Arquitecturas pavorosas
El derribo de un ala de la Casa Blanca de Trump o la ciudad en el desierto de Bin Salmán son señales que envían unos déspotas


Un rasgo que todos los déspotas tienen en común es una temible predilección por la arquitectura. También se parecen en que son varones, en que muy pronto se vuelven perezosos, en que carecen de compasión y remordimiento, en que no escapan al trastorno mental que se adueña de cualquier ser humano que carece de límites a sus impulsos o a los caprichos de su voluntad. Se sabe que Donald Trump nunca llega a su oficina antes de las once, y que Hitler, Stalin y Mao eran noctámbulos que se quedaban hasta las tantas viendo películas o enhebrando monólogos ante sus cortesanos, y como nadie se atrevía a despertarlos, se quedaban durmiendo como viejos gandules hasta mediodía. Es curiosa la afición por el cine. Franco veía películas tan puntualmente como rezaba el rosario. Stalin y Hitler admiraban los musicales rutilantes de la Metro-Goldwyn-Mayer, que estaban prohibidos a sus súbditos. Hombre de una época en la que el cine se vuelve tan irrelevante como la palabra escrita, Donald Trump pasa las horas de día y de noche con el mando a distancia en una mano y el móvil en la otra, profiriendo mensajes de revancha o de simple delirio con faltas de ortografía, o viendo los programas de la cadena Fox, gran parte de ellos babosamente dedicados a excitarle una vanidad tan sin límites como su ansia de dinero o su desprecio por cualquier ser humano que no sea él mismo.
La razón es una facultad inestable que a partir de un cierto grado de descontrol se pierde en el delirio. Fidel Castro, déspota de una isla sin posibilidades de opulencia, se permitía al menos la desmesura gratuita de dar discursos que no terminaban nunca. A un alumno joven, recién salido de Cuba, estudiante afanoso de literatura en Nueva York, le pregunté cuáles eran sus recuerdos infantiles de la omnipresencia de Castro. Ponía cada tarde la televisión a la hora de los dibujos animados, pero la programación estaba suspendida muchas veces por un discurso del Amado Líder. Él apagaba la tele y esperaba un rato más o menos largo. Cuando volvía a ponerla, allí seguía Castro, con su gesticulante oratoria, y así hasta que llegaba la noche, y luego la cena, y la hora de acostarse. Castro era ese hombre torvo y charlatán que dejaba a aquel niño sin sus dibujos animados.
Aparte de la crueldad y la indiferencia hacia el sufrimiento de otros, quizás el rasgo más peligroso de los déspotas o aspirantes a tales sea el amor por la arquitectura, que con cierta frecuencia se corresponde con el amor de ciertos arquitectos de mucho mérito por los déspotas. Cerca de un Hitler nunca faltará un servicial Albert Speer. Al general Franco no le faltaron arquitectos, constructores y escultores para perfeccionar el espanto de su Valle de los Caídos. Menos conocido que Speer fue el arquitecto ruso Boris Iofan, que al mérito nada irrelevante de no ser ejecutado en los años de las purgas de Stalin unió el talento de satisfacer la megalomanía de los dirigentes soviéticos. Fue Iofan quien ganó en los años veinte el concurso para diseñar lo que sería el Palacio de los Soviets en Moscú, en el socavón gigante que había quedado tras la demolición de la catedral de los Santos Pedro y Pablo. El proyecto de Boris Iofan era una tarta montañosa, con galerías y galerías superpuestas de columnas, que iba a estar coronada por una estatua de Lenin de 100 metros. En el diseño original, el Palacio de los Soviets incluía en su base un arco del triunfo, bajo el que desfilarían marcialmente las multitudes de los trabajadores con sus banderas rojas, sus pancartas, sus retratos de los líderes.
Nada más empezadas las obras, justo en los años en que los campesinos sometidos a la colectivización forzosa morían de hambre por millones, hubo que suprimir la idea del arco del triunfo por razones de estabilidad. En 1939, empezó la guerra mundial y el Palacio de los Soviets nunca llegó a levantarse.
En el desierto de Arabia Saudí, el príncipe Bin Salmán, célebre por su amistad con presidentes y titanes de las finanzas, así como por la orden de descuartizar vivo a un periodista que lo criticaba, está impulsado proyectos de construcción de una envergadura como no ha existido nunca en el mundo: una estación de esquí en una montaña del desierto, que proveerá nieve sintética suficiente como para albergar unos Juegos Olímpicos de Invierno en 2029; una estructura cúbica de 400 metros de lado que tendrá un volumen de edificabilidad superior en 20 veces al Empire State, y una ciudad llamada The Line que estará contenida en un pasillo de 150 kilómetros de largo, entre dos muros continuos de 500 metros de altura, todos ellos cubiertos por una lámina continua de espejos. Dentro habrá viviendas, muchas de ellas colgantes, que alojarán a nueve millones de personas, parques, arroyos, jardines públicos, líneas de tren de alta velocidad. Habrá rascacielos invertidos que cuelguen como lámparas de los travesaños horizontales en la cima de los muros de espejos, y encima de ellos estadios para todo tipo de deportes. El mundo se parece cada vez más a una novela de J. G. Ballard. El príncipe Bin Salmán y sus arquitectos e ingenieros cortesanos afirman con orgullo que para culminar el proyecto hará falta el 60% del cemento que se produce en el mundo.
En YouTube hay vídeos promocionales que, además de hacerle a uno perder tontamente el tiempo, le provocan el mareo confuso de las películas con muchos efectos digitales, con el barroquismo obtuso y el lustre robótico de la inteligencia artificial, a la que me niego a dignificar con mayúsculas, y menos aún con sus iniciales de reverencia teológica. Por fortuna, cuando todas las leyes han sido ignoradas o pisoteadas por los déspotas, queda la fuerza inapelable de las leyes de la Física. Al príncipe Bin Salmán nadie se atreve a llevarle la contraria, por miedo no ya a perder el trabajo, sino el cuello, pero hay consultores independientes que han calculado la imposibilidad física de esos rascacielos bocabajo y campos de fútbol levantados encima de ellos, o la temperatura que pueden alcanzar en mitad del desierto dos muros paralelos de 500 metros de altura y una longitud de 150 kilómetros. Los plazos tempranos de terminación de las obras se van quedando sin cumplir, maleficio constructivo común del que no está a salvo ni un monarca absoluto. Y hasta el dinero está siendo insuficiente, porque los costes se multiplican a mayor velocidad que los antojos del príncipe, y la caída de los precios del petróleo ha puesto un límite de pronto a quien carecía de él. En las imágenes de los satélites, lo único que se ve por ahora son zanjas gigantes, pilones levantados en la arena, filas de camiones, grúas, hormigoneras, excavadoras, que a esa distancia adquieren una pequeñez irrisoria en la monotonía del desierto.
Por comparación con las ambiciones constructivas de Bin Salmán, las de su gran compadre Donald Trump no sobrepasan las de un magnate tronado de los casinos —él lo fue— o las de un oligarca ruso, de los que pueden comprarse en Inglaterra lo mismo unas cuantas mansiones nobiliarias que un escaño en la Cámara de los Lores. Yo estaba al tanto del salón de baile que Trump está haciendo construir en un ala derribada de la Casa Blanca, tan enorme que podría caber en él todo el edificio, y en el que todos los grifos serán de oro macizo, pero no de su ocurrencia más reciente, todo un arco de triunfo, copiado del de Napoleón en París pero a mayor escala, y más rico en protuberancias escultóricas, con un aspecto general de merengue muy elaborado. Los monumentos de los déspotas buscan abrumar con el tamaño y el hermetismo del poder. El de Trump será tan transparente como un anuncio, como el reclamo de un casino en Las Vegas. Le preguntaron en público a quién estará dedicado, y él respondió sin dudar: “A mí, por supuesto”.
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