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tribuna
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¿Por qué no aproximarse a China?

El actual socialismo blando de Pekín no ha de ser incompatible con los principales valores éticos occidentales

El presidente chino Xi Jinping saluda a su llegada a Lhasa, en el Tíbet, este miércoles.

Las generaciones que han vivido la etapa de relativa estabilidad posterior a la Segunda Guerra Mundial —y que en España edificaron el régimen democrático a la muerte del dictador— han crecido a la sombra permanente de Estados Unidos como potencia hegemónica, a pesar de la lógica desconfianza que nos ha inspirado a muchos porque fueron ellos quienes consolidaron nuestra dictadura y la utilizaron como cabeza de puente para dominar la bipolaridad. En los años contiguos al cambio de régimen en España, nuestra relación con EE UU fue intrincada porque este país, que nos expulsó de América en el XIX, siempre vio con malos ojos el intento europeo de formar al otro lado del Atlántico otra gran potencia occidental. Por lo demás, la China comunista era entonces una férrea dictadura bien poco atractiva, que representaba aquel inhumano socialismo real que tenía concomitancias con las demás dictaduras totalitarias.

Con respecto a China, Occidente confiaba plenamente en la operatividad de la llamada “hipótesis de modernización”, acuñada por el politólogo norteamericano Seymour Lipset (1922-2006). Según él, la modernización rápida e imparable que ha experimentado China desde las reformas de Deng Xiaoping y que todavía prosigue habría generado espontáneamente un engrosamiento muy notable de las clases medias y cultivadas, por lo que a medio plazo sería inevitable que creciese la exigencia de más libertades y de una cada vez mayor participación de la ciudadanía en los asuntos públicos. La correspondencia entre desarrollo y exigencia de autodeterminación personal, que también se experimentó en España durante la dictadura franquista, sería para Lipset un axioma indiscutible que desembocaría a la larga en la democratización de China. Porque, además, las economías, al modernizarse, necesitan cada vez más mecanismos democráticos de participación para triunfar en la carrera por la eficiencia.

Además, según Lipset, el Partido Comunista Chino nunca ha sido un partido convencional como los occidentales: la formación creada por Mao aglutinaba a las élites selectas que habían sido seleccionadas para gobernar, conforme a una tradición que entronca con la de los mandarines, que escribieron varios siglos de la historia imperial de aquel país. Algunos analistas españoles, como Enrique Fanjul, vinculan también el PCCH a la tradición confuciana del país, sobria, gregaria y pacífica, que habría moldeado a las masas chinas hasta dotarlas de características singulares. La gran aspiración de los chinos no sería tanto la libertad individual cuanto la capacidad de laborar armónicamente en equipo.

Lipset acertó en esto último pero no en la “hipótesis de modernización”, pese a que algunos llegaron a creer que los sucesos de Tiananmén (1989) eran ya una prueba de rebeldía social y la primera expresión turbulenta de la contradicción entre el desarrollo acelerado de la economía y la inmovilidad de la política. Es evidente que no ha habido más tiananmenes y las encuestas más solventes realizadas por sociólogos independientes afirman todo lo contrario: las clases medias, cada vez más extensas y acomodadas, creen que la estabilidad política y el partido único que la hace posible son la principal garantía de bienestar y desarrollo. Según las encuestas que confecciona la John Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard, cerca del 93% de la población china está “satisfecha” con el desempeño del gobierno central (casi un 38% se declara “extremadamente satisfecha”). Por lo demás, no parece que el desarrollo material se haya resentido de la precariedad de las libertades individuales: China está realizando un gran salto económico en las cadenas globales de valor, que ha llevado al país desde la primacía del sector primario y la fabricación de productos baratos gracias a una mano de obra esclavizada a una industria basada en el conocimiento y la tecnología generadora de grandes plusvalías. En otras palabras, la economía no parece interferir con la política.

Descartadas las tesis de Lipset, la teoría que hoy se abre paso, que Fanjul también recoge y que parece haberse contrastado en la práctica, es la que han elaborado Yuli Gorodnichenko y Gérard Roland, ambos de la Universidad de California, en Berkeley: el gran determinante del sistema político de un país es la cultura y no el desarrollo económico. Según dichos autores, las culturas individualistas tienden a crear una demanda de democracia pluralista. Por el contrario, las culturas colectivistas, como es la china, se centran en la necesidad de encontrar gobernantes benévolos para crear estabilidad entre los diferentes clanes y grupos. Como dice Fanjul, “el énfasis se pone más bien en la jerarquía y el orden, y la libertad puede ser vista como algo que pone en peligro la estabilidad”.

Como complemento de la teoría anterior, otra tesis alternativa es la de Daniel Bell en su libro The China Model: Political Meritocracy and the Limits of Democracy; según este reconocido politólogo canadiense, el elemento central del sistema político chino sería la meritocracia, “la idea de que los funcionarios de alto nivel deberán ser seleccionados y promovidos escrupulosamente sobre la base de su competencia y virtud”. De hecho, Xi Jinping, el actual líder, hizo una larga carrera político-administrativa de más de 40 años en la que fue ascendido nada menos que 16 veces. Esta evidencia permite a Bell afirmar que “el sistema político chino es el más competitivo que existe en el mundo hoy día”. Ni rastro del culto a la personalidad que el propio comunismo ruso desenmascaró en Stalin.

Si aceptamos estas interpretaciones de la realidad, que no parecen muy cuestionables, resultará evidente que la carga ideológica del régimen chino es mucho menos densa de lo que suponíamos cuando la doctrina oficial occidental le atribuía elementos leninistas —el afán de construir la dictadura del proletariado, sobre todo— que al parecer fueron enterrados con Mao. En suma, el actual socialismo blando de Pekín no ha de ser incompatible con los principales valores éticos occidentales, que se relacionan con el derecho natural y que se compendian en nuestros códigos de alcance universal.

De donde cabe concluir que China, que evidentemente no es una democracia, no es tampoco una dictadura al uso, ni está basada en la toma del poder por un partido de base utópica o por una oligarquía —el caso de Rusia o Corea del Norte—, ni se mantienen los personalismos enfervorizados y patológicos que caracterizaron el tortuoso arranque del régimen— Mao Zedong—. Después de todo, ha sido “nuestro” Trump el último revolucionario de la globalización, ya que el 6 de enero de 2021 trató de dar un golpe de Estado mediante la toma del Capitolio por la fuerza.

En estas condiciones, la tesis de una gran asimetría entre China y Occidente es poco realista, de forma que resulta absurdo plantear la dialéctica bilateral como una guerra fría al estilo de la que mantenían las democracias liberales y la URSS hasta la caída del muro de Berlín. La rivalidad ente China y la sección europea de Occidente es ahora blanda y manejable, y puede traducirse en términos de competitividad, política pero sobre todo económica. Y en estas circunstancias, es muy fácil que Europa deje de interesarle la lucha por la hegemonía que está entablada entre la primera y la segunda potencia de la globalización. ¿Por qué, entonces, habría de rechazar la Unión Europea una aproximación cooperativa a China, que hoy no muestra una agresiva pulsión imperialista (es Norteamérica la que ambiciona Groenlandia, Canadá y el Canal de Panamá) y con la que se podrían alcanzar pingües beneficios a partir del comercio, de la colaboración tecnológica y de la ampliación mutua de los mercados?

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