El verano en que nos enamoramos de un hombre que no existe
No hay nada más perverso que una escritora ideando novios irreales en el pico del heteropesimismo


Poco se habla de que este ha sido el verano en que internet se enamoró de un hombre que no existe. El tipo por el que se sigue suspirando en los inicios de otoño se llama Conrad Fisher y es el protagonista de incontables vídeos en los que crías y mujeres expresan su incapacidad para seguir con su vida, mirar con respeto a sus novios o centrarse para vestir a sus hijos después de haberle conocido. Conrad tiene la cara de Leonardo DiCaprio en Titanic, se declara con la intensidad de Ryan Gosling en El diario de Noa, besa como Adam Brody en Nadie quiere esto y desprende el porte meláncolico de Robert Pattinson en Crepúsculo.
El tema es que Conrad no es real, es un personaje de ficción interpretado por Christopher Briney, un hijo de actores frustrados nacido en Connecticut que no sabe cantar ni bailar, despuntó como Aaron Samuels en el remake de Chicas Malas y ha tocado el cielo de la fama con este personaje triste y retraído. Porque Conrad Fisher es uno de los tres integrantes del triángulo amoroso entre dos hermanos (Conrad y Jeremiah) y Belly, su amiga de verano de la infancia en la casa vacacional en la trilogía El verano en que me enamoré. Un fenómeno de literatura romántica adaptado a serie de televisión que ha durado tres temporadas y que, a la vista de su tirón y recepción global, continuará en formato película tras haber sido lo más visto en Prime Video en los últimos tres meses (solo el capítulo de estreno de la tercera temporada tuvo 25 millones de espectadores).
¿Qué tiene Conrad Fisher para haberlas vuelto locas? Internet tiene muchas razones, pero, en resumidas cuentas, cree que es porque estudia medicina para curar el cáncer, va al psicólogo y lo cuenta, es adicto a hacer listas, le quedan bien las camisetas blancas, luce bien su reloj o sabe pasar un cigarrillo a la otra punta de la mesa sin dejar de mirarte a los ojos. Más allá de esos detalles aleatorios, pero significativos, su éxito radica en que Conrad Fisher es pura mirada femenina. Otro ejemplo de hombre escrito por una mujer. Y no una cualquiera. A Conrad lo ha parido Jenny Han, la autora que ya arrasó en Netflix con A todos los chicos de los que me enamoré, la adaptación de otra de sus trilogías literarias que también convirtió a su protagonista en fantasía para delirio de chavalas de todo el planeta: Peter Kavinsky, interpretado por Noah Centineo.
Más madura en El verano en que me enamoré, Han no solo ha creado una escena de sexo coreografiada con una de sus canciones favoritas (The Dress, de Taylor Swift), también ha confirmado que es una alumna aventajada en esto de idear a hombres perfectos en las fantasías femeninas del romanticismo más esencialista. Conrad Fisher transpira el estoicismo y firmeza moral del señor Darcy en Orgullo y Prejuicio, la responsabilidad melancólica de Edward Cullen en la saga Crepúsculo y es un señor Rochester del presente. Uno que escribe cartas a mano y siempre será un comunicador pésimo hasta que confiese su amor en una playa, momento en el que se abrirán las compuertas de una presa de sentimientos de desesperación, adoración y vulnerabilidad capaz de anegar, y poner de rodillas, a la más reacia.
Este verano no solo internet se enamoró de Conrad Fisher, también aprendimos que existe algo mucho más perverso y sofisticado que la mejor IA dictándote cómo vivir la vida: una escritora creando novios irreales en el cénit del heteropesimismo. Ahora que el sentimiento de vergüenza ajena y desesperanza hacia la experiencia heterosexual está en alerta de heterofatalismo, tenía que ser una autora superventas la que nos haga creer que, para salvarnos del naufragio romántico, las mujeres debemos agarrarnos a la fantasía de un hombre imposible. Un seductor salvavidas que, si lo miras de cerca, no es más que una cortina de humo.
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