La adulación
¿Adulando a un tirano rebajamos su crueldad? Pues dejemos las hipocresías y concedámosle el Nobel de la Paz a Netanyahu compartido con Hamás


Ya comienza a adquirir unas proporciones tan ridículas la obligación de todos aquellos que se acercan al presidente Trump de halagarle y colmarle de elogios que en Estados Unidos algunos bromean con que las siglas de su movimiento político MAGA en realidad responden a Make Adulation Great Again. Efectivamente la adulación ha vuelto. En los últimos años, la adulación había quedado reservada para los recién nacidos, que son por lo general considerados guapos y muy parecidos a los padres. También para los ancianos en residencias, que siempre agradecen que alguien les diga el buen aspecto que tienen o lo elegante que les queda la ropa pese a la reciente hemiplejia que han padecido. Como mucho accedíamos a adular a aquellos que incapacitados para alguna tarea daban muestras de querer mejorar: no os preocupéis por haber perdido 11-0, ha sido precioso que dieras la mano a vuestros rivales al terminar. Cosas así. Pero Donald Trump ha roto todos los registros. Él mismo anunció que los dirigentes mundiales irían a la Casa Blanca a besarle el culo después de propinar sus aranceles punitivos y así ha sido. Lo que no esperábamos es que fueran tan rápido. Hasta ahora el récord de adulación se lo lleva el bueno de Mark Rutte, delegado de la OTAN, que no sólo lo llamó papito, sino que estuvo a punto de besarle los zapatos en la última cumbre. Se están buscando a marchas forzadas limpiabotas que puedan ejercer de ministros de Exteriores. Se aceptan currículos, a ser posible sin titulaciones falsas.
A ratos parece que hayamos adaptado la costumbre que caracterizaba a los presidentes de Corea del Norte, que exigían ser llamados Querido Líder y cosas así mientras presumían de capacidades asombrosas en el juego del golf. Adular a Donald Trump se ha convertido en un deporte que rebaja a niveles de guardería infantil la política mundial. ¿Esto va a ser así todo el rato? Pues sí. Basta oír los rumores de que al tipo le podrían dar el premio Nobel de la Paz. Y no parece broma. Debe importar bastante poco que siga apoyando la carnicería en Gaza o que haya negado los derechos civiles a cientos de miles de migrantes en su propio país. Tampoco que haya devuelto a Putin el tratamiento de honor pese a los crímenes de guerra que ha perpetrado contra civiles indefensos. Por lo que parece ahora el Premio Nobel podría ser también ejercicio de adulación hacia los tiranos con la intención de ablandarlos, de insuflarles algo de ternura.
¿Y si adulando a un tirano rebajáramos su crueldad? Pues entonces, dejemos las hipocresías y concedámoselo a Benjamín Netanyahu compartido con los líderes de Hamás, si es que queda alguno vivo para el día de la ceremonia. Trump recuerda mucho a los tipos que cuando cuentan un chiste ríen a toda mandíbula antes de que los demás podamos reaccionar. Se llama efecto contagio. Todo lo que sale de su rotulador inmenso con el que firma decretos él mismo dice que es grande, hermoso, brillante y genial. Para los que hemos conocido el ego desatado de algunos artistas nada de esto nos sorprende. Algunos redactan las propias frases de elogio que acompañan sus novelas. Este retablo de las maravillas en el que vivimos está a la espera de que resurja, supongo que en un nuevo formato adaptado para redes, la pluma de un Hans Christian Andersen. Sí, quizá todo pueda resumirse en que el emperador está desnudo y nadie se atreve a decirlo. O no, estamos desnudos nosotros y él ha venido a revelárnoslo.
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