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tribuna
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Un sistema carcelario desproporcionado

Cuando existe una (percepción de) problema o conflicto, la respuesta fácil es endurecer el Código Penal

Un recluso en el interior de una prisión en España.

El pasado mes de julio salió publicado el nuevo informe Space I Survey del Consejo de Europa. Se trata de una herramienta de referencia para quienes estudiamos el encarcelamiento, también para las administraciones públicas que gestionan las competencias penitenciarias. Uno de los datos a destacar de esta edición es que España recupera el liderazgo en el encarcelamiento de Europa occidental. España tiene una ratio de 117 presos por cada 100.000 habitantes (100, en el caso de la administración catalana, 121 en la española —la vasca aún no está desagregada—). España vuelve a adelantar a Portugal.

Este dato pasará desapercibido en el debate público. Todo lo que tiene que ver con reclusión sigue siendo un tema tabú en nuestro país (bueno, excepto cuando se puede hacer espectáculo, que entonces llegan todos los buitres). Y es precisamente este dato uno de los que nos da cuenta del modelo político y social que construimos. Estamos en un país inflacionario carcelariamente. Sin ir más lejos, la tasa de países con los que nos podemos comparar, como Alemania (71), Francia (112) o Italia (103), es más baja. Y en el caso de los países nórdicos o los Países Bajos se sitúan bajo la ratio de 70. Esto sucede en un país con unas tasas de criminalidad comparativamente reducidas (especialmente, de criminalidad grave): el índice de homicidios intencionados cada 100.000 habitantes, según datos de Eurostat, se sitúa en 0,69, entre los más bajos de la región.

Después de la foto actual, invito a realizar una mirada a la evolución de los encarcelamientos. Justo después de la muerte de Franco, y tras la aplicación de decreto general de indulto, España tenía 8.440 presos (último día de 1975). En 1978 ya se registraban 10.463. En los 30 años siguientes a la recuperación de la democracia, el Estado multiplica por siete el número de personas encarceladas, llegando al máximo de 76.079 en 2009. Aunque hay varias variables en juego (el ciclo económico, las tasas de criminalidad, la intensidad de la acción policial/judicial o el aumento demográfico), la transformación expansionista del sistema penitenciario se debe de manera importante al alargamiento efectivo de las condenas (penas más largas y menos alternativas de reducción durante el internamiento) que impulsan diversas reformas legislativas que se producen a lo largo del periodo. Más que en el número de entradas en el sistema, que es comparativamente reducida, la robustez penitenciaria encuentra su principal origen en la importante duración de las penas. Un dato: en 1996, justo después de aprobarse el nuevo Código Penal, el tiempo medio de estancia en prisión era de 9,7 meses mientras actualmente es el doble, 19,3 meses (16,3 en el sistema catalán y, 20,2 en el español).

Resulta una constante: cuando existe una (percepción de) problema o conflicto, la respuesta fácil es una reforma inflacionaria del Código Penal: introduciendo nuevos tipos delictivos o alargando la pena si estos ya existen. El jurista y criminólogo Jorge Ollero, en su libro publicado en 2021 Penalismo mágico, sostiene: “El poder sobrenatural del Derecho Penal, de lo punitivo, como herramienta capaz de producir efectos automáticos y de resolver complejos problemas sociales de manera prodigiosa. Con solo incluir un nuevo artículo en el Código Penal, con endurecer un poco más a las penas, acabaremos con los robos, las drogas, la violencia machista o el independentismo catalán”. Es una práctica común del legislador, muchas veces empujado por dinámicas periodísticas y partidistas demasiado pegadas a la inmediatez y efectismo. Decía el catedrático José Luis Díez Ripollés en 2015 que el Código Penal se había convertido en “un formidable instrumento de propaganda, con el que se encubren políticas defectuosas de cualquier signo mediante una desmedida explotación de emociones colectiva”.

Solo hay un descenso significativo en el número de personas presas y es el que se produce a partir de 2010. En un contexto de políticas de austeridad, y de reducción de gasto en todos los ámbitos sectoriales, no es baladí la reforma que se lleva a cabo y que consistía en la disminución de la duración de las penas por delitos de salud pública (drogas). Ahora bien, y es lo que me parece relevante destacar, esta medida no provocó ni un aumento en el número de delitos, ni tampoco una exaltación discursiva punitivista. Si en aquel momento fue posible una modificación legal de este tipo, ¿por qué no puede repetirse hoy? Entonces la medida estuvo motivada por la necesidad de reducir el gasto público. Hoy, con un Gobierno progresista y una mayoría parlamentaria sensible a la problemática que supone una alta población penitenciaria (cabe tener en cuenta que Cataluña y Euskadi gestionan su propio sistema penitenciario), una actuación similar debería de ser objetivo del mandato. Esta vez no para ahorrar sino para caminar hacia una política criminal más garantista, humanista, republicana... y basada en la evidencia empírica.

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