Aprender a olvidar
La tecnología ha irrumpido como un registro total en el que hasta la más banal de nuestras acciones se hace imborrable


Lo dijo Nietzsche, y lo afirmó con una de esas sentencias que violentan nuestra conciencia como un zarpazo que combate la intuición: es posible vivir, incluso vivir felizmente, sin recordar; lo que resulta inviable, y hasta inhumano, es vivir sin olvidar. En el colegio nos enseñaron a ejercitar estrategias para el recuerdo, e incluso existen políticas públicas que afianzan la memoria colectiva y selectiva. Pero, por algún extraño motivo, a nadie se le ha ocurrido que lo que de verdad necesitaríamos es aprender a olvidar.
La tecnología, casi siempre bivalente en su utilidad y su desgracia, ha irrumpido como un registro total en el que hasta la más liviana o banal de nuestras acciones pasadas se convierte en imborrable. Ahora todo es memorable y hasta existe un tiránico imperativo del recuerdo. Pero, en ocasiones, es tan imprescindible anular la memoria que hasta hemos legislado un derecho al olvido. Hay quienes pugnan por ejercer esta garantía jurídica y solicitan a las grandes plataformas que eliminen el rastro de una actividad pasada, por vergonzosa o acaso estigmatizante. Pero hay otra penitencia más íntima que nos castiga con una memoria obligada que nunca pedimos.
Hoy podemos toparnos con la foto de aquella persona a la que un día amamos revisando por casualidad la galería de nuestro móvil. Entre imágenes actuales y familiares, el rostro que un día fue protagonista de nuestra vida nos asalta sin que lo hubiéramos convocado, como un fantasma bueno, quizá demasiado bueno, aunque también terrible. Del mismo modo, mientras buscamos alojamiento para estas vacaciones, reaparece aquel viaje que hicimos hace ya más de diez años y del que apenas recordábamos nada. Nuestro inconsciente lo había custodiado con aliada discreción, hasta que una página web decidió salir en su rescate sin permiso. Pienso en lo cruel que puede ser encontrarse con las notas de voz en WhatsApp de una madre o un padre que murieron hace tiempo y que dejaron un registro cotidiano y amable en la maldita aplicación. “Trae pan, si puedes”, nos dice, con íntima proximidad, la voz de una persona que ya no existe.
Como aquel Funes de memoria absoluta en el cuento de Borges, la tecnología nos ha arrebatado la capacidad de olvidar, y con ello se ha multiplicado nuestra vulnerabilidad y nuestra herida. Es una condena cruel, pues hasta los clásicos supieron que no se podía acceder a ningún paraíso sin antes atravesar un río capaz de cancelar, al menos, una parte de nuestros recuerdos. Lo llamaron Leteo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
