Agarrar a inmigrantes por los tobillos
Distopías como la de ‘El muro’ reviven al ver a bañistas cazar a extranjeros en una playa granadina


En Israel hay un muro al que llaman barrera de separación con Palestina. Está compuesto por largas paredes de cemento que alcanzan los ocho metros de altura, zanjas y vallas con alambradas. Este muro, que se adentra por zonas en territorio palestino —el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya lo declaró ilegal en 2004—, es el primero que vi en directo. Asomaba a cada rato por la ventanilla del coche en el que me desplazaba por Israel durante un viaje de trabajo. No hay palabras para describir la desolación ante esta infraestructura hecha para separar de manera radical a los humanos de ambos lados.
En los 15 años que han pasado desde aquel viaje no han dejado de levantarse barreras fronterizas. Hay mapas donde se ven esas líneas aquí y allá, el recordatorio del miedo y el odio en los que vivimos. En la península Ibérica no estamos acostumbrados a toparnos con estos bloques, aunque, por supuesto, contamos con vallas terroríficas en Ceuta y en Melilla. Estamos además rodeados por otro muro de agua en el que mueren ahogados cientos de personas cada año. Si en 2020 aprendimos que algunos inmigrantes eran capaces de pasar hasta dos semanas sobre el timón de un carguero para sortear este muro y poder alcanzar Europa, este año hemos sabido del joven que se aventuró a cruzar el Estrecho con aletas y un triste flotador de juguete.
Acabamos también de descubrir que ahora además contamos con voluntarios patrios dispuestos a abalanzarse sobre aquellas personas que intentan alcanzar nuestro suelo. Los bañistas de la playa de Castell de Ferro (Granada) que alargan el brazo para intentar cazar inmigrantes por los tobillos lideran mi ranking veraniego de la ruindad. Hace unos años, el escritor británico John Lanchester publicó El muro. La escribió poco después del Brexit, pero su historia sigue vigente.
La trama se sitúa en un mundo en el que el mar ha subido varios metros sobre su nivel actual. Los humanos que pisan suelo firme han construido un muro que los separa de los aspirantes a refugiados, todas aquellas personas que han sobrevivido sobre las aguas. Las generaciones jóvenes que viven del lado bueno del muro están obligadas a hacer un turno de dos años sobre la muralla para vigilar que ninguno de los otros, como los llaman, logre alcanzar suelo firme, al igual que nuestros improvisados vigilantes de la inmigración.
La historia empieza cuando el protagonista, Joseph Kavanagh, empieza su turno sobre la barrera. Lanchester describe el frío terrible del mar del Norte sobre el cemento —la historia transcurre en el Reino Unido dentro de varios años— y el desasosiego del protagonista, que siente un enorme rencor hacia sus mayores. Los culpa en masa por no haber sabido proteger la vida anterior a la subida del nivel de las aguas, por haberles regalado a él y a su generación esa vida miserable. “¿Quieres ayudarme a ver lo que estoy haciendo mal en la vida, viejo?”, le dice mentalmente a su padre, de quien no acepta consejos. “Viaja atrás en el tiempo. Saca al mundo de la mierda, y luego vuelve y a lo mejor hablamos”.
Kavanagh no tiene espíritu justiciero, seguramente porque conoce las normas del país en el que vive: si algún refugiado logra cruzar el muro durante su turno, será él mismo arrojado a las frías aguas. Sobre este guiño gira buena parte de la obra: el terror de acabar arrojado del otro lado. No sé si los bañistas que cazaban a inmigrantes se lo habrán planteado. Quizá sí.
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