Extremadura 2025, un relato del Oeste
Todos los debates europeos se producen ahora en una región periférica que lucha contra la despoblación

Desde mediados del siglo XIX los profesores de instituto díscolos eran enviados lo más lejos posible de Madrid. Badajoz, a cuatrocientos kilómetros de la capital, recibió un número importante de esos docentes krausistas, librepensadores a su manera y muy interesados en las técnicas educativas modernas, hasta llenar el viejo instituto provincial de linternas mágicas, animales naturalizados, mapas de todo el mundo y láminas de biología; lo que para algunos debió vivirse como un destierro fue la oportunidad de otros muchos, que pudieron estudiar a la altura de su tiempo, como en Bruselas, Berlín o París.
Esos instrumentos —el gabinete culmina con un solitario ornitorrinco— ahora enseñan historia de la ciencia en Extremadura, una región enorme dividida en dos provincias, que en el conjunto de España puede parecer, por su diversidad, un continente en miniatura apenas poblado, una isla interior que roza el millón de habitantes y se resiste a la etiqueta de España vacía. Esta comunidad fronteriza que hemos acabado llamando Oeste —la poeta Pureza Canelo se refiere así a su tierra—, por la que la Revolución Industrial pasó de puntillas y siempre estuvo en los últimos lugares de cualquier índice de desarrollo, ha experimentado con la democracia y el estatuto de autonomía el periodo más luminoso de su historia; hoy Extremadura es incapaz de imaginarse de otro modo que no sea desde el autogobierno. Con todo, esta tierra se definía —en algún caso con satisfacción— como un lugar periférico en un país periférico, acostumbrada a que todo llegase con un eco apagado: la modernidad, el progreso, incluso la reacción al progreso tardaría en asentarse. Alrededor de estas circunstancias, un cierto espíritu de comunidad acuñó un lema que, durante años, explicó esa forma de entrar en el mundo contemporáneo: “Más despacio, pero todos juntos”.
Sin embargo, algo parece haber cambiado. A poco que nos descuidemos, es imposible no pensar que, para compensar el abandono de tantos siglos, todo el XXI sucede al mismo tiempo en Extremadura. Podemos ensayar un inventario de aquellas cuestiones que están en discusión estos días en el Oeste peninsular y servirá como índice de aquello que inquieta en Bruselas, Berlín o París. En Extremadura se discute sobre la prolongación de la vida de las nucleares, a propósito de la central de Almaraz y las necesidades energéticas, pero también sobre las eólicas y termosolares, los paneles que han cubierto enormes superficies de la región hasta transformarlas en campos eléctricos; se disputa por la idealización del pasado frente a una memoria que aún tiene pendiente abrir las fosas donde dejaron sepultados a tantos; se alterna la necesidad del cultivo del tabaco en el norte de la comunidad con la proyección de frutas y verduras ecológicas, al tiempo que se mira al espejo la Extremadura diaspórica —emigrante en Francia o Alemania, en Madrid, Cataluña o el País Vasco— ante la presencia de inmigrantes que atienden el campo y los cuidados en las localidades más pobladas.
No hace falta mencionar la incertidumbre de las infraestructuras, el tren —ah, las bromas sobre el tren, tantas veces justificadas y tantas malinterpretada esa demanda— y la vertebración de un espacio que no puede ser apenas un corredor, pero que precisa del AVE en el eje Lisboa/Madrid y de un aeropuerto que no tema a la niebla; ni puede olvidar tampoco la tensión entre los espacios naturales que la ausencia de desarrollo preservó, a los que desafía un modelo de industrialización posible, pero no siempre deseada, con la minería del litio y las tierras raras como causa de división. Llega a ser motivo de controversia el mantenimiento de los servicios públicos, imprescindibles en una sociedad que no ha querido cerrar pueblos, frente a la salida del talento formado por la Universidad de Extremadura —creada en 1973 y también motor esencial— cuando no encuentra acomodo en su región.
Todos los contrastes, todos los debates se producen ahora, en este mismo instante, en Extremadura. Si durante años la ciudad de Almendralejo fue algo así como el termómetro de las certezas políticas del país en las citas electorales, al reproducir a escala local los resultados nacionales, tengo la impresión de que ese laboratorio de la contemporaneidad ahora podría ser Extremadura en su conjunto. Lo aceptamos como una aportación interesante: datos para el relato de qué esperar de este siglo convulso.
Sí, porque todos los lugares y no pocos momentos tienen un relato, una forma de explicarse y disculparse. En Extremadura conviven y compiten dos relatos: el primero remite siempre a un pasado épico y sublimado, bien sea en relación con América, bien con una vida rural, armoniosa y amoderna; el otro relato, cercano, se mira en las cuatro décadas de desarrollo que corren paralelas al ejercicio de la autonomía, que califica como una historia de éxito y progreso, y tiene uno de sus logros más destacados en el campo de la cultura, y especialmente de la literatura.
Pero nuestro tiempo parece no responder a ninguno de esos relatos; a diferencia del anterior, este es un tiempo que no espera a nadie, aunque unos y otros se remitan con nostalgia o resentimiento a ese instante que no volverá. El orgullo por lo que fue o pudo haber sido sustituye la incertidumbre por el futuro. Nada extraño: la misma crisis que paraliza toda Europa, vivida en forma microscópica desde uno de sus extremos.
Es verdad que Extremadura llega a este momento de desconcierto general con muchas ventajas. La más importante es la ausencia de un discurso identitario que condicione la elección del futuro: que a un extremeño lo puedan confundir en ocasiones y casi a la vez con un andaluz, un manchego, un castellano o un salmantino es, en realidad, la consecuencia de una identidad líquida que prefiere perfilarse, sobre todo, a través de sus identificaciones, plurales y contradictorias: quien haya escuchado a Sanguijuelas del Guadiana no tendrá dificultad para encontrar esa libertad creativa que combina el autotune con el retorno a las raíces en sus letras. Esa condición provoca, claro, tensiones, pero también facilita, por ejemplo, que la relación de los extremeños con Portugal sea fluida y transparente: venimos a aprender una lengua que nos permita hablar con más gente, y no con menos. Las lenguas, ese misterio: la dialectología clásica llamaba hablas de transición a las que ofrecían una escala de grises entre el norte y el sur; en esa franja se encontraba Extremadura, y ese vivir en transición puede ser un modelo: ojalá nuestra lengua política y social sea también un habla de transición.
Por eso hoy, cuando en pocos días se celebrarán elecciones autonómicas en Extremadura, elecciones anticipadas, el peor fantasma que puede aparecer es el fatalismo. No el fatalismo de que este o aquel partido gane o pierda, suba o baje, sino el fatalismo de desentenderse del momento que vivimos: no aceptar que nosotros también movemos el planeta, que esos retos que se discuten y están en rotación son nuestros. No queremos pensar en un improbable MEGA, un Make Extremadura Great Again dentro de la ola de nacional populismo que oscurece el presente de la Unión Europea; Extremadura, con todas sus dificultades, nunca ha sido tan grande como en la etapa democrática que se inicia con la Transición y el Estatuto de autonomía hasta nuestros días. Ese es el reto que espera a quienes votamos el 21 de diciembre: conseguir que por encima de los gritos y las voces esta comunidad participe en el diálogo global que, hoy, se sucede en Bruselas, Berlín, París y en tantos lugares que cubrían los viejos mapas del instituto.
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