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tribuna
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Juicios paralelos: no disparen al periodista

La retransmisión de los procesos penales satisface nuestra curiosidad y nos informa, pero puede poner en riesgo la presunción de inocencia

ilustración tribuna 25 de agosto 2025
Juan Antonio Lascuraín Sánchez

Parece que estamos todos encantados escuchando las conversaciones de Cerdán con Ábalos o leyendo el informe pericial sobre la presencia de semen en la mujer que denunció a Dani Alves. La retransmisión en directo de las instrucciones penales satisface nuestra curiosidad y nos informa de asuntos de interés público. ¿Qué problema hay entonces con ello en una sociedad democrática? Escribo este artículo para sostener que sí lo hay, y gordo; que de hecho tal cosa está prohibida en nuestro ordenamiento y debería estarlo más; y que la culpa de esta desobediencia no la tiene el mensajero (los periodistas) sino los infidentes que revelan el secreto (los funcionarios judiciales, los acusadores, los imputados).

Decía Soledad Gallego–Díaz en estas páginas (“Los jueces deben ser discretos y los periodistas, veraces”) que el verdadero mal endémico de la justicia lo constituyen las continuas filtraciones que se producen en los juzgados de lo penal en España. Con toda la razón. En los últimos tiempos asistimos a través de un cristal a nuestros true crime preferidos: a los no pocos procesos penales que suscitan un vivo interés en los ciudadanos. No hay declaración durante la investigación oficial de estas causas que no acabe llegando a la prensa, con su imagen y su todo, incluidos wasaps y hasta análisis biológicos. Además, estas noticias sobre indagaciones penales aún no depuradas y referidas a un inocente suelen venir acompañadas de fervientes pronósticos de culpabilidad amparados por el formulismo mágico que aporta el adjetivo “presunto”.

Que esto pase, y que pase a diario, no significa que no sea un desastre. Un desastre constitucional. Porque, como nos enseña el caso de Dolores Vázquez (acusada del asesinato de Rocío Wanninkhof en 1999), puede provocar que el acusado termine siendo un culpable a la espera de confirmación por parte del jurado. Un mundo al revés (al revés del diseñado por la Constitución) en el que no importan ni la imparcialidad judicial ni la presunción de inocencia. Y es que el juicio paralelo ni es juicio ni es paralelo, sino oblicuo, condicionante del único que merece tal nombre y que tratamos de celebrar con mayúsculas. Es un pseudojuicio, como lo califica el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que no se dirige necesariamente hacia la verdad material sino a ganar audiencia, y cuya verdad no se alcanza en el depurado escenario que procura la sala de vistas: con la garantía de unos jueces que asisten vírgenes a unas pruebas que se desarrollan ante sus ojos y sus oídos, sometidas a pleno debate de las partes y bajo un tipo de escrutinio peculiar. El delito no se considera cometido si ello es más probable que improbable, sino solo si queda plenamente probado, más allá de toda duda razonable.

La presunción de inocencia pertenece al núcleo sagrado de nuestra Ley Fundamental porque nos va en ella nada menos que nuestro honor y nuestra libertad. Ya hace más de tres mil años lo reflejaba el Deuteronomio: “Solo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación” (Dt 19, 15). Lo que pasa es que la libertad de expresión política pertenece también al corazón de nuestro sistema democrático. En materia de organización social todos decidimos en un ágora donde todos podemos informar y ser informados, donde todos podemos opinar y tratar de persuadir a los demás. La democracia supone un debate “desinhibido, vigoroso y abierto” de los asuntos públicos, en expresión de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Y qué más público hay que lo relativo a los delitos, al enjuiciamiento de quienes tratan de quebrar gravemente aquella organización.

¿Qué hacemos entonces con las instrucciones abiertas y con los juicios paralelos, con este dios Jano de cara luminosa para la expresión y de cara perniciosa para la justicia? ¿Prohibimos acaso la información sobre los delitos aún no enjuiciados, como hacen algunos ordenamientos jurídicos, y nos cargamos la libertad de expresión? ¿Aplazamos juicios hasta que amaine la tormenta mediática, como ha sugerido en alguna ocasión la mencionada Corte Suprema de los Estados Unidos? ¿Sustituimos jueces o jurados y buscamos entonces marcianos que no hayan oído hablar de La Manada o del beso de Rubiales?

No creo que sea bueno hacer nada de esto y sí vedar el acceso a la fuente, cosa que ya se hace, y velar con firmeza por que se respete ese coto, cosa que no se hace. Los juicios paralelos se nutren de la información que genera el procedimiento penal más allá de las resoluciones judiciales incidentales (significativamente los autos de prisión provisional y procesamiento), y que por las razones de justicia ya apuntadas solo conocen los funcionarios judiciales y las partes, con un deber de reserva (artículo 301 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal), y que ocasionalmente se oculta también a las partes (artículo 302 de la misma ley: secreto de sumario). Ese deber es un deber penal y esto es lo que nos deberíamos tomar en serio. Una seriedad de tres martillazos protectores.

El primero, interpretativo y fácil, consiste en entender que estamos ante “secretos o informaciones que no deben ser divulgados” y cuya revelación causa “grave daño para la causa pública o para un tercero”. La pena que merecerá entonces la autoridad o funcionario será de prisión de uno a tres años y de inhabilitación de tres a cinco años (artículo 417.1.2º del Código Penal). La segunda medida penal, ahora legislativa, pasaría por extender la agravación de la pena ya existente cuando se trate de “actuaciones procesales declaradas secretas por la autoridad judicial” (artículo 466.2 del Código Penal) a todas las actuaciones procesales reservadas, secretas, por imperio de la ley, que en principio son todas las de la instrucción penal. Con ello se conseguiría además algo esencial: ampliar la intervención penal a los supuestos en los que el revelador sea un abogado o procurador “o cualquier otro particular que intervenga en el proceso”, hoy solo perseguibles en los relativamente pocos casos en los que se ha declarado el secreto del sumario (artículo 466.1 y 3 del Código Penal). Tan importante como los dos anteriores es el tercer martillazo: abandonar la laxitud con la que de facto se persiguen estos delitos y que por su propia opacidad exigen una indagación entusiasta y, lamentablemente, como en los últimos meses hemos podido comprobar en el asunto del fiscal general del Estado, incisiva.

En fin: los juicios paralelos dañan la presunción de inocencia, la imparcialidad judicial y la privacidad de las víctimas, pero pertenecen al núcleo duro de la libertad de expresión. La salida jurídica a este dilema no debe dirigir su mirada a la prensa, sino a la firme sanción penal de la infracción del deber de reserva que tienen los jueces, los fiscales y las partes procesales. Si queremos que el saloon siga siendo un espacio de tolerancia y gozo, por favor, no disparen al pianista. Si acaso, al que le pasó indebidamente la hiriente partitura.

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