El verano en que me enamoré de una serie de mierda
¿Por qué estoy enganchada a una historia adolescente ñoña y tóxica que no querría que viese mi hija?

Mi coartada para empezar a ver El verano en que me enamoré fueron los paisajes. Débil, lo sé. Tras unas idílicas vacaciones en familia en Cape Cod (Massachusetts), —donde está inspirada la ficticia Cousin’s Beach, aunque se rodó en Carolina del Norte— volví a Madrid, sola, a trabajar a 40 grados. Qué podía tener de malo regresar un ratito al elegante escenario de casas de madera pintada, perfectos setos de hortensias, amplias playas atlánticas… Y gente tan guapa con la cara lavada, tan rica, tan flaca. Volar por las noches a la tierra prometida del Ozempic, a la América blanca que no es trash, vota demócrata y juega al lacrosse. Donde todo es tan elegantemente casual y aparentemente fácil que fijo que en cada sótano hay un psicópata.
Pero no. En El verano en que me enamoré, la única psicópata soy yo. Durante las siguientes noches (y no fueron tantas) me metí en unas pocas panzadas tres temporadas de nadería: más de 20 horas de una serie que no me gusta. Exactamente 1.224 minutos (sumarlos ha sido mi penitencia) de televisión predecible y ñoña, desde que Belly se vuelve guapa a punto de cumplir los 16 (el título en inglés, The Summer I Turned Pretty, es más honesto y da más grima) hasta que se calza el vestido de novia a los 21. Entre medias, un guión que gira en bucle alrededor del triángulo amoroso formado por una chica y dos hermanos, los tres ideales. Se conocen de toda la vida porque sus madres son mejores amigas de la universidad y sus familias veranean juntas en una fabulosa casa junto a la playa. La serie está basada en una exitosa trología de libros para adultos jóvenes, cuya autora, la estadounidense de ascendencia coreana, Jenny Han, es también la showrunner de la versión audiovisual.
Los últimos episodios los he visto en tiempo real, en cuanto los ha subido Amazon Prime Video (junto a millones de espectadores, porque está entre lo más popular en la plataforma). ¿Soy una fan adolescente?, ¿una adicta?, ¿una boba?

No soy ajena al placer culpable. Qué gozo los blockbusters inanes, qué risa las comedias involuntarias, los romances sexistas y por supuesto qué delicia cualquier ficción que transcurra en un instituto… El verano en que me enamoré es un poco de todas esas cosas, pero no es del todo un placer culpable a pesar de tener los reconfortantes lugares comunes del género: es repetitiva, se le ven a leguas los trucos y aprieta a fondo los botones facilones (subrayados en amarillo por temazos de Taylor Swift y Olivia Rodrigo para las hijas y, de U2 o Smashing Pumpkins para las madres). La serie cumple con el factor “cringe” de las cosas que nos gustan pero nos dan vergüenza, es un jolgorio de hermosos pijos limpiándose en plan sexy la frutita de la boca, retirándose mechones de pelo, tocándose, levemente siempre, las clavículas. Por supuesto, hay un trillón de mohines.
La serie fundacional de mis placeres culpables, Sensación de vivir, tenía todo eso pero además había villanos, giros locos, absurdeces... En El verano en que me enamoré todo es muy sensato. Las madres no son solo madres, follan, se colocan y quieren más a sus amigas que a sus maridos, como en la vida real, sus hijas les cuentan cosas y, entre ellas, las bffs adolescentes no son perras traicioneras, sino que se apoyan y hablan de temas más allá de los chicos porque conocen el Test Bechdel (aunque también hablan mucho de chicos). Las pandillas de chavales reflexionan sobre la familia, la raza, la clase, el éxito; los novios no solo expresan sus sentimientos, también debaten sobre toxicidad, consentimiento, interdependencia... Hay personajes racializados, bisexuales, no binarios. La protagonista narra su propia historia y su mirada, femenina y deseante, se pone las botas. Check, check, check, el manual woke completo aderezado de traviesas margaritas y chuches de marihuana.

Qué pereza todo, qué ganas de llamar a Fez el de Euphoria para que reparta opiáceos ilegales en Cousin’s Beach, que alguien pinche un trap cerdote sobre escupitajos y tirones de pelo y Belly por fin les proponga un trío a los hermanos Fisher. Quedan tres episodios para el final y sé que no me va a sorprender, y sin embargo, aquí sigo, un episodio tras otro, empapándome de nada.
No soy la única señora enganchada a esta mierda. Lo cuentan periodistas en artículos de revistas femeninas como Elle, Vogue o Harper’s Bazaar (y miles de cuentas en redes). Ahondan en la nostalgia que despierta, en la crisis de mediana edad, y en lo divertido y liberador que resulta ver la serie, y sobre todo comentarla, con las amigas o las hijas... Qué envidia. Yo no sé por qué la veo pero estoy segura de que no se la voy a poner a mi hija, y no porque sea +16 y ella tenga solo 10, sino porque es escalofriantemente anodina, perversamente blanca, autoexplicativa hasta el vómito, terroríficamente segura y cuerda. En Cape Cod sí le dejé ver Tiburón, que se grabó por allí, así al menos crecerá con la ilusión de que a veces puede haber sorpresas acechando bajo la superficie de un paisaje perfecto.
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