que exploran esta tesis y ese interés científico ha permeado también en la opinión pública. Pero Mitchell y sus colegas admiten que entre muchos científicos hay “preocupación” porque quizás se ha ido demasiado rápido en la difusión de estas teorías y su credibilidad ha superado a la evidencia real que las respalda.

El planteamiento es atractivo ya de base, acepta: “La idea general de que las bacterias intestinales puedan afectar nuestra mente es realmente radical. Parece abrir un campo completamente nuevo y desconocido de la biología, revolucionar nuestra concepción del funcionamiento de la psicología e incluso redefinir nuestra identidad como personas. Por lo tanto, es natural que haya generado tanto interés”.

Y en el caso de su vínculo con el autismo, agrega, el microbioma “parecer ofrecer una causa identificable y una posible vía de tratamiento”. Es una teoría sencilla, concreta y fácil de explicar en un campo, como el de los trastornos del neurodesarrollo, donde siempre han confluido una maraña de variables complejas y muchas preguntas sin respuesta. “Resulta atractivo por su simplicidad (a pesar de la vaguedad): esta condición increíblemente compleja puede explicarse por algo en el intestino”, señala Mitchell en una respuesta por correo electrónico a EL PAÍS.

“Ninguna evidencia sólida”

El problema de todo esto es que la realidad es tozuda y la tentación de simplificar afecciones complejas se desintegra fácilmente cuando se observa la letra pequeña de las teorías más grandilocuentes. Lo muestra el trabajo de Mitchell y también lo advertía un estudio publicado recientemente en la revista Nature, élite de la ciencia mundial: esta investigación constataba que hay diferencias genéticas en el autismo según su edad de diagnóstico y sugería que hablar de “una sola causa” o de “una epidemia” carece de sentido, ya que habría distintos subgrupos distintos en origen y evolución.

A propósito del rol causal del microbioma en todo esto, en su estudio, Mitchell y sus colegas analizan la solidez de la evidencia y encuentran fallos y tropiezos en todas las fases de la investigación, desde los estudios en ratones hasta los ensayos en humanos. “Concluimos que no existe ninguna evidencia sólida que respalde la hipotética relación causal entre el autismo y el microbioma”, zanjan sin miramientos.

En los estudios observacionales o epidemiológicos, que buscan —y supuestamente encuentran— diferencias en el microbioma de personas con y sin autismo, los autores plantean que son investigaciones con pocos participantes, los datos son “imprecisos” y los hallazgos entre estudios son “inconsistentes” o, incluso, contradictorios.

Si acaso, apuntan, si existe alguna asociación, probablemente se deba a “causalidad inversa”. Es decir, que esa alteración del microbioma sea una consecuencia del trastorno —el autismo puede afectar a la dieta y esto, a su vez, a la composición microbiana— y no una causa.

Los estudios en ratones muestran también “deficiencias metodológicas” y los hallazgos son “altamente cuestionables”, anota Mitchell. Y en los ensayos clínicos en humanos, donde se manipula el microbioma con trasplante de heces o probióticos, parece haber conclusiones inconsistentes, a juicio de los autores. “Si bien algunos ensayos han afirmado una mejoría en los síntomas, suelen ser estudios pequeños, abiertos y sin grupo de control”, apunta Mitchell. No hay evidencia de que estas intervenciones tengan un efecto beneficioso, concluyen.

“La impresión es que la literatura no es acumulativa, con estudios posteriores que replican y se basan en los anteriores; más bien, la justificación de un estudio es que ‘algo está sucediendo’ en relación con el autismo y el microbioma intestinal, y cada estudio adopta métodos diferentes sin que surjan hallazgos consistentes y replicables”, sentencian los autores en su revisión.

Las contradicciones y deficiencias son de tal calibre, que los autores incluso plantean abandonar la investigación en este campo: “No creo que esté justificado dedicar más tiempo y recursos a este tema. Sabemos que el autismo es una condición con un fuerte componente genético y aún queda mucho por investigar”, apunta Mitchell en el comunicado. Un parecer que comparte la autora principal y neuropsicóloga del desarrollo Dorothy Bishop, de la Universidad de Oxford: “Si aceptan nuestro mensaje, hay dos caminos. Uno es simplemente dejar de investigar en esta área, algo que nos complacería mucho. Pero dado que no se va a abandonar la investigación, al menos es necesario comenzar a realizar estos estudios de una manera mucho más rigurosa”.

El peligro de las “interpretaciones apresuradas”

Neus Elias, psiquiatra de la Unidad Multidisciplinar de Trastornos del Espectro Autista del Hospital Infantil Sant Joan de Déu de Barcelona, admite su sorpresa por “la contundencia” de los autores al exponer su rechazo a esta teoría, pero concuerda con las conclusiones y asegura que una revisión interna realizada en su equipo llegó al mismo término: “Es lo que le explicamos a las familias. Este artículo marca que la causalidad no está probada. Hay evidencia de que algo está pasando, pero a lo mejor tiene otras explicaciones. Y una cosa es hablar de causalidad y otra de factores de riesgo que pueden influenciar en la evolución del autismo”.

Como telón de fondo de esta polémica —y de otras que suscita el autismo—, subyacen también potentes intereses económicos, convienen los expertos. En declaraciones al portal Science Media Centre, Toni Gabaldón, jefe del grupo de Genómica Comparada del Instituto de Investigación Biomédica (IRB Barcelona), dice que comparte, “en parte”, la visión de los autores y que la prensa y la industria pueden tratar los resultados en este campo “de manera exagerada”. “Este tipo de interpretaciones apresuradas pueden ser explotadas por la industria nutracéutica o de probióticos para vender productos con eficacia no comprobada, lo cual puede generar falsas esperanzas. Hoy en día existe evidencia sólida de correlaciones entre alteraciones intestinales y autismo, pero las pruebas de causalidad siguen siendo hipotéticas y difíciles de demostrar”, apunta, aunque él sí ve “fundamental seguir investigando posibles vínculos causales” en este campo.

En lo que coinciden todas las voces consultadas es que el autismo es una afección extremadamente compleja y buscar explicaciones simples no tiene sentido. Los autores defienden que la genética “apenas ha arañado la superficie” de su rol en el autismo y quedan muchas variables genéticas por descubrir. “Los investigadores han identificado docenas de genes de riesgo para el autismo y se siguen identificando más con regularidad. El problema es que la genética del autismo es muy compleja y su comprensión aún está en desarrollo. Esto dificulta mucho la comunicación de los avances al público general y deja un vacío que las teorías más especulativas (pero más simples) llenarán”, augura Mitchell.

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Sobre la firma

Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.
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