El debate | ¿Tiene sentido la carrera de gasto público por el alumbrado navideño?
Los ayuntamientos anticipan cada año el encendido de las luces de Navidad, en pleno debate sobre su responsabilidad en el desarrollo de un modelo de crecimiento sostenible

El encendido de las luces de Navidad se ha convertido en uno de los actos por excelencia de la temporada festiva. En España, desde hace años Vigo se ha transformado como destino turístico de invierno con su generalmente extravagante decoración festiva, dando el pistoletazo de salida a una carrera en la que las ciudades compiten por ver quién más luces enciende, cuándo la encienden y qué personalidades famosas están invitadas al encendido.
Pero esta competición tiene un coste, tanto económico como ambiental. Por mucho que las autoridades insistan que la popularización de las luces LED ha reducido drásticamente el consumo energético de la iluminación navideña, también está el efecto de la contaminación lumínica. Y, ante todo, el contraste entre el exceso festivo y la responsabilidad en el consumo de energía que se pide en el resto del año. Diana Gavilán, profesora de Marketing en la Universidad Complutense de Madrid, y Pedro Jesús Cuestas Díaz, investigador de la Cátedra de Responsabilidad Social de la Universidad de Murcia, debaten sobre si toda esta carrera tiene sentido.
Luces, árboles y... ¡acción!
Diana Gavilán Bouzas
En el hemisferio norte, la Navidad es la época más oscura del año. El 21 de diciembre el sol se pone entre la una, en Helsinki, y las cinco y cuarto, en Lisboa. Todavía queda día por delante, pero a oscuras. La iluminación de las calles hace que salir de nuestras casas no resulte amenazador. Una calle iluminada parece más segura, pero cuando hablamos de luces navideñas hablamos de algo más que iluminación.
Las luces navideñas son la chispa que activa la vitalidad de los núcleos urbanos. Transforman las ciudades y convierten espacios que son bonitos de día en lugares mágicos bajo las bombillas. Motivados por el deseo de formar parte de este espectáculo visual, los ciudadanos salimos de nuestras casas para celebrar, socializar y de paso hacer algunas compras. Estudios como el de Tim Edensor y Steve Millington de 2009 confirman algo que podíamos intuir y es que las luces navideñas, cargadas de simbolismo, contagian optimismo, espíritu de comunidad, generan emociones intensas —asombro, sorpresa, entusiasmo—, y revitalizan la ciudad incluso consiguiendo a veces que haya más actividad de noche que de día.
Esta burbuja emocional capitaneada por las luces no es un producto exclusivo de ellas. En la atmósfera navideña participan también la música que suenan en los comercios y en las calles, el olor a castañas y jengibre y la decoración urbana, donde el protagonista por excelencia es el árbol de Navidad, también cubierto de luces. Esta escenificación produce una experiencia inmersiva, intensa y memorable, que justifica salir de casa o incluso viajar.
De este modo, la iluminación navideña adquiere un papel económico decisivo como inversión. Las luces y mercadillos navideños tienen un impacto positivo en el turismo. Además de proporcionar una excusa para viajar, aumentan el gasto medio por turista (debido al tiempo que permanece en la calle, de compras y en lugares de ocio), en los meses más fríos y oscuros del año. Ciudades como Londres, Madrid, Vigo o Málaga reciben visitantes atraídos por la experiencia estética diseñada en torno a la Navidad, que ya es parte de la identidad de estas ciudades. Así, pensar en Navidad es pensar en… ese destino que hay que visitar.
Pero no se trata solo de actividad social e ingresos para la hostelería. Para un negocio a pie de calle, nada hay más deseable que transeúntes pasando por delante de sus escaparates, porque las tiendas viven del pequeño o no tan pequeño porcentaje de esos paseantes que entran en el negocio. Aumentar el tráfico delante de los establecimientos es uno de los grandes favores que se le puede hacer al comercio, y las luces navideñas cumplen con este objetivo.
La campaña navideña es la gran oportunidad de muchos comercios, porque con ella salvan los números rojos de buena parte del año. No es anecdótico el nombre del Black Friday. Ese día los negocios en EE UU pasaban de números rojos a negros. Y aunque nosotros nos hemos subido al carro del Black Friday, con luces y todo, lo que queda hasta fin de año es crucial para mantener los restantes 11 meses. Y es cierto que entre finales de noviembre y principios de enero compramos con abundancia, pero no debemos dejarnos llevar por el espejismo de creer que ese es nuestro ritmo de consumo. Para bien o para mal concentramos las compras en fechas determinadas.
Animarnos a salir de casa, atraer turistas y dinamizar las compras son tres grandes razones a favor del interés que los ayuntamientos sienten por las bombillas y los árboles de Navidad, y cuyos resultados se pueden contrastar con la inversión realizada. Pero hay más: Madrid enciende 13 millones de bombillas; Vigo, 12 millones; Málaga, 2,7 millones; Londres, solo en Regent Street, 300.000 luces; París, dos millones solo en los Campos Elíseos. Europa se viste de luces para celebrar la Navidad, pero lo hace con conciencia. Estudios como el de Konrad Bachanek de 2021 nos muestran cómo la tecnología LED y los sistemas inteligentes de control de luces han reducido significativamente el consumo de energía haciendo posible que las ciudades brillen con responsabilidad. Cuando cae el sol, ¡luces, árboles y… acción! Feliz Navidad.
¿Cuántas bombillas necesitamos?
Pedro Jesús Cuestas Díez
Cada año nos vamos acostumbrando a una especie de competición entre ciudades por ser la primera en encender su alumbrado navideño. Si en el hemisferio norte tenemos asociada la época navideña al frío y la nieve, en algunas latitudes meridionales las luces navideñas nos deslumbran aún en manga corta, lo que suscita cierta controversia entre la ciudadanía.
Por un lado, no nos podemos aislar de que los centros de las ciudades son lugares de concentración de la actividad comercial, de la hostelería y la restauración. Si tomamos en consideración la definición de Flórez-Parra (2011), “un centro comercial abierto es una fórmula comercial con una imagen y estrategia propia de todos los agentes económicos implicados en un área delimitada por la ciudad con una concepción global de oferta comercial, servicios, cultura y ocio”. En el ámbito de la distribución comercial está sobradamente demostrado que la atmósfera de un establecimiento (iluminación, decoración, música, etc.) es una herramienta comercial muy útil para animar el consumo y las compras. En tal caso, podemos establecer la analogía de las luces navideñas como una estrategia acertada desde el punto de vista comercial para atraer compradores. Si a eso le unimos el ruido mediático generado por ser los “primeros” en encenderlas, puede servir también de estrategia de atracción turística. Hasta este punto estamos cumpliendo con los parámetros de una acertada política de reactivación comercial.
Al mismo tiempo, no es necesario estar muy atento a las noticias para ser conscientes del calentamiento global, de los años de récord de temperatura media que se acumulan en nuestro planeta, de los patrones climáticos cambiantes y los desastres naturales generados por eventos climáticos cada vez más frecuentes. Desde 2015, la Agenda 2030 de Naciones Unidas marca el camino para un desarrollo más sostenible con un objetivo claro: mantener unas condiciones de vida dignas para la humanidad en su conjunto. Parece que conforme nos acercamos al año 2030 son más las tareas pendientes que las debidamente cumplimentadas.
El impacto de las luces navideñas se enmarca de forma evidente en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030, una de cuyas metas plantea reducir el impacto ambiental negativo per cápita de las ciudades. Es obligación de todos armonizar crecimiento económico, derivado de la mayor actividad, con la reducción del impacto ambiental de nuestras acciones, sin que sirva para ello la justificación de utilizar una iluminación más eficiente. La verdadera pregunta sería: ¿las necesitamos?, ¿cuántas necesitamos? La respuesta no es sencilla porque es verdad que este tipo de reclamos no sigue una función lineal y continua; y hasta que no alcanzamos un determinado nivel de alumbrado no se generan los efectos sobre el consumo.
Es hora de dejar de lado ver los Objetivos de Desarrollo como una lista de tareas a completar y trabajar en concienciar a la ciudadanía de que los actos de consumo (y las estrategias que los promueven) tienen efectos directos sobre el bienestar de las generaciones futuras; y alinear a la sociedad con los objetivos de producción y consumo responsables. La propia ONU exhorta a adoptar un estilo de vida más sostenible: consumir menos, elegir productos con menor impacto ambiental y reducir la huella de carbono de nuestras actividades cotidianas. En este sentido, investigaciones como las desarrolladas por Longinos Marín, Inés López y yo mismo (2025) en la Universidad de Murcia ponen de manifiesto que los jóvenes responden de forma positiva a este tipo de programas, modificando su comportamiento de consumo hacia uno más sostenible. Pero esta es una tarea de todos, empresas, administraciones y sociedad en general. En una era de avances tecnológicos y científicos no debemos abandonar el pensamiento crítico y la apuesta por la ciencia, escuchar las llamadas de atención sobre la emergencia climática hacia la que nos dirigimos y repensar los modelos de desarrollo para reenfocarlos hacia modelos más sostenibles: social, económica y medioambientalmente.
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