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TRIBUNA
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La sentencia de la amnistía como síntoma de deterioro institucional

El fallo del Tribunal Constitucional sobre una ley clave muestra los problemas institucionales que sufre

Juan Antonio Lascuraín

Resulta que el Gobierno decide camuflar el impulso de una ley socialmente muy sensible con el expedito disfraz de una proposición de ley. Resulta que el Parlamento la aprueba por los pelos, sabiendo que su constitucionalidad, de afirmarse, será por esos mismos pelos. Resulta que, como era previsible, la decisión del árbitro de tal constitucionalidad es criticada por una mitad de la población, capitaneada con acritud y poco acatamiento por el jefe de la oposición. Y resulta, en la última de la serie de catastróficas desdichas, que ese árbitro había decidido sin pensárselo mucho y con indisimulado estrépito interno.

Pero empecemos por el principio. El cocinado no consensuado de una ley tan importante como de constitucionalidad debatible tiene mucho de deslealtad institucional. Un buen Gobierno, con el Estado en su cabeza, solo debería dar ciertos atrevidos pasos con la tierra firme de un amplio acuerdo transversal, como regla implícita de viabilidad del sistema, por mucho que tal cosa no la imponga la Constitución sino una elemental cultura constitucional. Aquí, bien lejos de ello, la iniciativa del Ejecutivo eludió la vía natural del proyecto de ley y se tramitó además por la vía de urgencia cinco años después de la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo.

Pasó entonces lo que tenía que pasar. Que un partido tan emocionalmente disputado, arbitrado con reglas harto difusas —recuerden lo de las manos dentro del área—, iba a hundir a un colegiado al que ya se le venía cuestionando desde los medios de comunicación. Ya lo habíamos vivido con la sentencia del Estatut: el Legislativo aprueba apuradamente una ley clave, lo hace en el borde de la constitucionalidad, y en el borde más poroso, y deja al Tribunal Constitucional al pie de los caballos del amplio sector de la sociedad que se sienta defraudado con su fallo.

La decisión del Constitucional estaba así genéticamente destinada a ser controvertida cualquiera que fuera su sentido. Y vaya si lo ha sido, por mucho que tomara la razonable salida de entender que no podía dar por espurias las intenciones de una cualificada mayoría de quienes nos representan. Recuerden que el Tribunal Constitucional es un órgano de legitimación derivada cuyos miembros no son elegidos por nosotros sino por aquellos a quienes nosotros elegimos. Si más de la mitad de los diputados, pertenecientes además a diversos grupos parlamentarios, dicen que la amnistía es necesaria para la convivencia en Cataluña y en el resto de España y que merece la pena el grosero sacrificio que para la igualdad supone, y exponen además sus razones con inusitado celo y verbosidad en el preámbulo de la norma, resulta harto delicado que 10 intérpretes del fluido texto constitucional impugnen esa valoración.

Llama singularmente la atención que este ejercicio de autocontención del Tribunal Constitucional nada menos que frente al legislador democrático sea criticado sobre todo por quienes añoraban tal prudencia frente al Tribunal Supremo en la sentencia de los ERE. Y es que las catilinarias que pudieran merecer los diputados aprobantes de la amnistía se dirigen sin parar mientes a un tribunal que solo decide si se han respetado las elementales reglas de juego. Conviene recordar que la sentencia de la ley de amnistía dice solo que es una ley posible —léase “solo” con mayúsculas— y nada dice de que sea una buena ley. Nuestros representantes pueden aprobar normas que nos parezcan horribles sin más sanción que la de las urnas. Piensen en el sentido que deseen en los impuestos, o en la estabilidad laboral, o en la seguridad ciudadana, o en la prisión permanente revisable. A mí la ley de amnistía me parece bastante horrible por su trato hondamente desigualitario de los ciudadanos y por la desprotección penal que supone del erario público y de una Constitución que ya quedó bastante desnuda tras la desaparición de la sedición del Código Penal. Pero de lo que se trata ahora es solo de la posibilidad de la ley, no de su calidad, porque de lo que se trata es de una sentencia del Tribunal Constitucional.

Que la crítica a la sentencia sea legítima, y yo me dispongo a hacerla en las líneas que me quedan, no significa que no sea imprudente, desleal, cuando la realizan, y con la mayor acidez, representantes institucionales, haciendo peligrosa leña del árbol que está cayendo. Y no cualquier árbol, sino una columna de carga. Qué añoranza de la muletilla “no comento la sentencia; la acato”.

Y que la decisión del Tribunal Constitucional sea finalmente razonable no significa que lo sea el cómo de la decisión. Cómo no deliberó (como lúcidamente ha expuesto en este diario su expresidente Pedro Cruz Villalón) y cómo y en qué sentido se dividió el voto. No era este un asunto, como por ejemplo los de la constitucionalidad de la despenalización del aborto o de la eutanasia, en el que uno entiende cierta alineación del voto, pues al fin y al cabo es lógico que en la elección de los magistrados se tenga en cuenta no solo su sabiduría jurídica sino también su legítima concepción de la justicia constitucional. Aquí, sin embargo, si lo piensan bien, esta difícil pregunta por la cabida constitucional de la amnistía y de esta amnistía —y por las recusaciones de los magistrados para enjuiciarlas— tenía un fuerte componente técnico que hace difícil de entender desde la independencia del Tribunal Constitucional la exacta correspondencia de los jueces constitucionales con los intereses manifiestos de los partidos políticos que originaron su designación.

Siguiendo la célebre afirmación de Francisco Tomás y Valiente, el varapalo que están sufriendo hoy la vida y el prestigio del Tribunal Constitucional se debe, sí, a lo que con él se hace, pero también y mucho a lo que él hace. Mal está que el órgano llamado a perpetuar interpretativamente el consenso constitucional no consensúe nada, pero peor aún es que, al parecer, según los magistrados discrepantes, unos zancadilleen a otros y esos otros no laven la ropa sucia en casa e ignoren aquel sabio consejo de que, como pasa con las salchichas, es mejor que no sepamos cómo se hacen las sentencias. Busquen algunas de las muchas desabridas perlas en los votos particulares a la sentencia (“profundamente errada, además de errática”, “cataclismo jurídico”, “torpe maquiavelismo”, “ha decidido apartarse de la verdad”), que culminan con la paradójica atribución interna de la vulneración de un derecho fundamental (a la tutela judicial efectiva) por parte del propio garante máximo del mismo. Una pena este espectáculo frentista de magistrados divididos, alineados y enfrentados. Así no nos sirven. Parece que aquí nadie está a la altura.

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