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Tribuna
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Autónomos: ¿quién paga la red?

Si no se aumentan las cuotas, el Estado debe decidir si financia el sistema mediante impuestos o renuncia a ampliar coberturas

Los autónomos son como un ecosistema: bajo una misma palabra conviven especies muy distintas. Algunas prosperan al sol y otras sobreviven en la penumbra. Son el diseñador freelance, la abogada con despacho propio, el artesano que vende por internet, el fontanero de toda la vida, el camionero y el dueño del bar de la esquina. Durante décadas, la teoría económica observó un patrón sólido: a mayor desarrollo, menos trabajo por cuenta propia. Pero cualquier predicción sobre la extinción de los autónomos ha resultado errónea. Tras un descenso sostenido, el autoempleo lleva desde 2015 estabilizado en torno al 15% del empleo total, unos 3,3 millones de personas. En otras economías avanzadas se observa un estancamiento similar, e incluso un repunte. El trabajo autónomo no es un vestigio preindustrial, sino una forma de empleo consolidada: flexible, desigual y a menudo sin red de protección.

La ausencia de red tuvo, en su origen, una justificación. Durante siglos, el trabajo autónomo fue muy común. El campesino o el artesano no siempre controlaban el precio de sus productos, pero sí el modo y el ritmo de su trabajo. La inseguridad era la cara B de la autonomía: sin red, pero sin patrón. Al entrar en las fábricas, los trabajadores cedieron autonomía a cambio de seguridad y estabilidad. Ya no decidían qué producir ni cómo hacerlo, pero esa pérdida de libertad fue compensada con salario fijo, jornada limitada y pensión. El origen del derecho laboral y de la Seguridad Social puede verse como fruto de ese intercambio: una protección para quienes dejaron de ser dueños de su trabajo y se sometieron a una autoridad laboral. El Régimen Especial de Trabajadores Autónomos consagró los dos sistemas paralelos: al trabajo autónomo le correspondían cotizaciones más bajas, menos derechos y una lógica de responsabilidad individual frente a la responsabilidad compartida entre empresa, trabajador y Estado, propia del trabajo asalariado.

Pero la vértebra de este sistema dual comenzó a resquebrajarse con la aparición de los autónomos dependientes, los falsos autónomos de las subcontratas con horario y jefe; los freelancers atrapados entre la intermitencia y la autoexplotación y tantos trabajadores autónomos que asumen riesgos sin la libertad que era la cara A de la responsabilidad. Un ingeniero asalariado con horario flexible y derecho a desconexión digital tiene, de hecho, más libertad que un traductor freelance que encadena encargos y gestiona facturas. Según Eurofound (2021), cerca del 60% de los autónomos en Europa no lo son por elección, sino porque no han encontrado otra forma de empleo, y España puntúa alto en la lista. La mayoría no contrata a nadie: trabajan solos y con ingresos modestos. Se parecen más a un asalariado sin derechos que a un emprendedor libre. La analogía basta para justificar la equiparación de las prestaciones. Pero ¿a cargo de quién? Hay tres modelos teóricos —no se dan en estado puro— que plantean distintas formas de equilibrar libertad, seguridad y sostenibilidad en el trabajo autónomo.

El modelo redistributivo propone que la cobertura de los autónomos se financie con impuestos generales. Si el asalariado cuenta con una empresa que cotiza por él, el autónomo —que no la tiene— debería tenernos detrás a los demás. En Francia, por ejemplo, una parte de las prestaciones de los autónomos —como las bajas médicas, la maternidad o incluso el desempleo— se mantienen, en parte, mediante fondos públicos.

El modelo contributivo defiende que lo paguen los autónomos. Se suben cuotas por tramos para que el sistema sea autosuficiente y las prestaciones se acerquen a las de los asalariados. Tiene un efecto regresivo: quien menos gana paga más en proporción a sus ingresos, y actúa como un impuesto de entrada al mercado laboral que expulsa a los precarios. En Alemania las prestaciones dependen de las aportaciones: no cotizas, no cobras.

El modelo liberal plantea que paguen los autónomos, sin obligarles. El Estado garantiza una red mínima —sanidad, pensión básica— y deja que cada uno elija su nivel de cobertura según sus ingresos y su aversión al riesgo. En el Reino Unido, los autónomos deciden cuánto cotizar y pueden limitarlo al mínimo legal, que apenas complementa esa protección universal.

España es un modelo contributivo con parches redistributivos. Cada autónomo financia su propia red, y el Estado interviene de manera puntual con bonificaciones, reducciones o subsidios: lo justo para que los más frágiles sobrevivan frágilmente. La reforma aprobada en 2022, con amplio consenso, buscaba profundizar en la lógica contributiva. Pero la propuesta que el gobierno ha retirado ha revelado las grietas de ese modelo: en un mercado desigual y precario, la justicia contributiva es regresiva. Congelar las cuotas o subirlas mínimamente no cambia las cosas: los autónomos aportan menos que los asalariados, pero aspiran, legítimamente, a prestaciones similares. Sin aumentar las cuotas, el Estado debe decidir si financia el sistema mediante impuestos o renuncia a ampliar coberturas. Y quienes denuncian un “hachazo fiscal” y prometen rebajas deben aclarar si quieren más redistribución y gasto público o más libertad y desigualdad. Porque las cuotas de los autónomos, con toda su aritmética de tramos y cálculos, no son un problema técnico, sino moral y político.

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