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El debate | La oposición venezolana ante la posibilidad de una intervención de Estados Unidos

Venezuela vive un momento de máxima tensión entre la continuidad de la dictadura chavista y la amenaza de que Trump ordene un ataque militar

La oposición al régimen de Nicolás Maduro se halla en la tesitura de cómo situarse ante el aumento de la presión de EE UU, que amenaza la soberanía del país pero puede suponer el final de un régimen que ha debilitado los derechos fundamentales.

El jurista Mariano de Alba defiende que, aunque en determinadas condiciones extremas una intervención exterior podría estar justificada, esas condiciones actualmente no se dan en Venezuela. Para la politóloga y profesora Colette Capriles, quienes defienden una estrategia de máxima presión olvidan considerar sus consecuencias.


El camino difícil hacia una democracia

Mariano de Alba

¿No hay alternativa a una intervención por la fuerza en Venezuela? Es crucial evaluarlo, porque así lo cree una parte de la población venezolana y del liderazgo político opositor, especialmente luego del fraude del 28 de julio de 2024. Aunque existen condiciones extremas en las que una intervención podría estar justificada, actualmente esas circunstancias no están dadas.

El Gobierno de Nicolás Maduro ha decidido aferrarse al poder por la fuerza de su control institucional y una represión desenfrenada en contra de los venezolanos que se expresaron para tratar de hacer realidad su deseo de cambio político a través del voto. Durante los últimos 12 años, además, cada vez más venezolanos han apoyado e intentado distintos métodos de acción política para tratar de lograr una alternancia. La respuesta del Gobierno no solo ha sido la violación sistemática de sus derechos humanos, investigados como crímenes de lesa humanidad por la Fiscalía del Tribunal Penal Internacional, sino que también ha tenido una responsabilidad preponderante en un colapso económico sin precedentes. Ese colapso, además de devastar las condiciones de vida de la gran mayoría de la población, es la principal razón del éxodo de más de siete millones de venezolanos. Hoy, las limitaciones para hacer oposición al régimen de Maduro en Venezuela son severas e innegables.

Sin embargo, si algo también demostró la participación opositora en las elecciones de 2024, es que, aunque hubo tácticas que se descartaron como inútiles en el pasado, eso no elimina la posibilidad y relevancia de volver a intentarlas. En 2018, la oposición se abstuvo de participar en la presidencial denunciando falta de condiciones. En 2024, incluso con peores condiciones, participó, ganó y lo demostró. Pero esa coordinación y organización por un cambio político en Venezuela fue de carácter predominantemente electoral.

Si el objetivo es que en Venezuela haya democracia y prosperidad económica, todavía está pendiente la construcción de un movimiento social amplio que busque consensos sobre cómo concretar el cambio político y componer al país. Ese esfuerzo también debe tratar de definir acuerdos de convivencia con al menos parte de quienes sostienen a Maduro en el poder, porque algo que se debió haber asimilado de la aciaga experiencia con Hugo Chávez es que la democracia no sólo es el gobierno electo por una mayoría sino también el respeto de los derechos de las minorías.

Esa opción, aunque enfrenta importantes limitaciones producto de la represión, no es de imposible realización. Lo sencillo es descartar de plano esa y cualquier otra alternativa y apostar por una solución militar estadounidense. Pero, así como es cierto que sin presión internacional es improbable que el régimen de Maduro ceda en su intención de perpetuarse en el poder, es igualmente crucial que la iniciativa y organización interna sea la protagonista de cualquier esfuerzo para lograr el cambio político y democratizar el país.

En el ámbito internacional, cuando se asume que obtener autorización para el uso lícito de la fuerza es imposible, se han justificado intervenciones señalando la concurrencia de tres elementos: 1) la evidencia convincente, generalmente aceptada por la comunidad internacional, de una crisis humanitaria de gran escala que requiere ayuda inmediata y urgente; 2) que no exista ninguna alternativa al uso de la fuerza para salvar vidas, y 3) que el uso de la fuerza sea necesario y proporcional al objetivo de aliviar la necesidad humanitaria.

En Venezuela, es innegable que existe una crisis humanitaria, reconocida desde 2019 por organismos especializados de la Organización de Naciones Unidas. Pero lo que hemos visto desde hace tres meses en el mar Caribe y lo que se especula que podría ocurrir no es precisamente un despliegue para atender esa crisis, sino una operación cuyo objetivo nominal es luchar contra el narcotráfico, y la suposición de que una intervención militar estadounidense llevaría fácilmente a la salida de Nicolás Maduro del poder.

Más preocupante aún es que hasta ahora las acciones estadounidenses en el mar han estado desprovistas de la proporcionalidad, necesidad y distinción que en cualquier caso debe regir el uso de la fuerza militar. Esto sugiere la posibilidad de que una intervención por la fuerza en el territorio se pudiese terminar cobrando indiscriminadamente la vida de venezolanos, complicando más una resolución que permita construir un sistema democrático estable. Igual de importante que lograr una transición es cómo se logra, porque ello incidirá en el futuro del país.

En el pasado reciente, en Venezuela ya se han vivido periodos donde la esperanza y los esfuerzos se centraron casi absolutamente en el accionar internacional sin que ello finalmente condujera a un cambio. Más bien, esa estrategia también terminó incrementando la desmovilización y produjo una profunda desilusión que facilitó la continuación de la dictadura. Para que Venezuela logre el ineludible objetivo de un cambio político, es crucial no sólo lograr reactivar la movilización interna, sino que cualquier iniciativa de presión internacional venga acompañada de un esfuerzo más multilateral, proporcional y centrado explícitamente en ayudar a los venezolanos a construir un sistema democrático y hacer frente a la tragedia humanitaria.


La teoría del mal menor

Colette Capriles

En algún momento difícil de determinar, la conversación sobre la crisis venezolana pasó de ser una discusión sobre estrategias políticas a adoptar un lenguaje moral cuyo núcleo es la teoría del mal menor. Siendo el régimen venezolano —o la oposición, desde la perspectiva del grupo gobernante— el mal absoluto, cualquier otro mal queda disminuido y se vuelve aceptable, según esta versión de un dilema examinado desde la Antigüedad.

Hay que reprimir el impulso de tratar de entender cuándo y cómo la lógica política en Venezuela fue desalojada del discurso público y sustituida por una gramática moral, sobre todo al considerar que tal suplantación es cada vez más una especie de trending topic civilizatorio. De hecho, la lógica del mal menor también opera dentro de la política normal, como cuando el cálculo electoral lo obliga a uno a votar por cierto candidato para evitar a otro peor, etcétera. Y, como muestra la tradición del célebre problema del trolley y la doctrina del doble efecto de Tomás de Aquino, es un campo reflexivo con importantísimas implicaciones en la teoría legal y en la definición de la guerra justa.

Pero aquí estamos hablando del desalojo de la política, es decir, del uso del dilema moral como contrapuesto a la solución política que por definición supone concesiones, compromisos e incertidumbre. Y este vaciamiento de la política se traduce, en la práctica, en una situación de tierra arrasada en la que cualquier mal, y cualquier consecuencia de las decisiones de los actores políticos, se justifica frente al mal absoluto.

Hannah Arendt, en un contexto que algunos creen que modela el nuestro, concluye categóricamente que los que eligen el mal menor “olvidan rápidamente que están eligiendo el mal”. Arendt intenta disolver el dilema con una idea simple: la responsabilidad política. Si hay que decidir, hay que hacerse cargo reflexiva y prácticamente de las consecuencias de la decisión.

Partiendo de la premisa de que la solución definitiva ante un sistema autoritario no es política o negociable (obviando que gracias al último ciclo de negociación se obtuvieron concesiones suficientes para que las elecciones se llevaran a cabo y comprobaran cuál es la preferencia mayoritaria), quienes han venido elaborando la estrategia que repite la de máxima presión de 2019 olvidan considerar sus consecuencias y hacerse cargo de ellas. De un Gobierno autoritario no se espera sino que actúe de acuerdo a su naturaleza, pero quienes actúan con los valores de la libertad y democracia derivan su legitimidad de su propia responsabilidad política.

De hecho, en las narrativas circulantes se desestiman, niegan o adornan las consecuencias de la estrategia del escalamiento de la presión militar y/o económica, o de una acción de fuerza que desaloje a la cúpula gobernante. Tal vez sea una manera de evadir la responsabilidad futura, pero me permito recordar algunas.

La renuncia a la agencia de la oposición. Convertir la estrategia de cambio en una pieza de la política doméstica de otra nación supone renunciar a la potestad de ser un agente decisor. No es muy alentador como antecedente para formar gobierno. Pero además, se da el caso de que la tercerización del cambio recae en unos actores que a su vez se niegan a asumir ninguna responsabilidad política: el fantasma de una nueva forever war espanta a la Administración de Trump.

La fragmentación y el daño. Debido a lo anterior, las narrativas de quienes justifican una acción de fuerza intentan minimizar los riesgos de una forever war, o intervención crónica para un cambio de régimen. Niegan similitudes con otros casos —Libia, Irak, Haití, Vietnam—, pero olvidan fijarse en las particularidades del caso venezolano. Las instituciones, la sociedad, las formas básicas de la confianza han sido dañadas en muchos años de dejación del Estado y de su servicio al proyecto particular de quienes mandan. La población venezolana está huérfana, reducida a sobrevivir con sus círculos de lealtad y apoyo familiar y es, por tanto, muy vulnerable a la acción de grupos organizados estatales o paraestatales. Un cambio del elenco gobernante no es suficiente, aun cuando es evidente que la gran mayoría de los venezolanos quieren un cambio político.

La voluntad de resistencia organizada. La hipótesis de conflicto esencial de las Fuerzas Armadas es la guerra asimétrica y los escenarios de resistencia. Como lo muestra el caso colombiano y tantos otros, basta con un pequeño conjunto de grupos armados, formales o no, para desestabilizar. Si, como se afirma, las redes del narcotráfico están ligadas a la cúpula gobernante, debería esperarse que tales redes actúen en la defensa de sus intereses.

En definitiva, la cuestión esencial es quién se hace cargo de estas y otras consecuencias. Al parecer, las evaluaciones de este escenario empiezan a considerarlas. En cualquier caso, queda por construir una hoja de ruta negociada porque la negociación es como Roma: todos los caminos conducen a ella.

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