La mente cautiva
La autocensura es una consecuencia del autoritarismo y la forma de combatirla es, antes que nada, identificarla


Nadie ordenó censurar a Jimmy Kimmel. ABC tomó una “decisión editorial independiente”: suspender su programa tras sus bromas sobre el asesinato de Charlie Kirk. No hubo decreto presidencial ni censor oficial. A la Comisión Federal de Comunicaciones le bastó mencionar los “remedios disponibles” para contenidos problemáticos y se siguió la lógica empresarial. Todo muy normal, muy democrático, muy libre. Nadie ordenó tampoco a la Universidad de Berkeley enviar el nombre de Judith Butler a las autoridades federales. La Oficina para la Prevención del Acoso siguió “procedimientos estándar” al transmitir una denuncia de “presunto antisemitismo” nunca investigada. Butler recibió una carta diciéndole que su nombre figuraba en una lista federal. Solo procedimientos administrativos rutinarios. Bienvenidos al autoritarismo sin rostro.
En los cincuenta, el poeta polaco Czesław Miłosz observó cómo los intelectuales se autocensuraban sin coerción directa del régimen soviético, ajustando su comportamiento antes de que el Gobierno interviniese. El temor transformó su mundo interior condicionando sus palabras y silencios. Lo llamó “la mente cautiva”. Como observa Meghan O’Rourke en The New York Times, esa dinámica se ha instalado en las universidades, pero trasciende al campus. Presenciamos la normalización de un mecanismo que Miłosz habría reconocido: el poder que se ejerce sin mostrar la cara. La diferencia es que los intelectuales polacos sabían que vivían bajo una dictadura. Los ejecutivos de ABC pueden creer sinceramente que tomaron una decisión libre, y los administradores de Berkeley sentir que cumplieron con su deber profesional: el autoritarismo sin rostro actúa mediante la ilusión de autonomía. Cuando las instituciones se autocensuran por miedo, cuando una universidad envía listas preventivas al Gobierno, el poder alcanza su máxima sofisticación. No necesita órdenes o decretos: se vuelve invisible, automático, “natural”.
Presenciamos en directo cómo una democracia muta hacia un autoritarismo invisible. El affaire Kimmel no va de libertad de expresión, sino de cómo se fabrica consenso mediante miedo anticipatorio, envenenando el ambiente psicológico en el que operan las instituciones. La democracia se autolimita para sobrevivir, pero en el proceso deja de ser democracia. No se necesita censurar a mil periodistas: basta hacerlo con uno de manera ejemplar. Se pervierte así el lenguaje de la protección: la lucha contra el “discurso de odio” se convierte en un medio para silenciar críticas políticas. Los procedimientos antidiscriminación se vuelven sistemas de vigilancia. La regulación que protegía el interés público sirve ahora para disciplinar a periodistas incómodos. Al emerger “naturalmente” del sistema, no parecen imposiciones políticas sino consecuencias lógicas de principios incuestionables. ¿Quién puede estar a favor del antisemitismo?
La pregunta es cómo resistirse a un sistema de poder que se presenta como la ausencia de poder y opera mediante la “libre” decisión de supuestos actores independientes que siguen principios aparentemente legítimos. Lo primero es reconocer el mecanismo. Cada vez que una institución toma una decisión que coincide con los deseos del poder; siempre que seguimos procedimientos estándar que silencian voces incómodas; cada vez que nos autocensuramos por precaución, alimentamos la máquina. Miłosz entendía que la mente cautiva no es víctima pasiva sino cómplice activo. El nuevo autoritarismo necesita de nosotros para existir. Y esa, paradójicamente, puede ser su debilidad, y también nuestra esperanza.
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